Una crisis dramática, una gestión ridícula
La sucesión de Renzi a Letta, si se produce, es un paso muy grave para la República. Sean cuales sean las razones para apoyarla o desearla, cuando culmine, nos encontraremos con el tercer primer ministro no elegido desde 2011. Y eso significa que estamos estupendamente encaminados hacia la conversión de Italia en una República Oligárquica, caso único en Europa.
Sabemos ya que ni Matteo Renzi ni Enrico Letta temen las advertencias de la historia -al primero no parecen preocuparle los desafortunados precedentes y el segundo es aficionado a las normas, pero las considera supeditadas a las instituciones-, aunque quizá ambos deberían pensar en estos momentos, por lo menos, en las admoniciones sobre el ridículo.
Ridículo es el único término apropiado para definir el clima en el que se ha llevado a cabo este traspaso político, tan chapucero en los modos, el estilo y la sustancia. Se acaba de producir una entrega del Gobierno, es decir, un cambio en la cúpula del país, entre dos personas que han hablado de ello cara a cara como si su puesto fuera una cuestión personal, que han hablado de ello en sedes institucionales como el Palazzo Chigi (uno llegó en Smart, señal de infantilismo y sencillez que ¿debería fascinarnos, como al actual (y futuro) ministro Franceschini que ha fotografiado la escena?) para decidir entre los dos cuándo y cómo transmitirse un cargo para el que ninguno de los dos ha sido votado.
En el trasfondo de esta disputa, como árbitro supremo, está la dirección de un partido, el PD. ¿Un solo partido que decide qué primer ministro nombrar, y cómo? ¿He oído bien? Un partido que, recordémoslo, ganó las elecciones por muy escaso margen, tal como reconocieron sus propios dirigentes. En fin, un clima propio de adolescentes. Tenemos a Blair y Brown, por supuesto: no andan descaminados quienes pretenden explicarnos las similitudes entre los dos casos y recuerdan el recuento de los votos laboristas, pero Blair había vencido en tres elecciones, mientras que los votos por los que se guía el PD actual serían invisibles si no se recompensa con la mayoría.
Entre tanto, empiezan a circular listas de ministros; ¿hace falta subrayar lo poco institucional que es eso? Aunque debo decir que, si son las que se prevén (y a las que no doy crédito), tampoco se entiende por qué debemos cambiar de Gobierno.
Todos los demás, los partidos de centro derecha e izquierda, también están haciendo el ridículo, pero por lo menos lo hacen de forma consciente (esperemos), cada uno pensando en sus propios intereses: unos micropartidos que se escinden con la mirada puesta en los ministerios y los amigos, otros que gestionan en silencio la enésima traición, de Letta a Renzi, pero también de un puesto a otro en el tablero del Gobierno.
El presidente Napolitano añade a la situación, a la vez privada y confusa, el cerrojo de la despreocupación cuando dice que "hablar de elecciones es una tontería".
El ridículo (una palabra muy ofensiva en política, lo sé, porque la política ama el drama, pero no el melodrama) al que me refiero es fruto del abandono de una trayectoria institucional a cambio de un hágaselo usted mismo para convocar consultas públicas, improvisadas, lanzadas a los cuatro vientos en la televisión y en ruedas de prensa. Síntoma de la personalización excesiva del sistema.
Que es fruto, a su vez, del total despego de cualquier mandato electoral. No hace falta ser constitucionalistas para saber que ha llegado el momento de declarar que nos encontramos ante una crisis de Gobierno, que tenemos a un presidente del Consejo que ha perdido la confianza, no en las salas de reuniones sino a través de los medios y las comunicaciones de su partido y de otros, y que está en marcha una especie de automandato exploratorio.
Por eso es necesario, incluso obligatorio, que esta sucesión se produzca en el único lugar autorizado para gestionarla: el Parlamento. Que la crisis se haga oficial y se aborde mediante mociones, discusiones públicas y votaciones. Para que después regrese a la mesa de Napolitano, que llevará a cabo las consultas oficiales y, al final, el nuevo encargo de Gobierno.
El juego habitual de la inversión de papeles que siempre despierta a los demócratas resulta especialmente apropiado en este caso: ¿qué habrían dicho el PD y toda la opinión pública si Berlusconi hubiera administrado de esta forma un traspaso de poderes en el Palazzo Chigi?
La sucesión de Renzi a Letta, si se produce, es un paso muy grave para la República. Sean cuales sean las razones para apoyarla o desearla, cuando culmine, nos encontraremos con el tercer primer ministro no elegido desde 2011. Y eso significa que estamos estupendamente encaminados hacia la conversión de Italia en una República Oligárquica, caso único en Europa. Claro que hacen falta reformas para superar la crisis de representatividad.
El descuido con el que tratan hoy los lugares y los modos de las instituciones es el primer síntoma de esa evolución. Las oligarquías no necesitan tener buenas maneras, porque no deben rendir cuentas a nadie. Pero quizá convenga recordar en estas últimas horas a los dos contendientes que esa evolución no tiene por qué ser así. Enrico Letta siempre ha dicho que ponía las instituciones por delante de todo, incluso su destino personal. Matteo Renzi saltó a la palestra precisamente como el antioligarca por excelencia.
Existe todavía un camino, si así lo desean: que trabajen para llegar cuanto antes a unas nuevas elecciones. No me interesa cómo negocien sus respectivas posiciones. Antes de que el sistema devore las identidades de los dos.
Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.