Tarantino en estado puro
En la década pasada algunos pensaron, no sin razón, que Quentin Tarantino había dejado atrás su mejor momento.
En la década pasada algunos pensaron, no sin razón, que Quentin Tarantino había dejado atrás su mejor momento. Después del exhaustivo festín para freaks cinéfagos que fue el díptico Kill Bill, de la grosera, casi insoportable egolatría de Death Proof y de la entretenida pero errática Malditos bastardos, el mitómano adolescente por antonomasia parecía haber caído en un terminal declive de autocomplacencia.
Pues bien, ahora parece que alguien ha agitado el sonajero, porque con Django desencadenado, a pesar de su carácter digresivo, episódico, a veces absurdo, Tarantino vuelve a ser el que era. Esta película es un sabroso spaguetti western, con mucha salsa picante y mucho ketchup y sazonado con esa clase de toques que sólo le toleramos a Quentin Tarantino.
La última vez, Quentin se metió con las altas esferas del partido nazi. Esta vez, el objeto de disección irreverente es la esclavitud americana, punto de partida de una aventura emocionante, tanto en género como en estilo, que culmina en una situación extraña y pesadillesca, situada en una plantación de esclavos en el año 1858. Jamie Foxx es Django, un esclavo que recorre Texas encadenado a un grupo de prisioneros. Su amo se encuentra con el cazarrecompensas alemán King Schultz, un supuesto dentista itinerante que conduce un extraño carromato coronado por una enorme reproducción de una muela. Schultz compra a Django y le promete la libertad a cambio de un favor: que le ayude a encontrar a tres vigilantes de esclavos con los que tiene negocios pendientes. Django demuestra ser un ayudante hábil y un buen pistolero, y a Schultz le entusiasma saber que está casado con una mujer (Kerry Washington) cuyos amos alemanes le enseñaron a hablar su idioma y la apodaron "Brünnhilde", un nombre que sus ignorantes propietarios posteriores entendieron como "Brumhilda". Al final la vendieron por separado, porque siempre estaba escapándose, igual que Django, y ahora, como castigo, le han marcado la cara a fuego y obligado a trabajar como esclava sexual de Calvin Candy (Leonardo DiCaprio), un negrero de Mississippi cuya mala reputación le precede.
Lo primero que llama la atención es que Tarantino dirige su película con la espléndida audacia y provocación que le caracterizan, con su latigazo de crueldad y su desdén chulesco. Lo segundo es la abundancia de incidentes. El director de Pulp Fiction no renuncia a su tendencia a la pirotecnia verbal, pero los diálogos nunca son un fin en sí mismos: cada momento tiene su porqué. Y lo tercero es que Django desencadenado está soberbiamente interpretada por Jamie Foxx -que transmite un carisma espontáneo-, Kerry Washington, Christoph Waltz, Leonardo DiCaprio y, sobre todo, Samuel L. Jackson, que hace una obra maestra con su personaje, el escalofriante Stephen, el encorvado decano de los esclavos del abominable Calvin Candie.
Como si quisiera incomodar a todos los progres del mundo, Tarantino y Jackson convierten a Stephen en el Tío Tom más bellaco de la historia: fidelísimo a su amo blanco e implacable con la "raza inferior" de la Casa Grande. El temblor del Parkinson -un toque inspirado- hace aún más inquietante su mirada malévola y escalofriantemente taimada. A Stephen le repugnan las políticas raciales arrogantes (aunque él no lo expresa de ese modo) y él y Quentin arrojan, con sádica falta de tacto y mal gusto, la bomba atómica de la sátira sobre los "vichyanos" colaboradores del hombre blanco en el Viejo Sur. El de los esclavos es un tema con el que Hollywood siempre se ha mostrado incómodo y reticente.
Django desencadenado es una versión libre del Django de Sergio Corbucci, un spaguetti-western de 1966 protagonizado por Franco Nero, que a sus más de setenta años regresa en un breve cameo. Pero su inspiración más evidente es Mandingo (1975), un filme de culto de Richard Fleischer sobre un esclavo entrenado para luchar contra otros esclavos, una película provocadora que Tarantino ha alabado muchas veces, y más cuando la crítica la ha despreciado.
Schultz, movido por la relación que tiene Brumhilda con la madre patria, se compromete a ayudar a Django a encontrar a la chica y descargar una terrible venganza sobre las personas que la maltrataron, una misión que los pone en contacto con un grupo del Ku Klux Klan tan incompetente que parece salido de Sillas de montar calientes, y que acaba llevándolos hasta el corazón de las tinieblas, la plantación de Candie, un personaje que Di Caprio encarna con dientes podridos y cortesía satánica. Pero Django se tiene que tragar su orgullo y fingir que es esa cosa abominable, un "Mandingo", un luchador-entrenador y dócil juguete del hombre blanco, una figura demasiado cercana al estado de mansa servidumbre de Stephen.
Hay momentos de dirección puramente magistrales, y también para el disfrute del espectador. Schultz, interpretado por Waltz con excentricidad elegante y refinada, provoca un escándalo en un pueblo al que llega cabalgando junto a su socio negro, un privilegio que enfurece a sus racistas habitantes. La tensión culmina en un duelo y un intercambio de disparos que paraliza de asombro a los habitantes del lugar, hasta que una mujer se desmaya en último término: un toque visual inspirado y totalmente inesperado. Es como si Tarantino hubiera chasqueado alegremente los dedos en nuestras caras.
Django desencadenado también irradia esa emoción vibrante y casi vacua que yo había echado tanto en falta en Malditos bastardos, con su equivocado tropo sobre los spaguetti-nazis y su aburrida trama. Sólo puedo decir que este brutal western de venganzas produce, y por toneladas, ese placer narcótico y delirante que Tarantino aún sabe crear en el cine, algo que está relacionado con la manipulación de las superficies. Un placer tan insano, deplorable y delicioso como un cigarrillo prohibido.
No obstante, hay problemas: Django desencadenado, como todo lo que ha hecho Quentin desde la inesperadamente conmovedora Jackie Brown, parece un poco mimética: el impacto emocional del momento prima sobre la impresión emocional duradera. Del romance entre Django y Broomhilda se habla en términos épicos, pero el espectador no siente el vínculo entre ambos, y la brutal eliminación, a última hora, de algunos personajes clave, está ejecutada con fría eficacia, cuando estos merecían más. Otro posible lastre es el metraje. Es una película larga, indudablemente (dura dos horas y 45 minutos), e incluso es posible que el director se sintiera tentado de dividirla en dos partes, como su díptico Kill Bill. Pero lo cierto es que Tarantino disfruta de su prolijidad, alternando momentos de veneración por un paisaje esmeradamente fotografiado por Robert Richardson con otros de frenética orquestación de la tensión y la violencia, salpicados de zooms de impacto sobre los rostros de los protagonistas.
Django desencadenado, en definitiva, es una película repleta de virtudes grandes y pequeñas: el perfecto trabajo de los actores (aparte del cameo del director, pero eso era de esperar), una colección de escenas que se sitúan delicadamente en el límite de lo ofensivo, la majestuosa y cinéfila banda sonora, la acción incesante... y, lo más importante, no sabe demasiado a pastiche. Así que, nos alegra tenerte aquí de nuevo, Quentin. No todo está perdonado, pero sigue así y puede que hasta Death Proof desaparezca en el recuerdo.