Nostalgia de Woody Allen
Los seguidores del director de 'Annie Hall' saben de la tensión que supone ver sus últimas películas: el alivio de presenciar un buen gag, la ocasional punzada de tristeza al pensar que algún día no habrá más películas nuevas de Allen. Seamos generosos con él, y mostremos nuestro agradecimiento por lo mucho que nos ha hecho disfrutar durante el último medio siglo.
Ha estado en Londres, en Barcelona y en París, y ahora Woody Allen hace otra de esas escalas de turista adinerado en una ciudad europea, esta vez en una Roma bañada en la dulce luz del ocaso y reciclando tópicos pintorescos del pasado. El cineasta neoyorquino se retrotrae a las películas de episodios que tan de moda estuvieron en la Italia de hace cincuenta años, la época en que Allen empezó a convertirse en un cinéfilo. A este subgénero contribuyeron todos los grandes nombres de la dirección, desde Roman Polanski hasta Pier Paolo Pasolini. Sólo requerían una idea, se podían hacer rápido, los productores contrataban a actores de renombre y por lo menos dos o tres episodios resultaban rentables. Allen hizo su propia versión en los comienzos de su carrera, con el brillante pastiche del cine de Antonioni de Todo lo que usted siempre quiso saber sobre el sexo (1972), una película que contenía, entre otros pasajes, una parodia de Antonioni, y más tarde ayudó a resucitar el género en compañía de dos directores ítaloamericanos, Scorsese y Coppola, con Historias de Nueva York. Por eso, era natural que recurriera a esta idea cuando surgió un proyecto romano.
Los episodios italianos son los de menos peso. El más sustancioso es una comedia sexual sobre Antonio (Alessandro Tiberi) y Milly (Alessandra Mastronardi), un ingenuo matrimonio de provincias que llega a un hotel de Roma desde Pordenone, una ciudad del noreste del país (que sin duda fue elegida por su prestigioso festival de cine clásico mudo). Ella sale del hotel para buscar una peluquería, pero se pierde, se encuentra con el rodaje de una película y tiene una aventura de tintes fellinianos con su pomposa estrella. Mientras tanto, Anna, una pintoresca y voluptuosa chica de alterne (Penélope Cruz imitando a Sofia Loren) aparece en la habitación de la pareja, por error, y cuando llegan los parientes se hace pasar por Milly.
En el otro pasaje italiano, Roberto Benigni es Leopoldo Pisanello, oficinista y hombre de familia anónimo que un día se ve aupado a la celebridad, presa de paparazzi y presencia constante en televisión. ¿Cuánto tiempo durará esto? ¿Cuándo se pinchará el globo? Este entremés satírico sobre lo absurdo de la fama es un tema recurrente en las películas de episodios, y Allen deja claro que la historia hunde sus raíces en la década de los sesenta cuando pone en boca del chófer de Pisanello la frase «es famoso porque es famoso», una definición de la celebridad acuñada por el historiador Daniel Boorstin en su libro de 1961.
En las películas-contenedor italianas tradicionales, las historias tenían títulos y una presentación discreta. En A Roma con amor aparecen entrelazadas, y el resultado es un poco surrealista, porque no transcurren en el mismo periodo de tiempo. La historia de la pareja de Pordenone, por ejemplo, ocurre en un periodo de varias horas, la de Benigni de días, por lo menos, y las dos partes protagonizadas por actores americanos se alarga días o meses. De hecho, este elemento surreal es realzado por el episodio en el que John (Alec Baldwin), un arquitecto norteamericano maduro y desencantado, ve en Jack (Jesse Eisenberg) a una versión rejuvenecida y vulnerable de sí mismo, y se convierte en la voz que resuena en la cabeza del ambicioso estudiante de arquitectura previniéndole contra la mujer que ahora ocupa su corazón, Monica (Ellen Page), una egocéntrica aspirante a estrella de cine. Baldwin tiene el aspecto de los parientes cincuentones, «tan marchitos y tan jóvenes», de los que habla T.S. Eliot en The Family Reunion, mientras que Eisenberg es la esencia del idealismo joven y rabioso; y por lo intercambiable de sus nombres y el papel de consejero invisible que asume Baldwin (como el Bogart de Sueños de seductor), inferimos que es la misma persona en edades diferentes.
Pero el episodio crucial es aquél en el que Woody Allen interpreta el papel de Jerry, un director de ópera vanguardista (es famoso por un "Tosca" en el que los cantantes iban vestidos de ratones blancos) y su ácida esposa, Phyllis (Judy Davis), una pareja que llega a Roma para conocer al novio de su hija. Esta historia arroja una mirada tan divertida como conmovedora sobre el matrimonio, la ambición y la muerte, y en ella Allen parodia su imagen de pesimista cascarrabias y Davis le humilla como dicen que hace su mujer, Soon-Yi.
El problema es que casi todo lo que pasa en esta película suena a primer borrador de un guión que un Allen más joven habría refinado considerablemente. No hay erudición excéntrica que valga, no hay lecturas para iniciados, no todos los golpes de humor divierten (hay chistes son de una obviedad apabullante) y algunas situaciones simplemente no funcionan, por no hablar de la presencia de Benigni, cuya gracia depende de lo que uno opine de él. En el caso de quien estas líneas escribe, verlo en pantalla es como darme un chute de novocaína.
De alguna manera, Allen ha conseguido reunir un reparto estelar con un guión mediocre, y de hecho son los actores los que lo hacen todo más o menos tolerable. Jesse Eisenberg compone un Woody Junior pasable en su papel del estudiante de arquitectura que se enamora de la coqueta y neurótica Ellen Page mientras ignora los sabios consejos de un Alec Baldwin robaescenas como asesor imaginario. Sí, toques hábiles no faltan, y algunos pasajes tienen ciertas dosis de alegría y sentido lúdico, pero esta cinta está lejos de la grandeza de otras épocas, de un Sueños de seductor por ejemplo. Y cuando un Woody Allen menor se convierte en el título de referencia, sabemos que vamos descendiendo en la escala de calidad.
Los seguidores del director de Annie Hall saben de la tensión que supone ver sus últimas películas: el alivio de presenciar un buen gag, la ocasional punzada de tristeza al pensar que algún día no habrá más películas nuevas de Allen. Esta certeza proporciona a sus últimos trabajos una emoción que no tienen otros. Pero aún hay otra en la recámara, y el inesperado éxito de Midnight in Paris ha demostrado que este cineasta único puede seguir sorprendiéndonos. Y si no, seamos generosos con él, y mostremos nuestro agradecimiento por lo mucho que nos ha hecho disfrutar durante el último medio siglo.