Richard Ford
Relatos como Great Falls, Comunista, Niños y Optimistas, con historias que vuelven la vista a la vida lejos de las ciudades, nos permiten comprender mejor la obra de Ford, su dimensión realista y deconstructivista: por un lado, su fascinación por las palabras y por el folklore estadounidense, y por otro, el descubrimiento de que el lenguaje no puede capturar la vida en toda su complejidad.
Foto: EFE
Después de casi cuatro décadas, el premio Princesa de Asturias de las Letras al escritor Richard Ford (Jackson, Mississippi, 1944) vuelve a dirigir la atención sobre la generación de escritores y escritoras que dominó la escena literaria estadounidense en la década de los ochenta.
En 1983, la revista literaria Granta dedicó una entrega a una nueva generación de escritores y escritoras estadounidenses. El por entonces editor de la revista, Bill Buford, seleccionó siete autores vinculados al mundo universitario - entre ellos Raymond Carver, Frederick Barthelme, Bobbie Ann Mason, Richard Ford y Tobias Wolff - que por entonces forcejeaban con estrategias nuevas para dar sentido a los cambios sociales producidos por las crisis de los setenta y el auge del conservadurismo. Buford bautizó como "realismo sucio" a aquellos textos austeros que parecía salir de las tripas de la sociedad contemporánea. Era una narrativa de menor envergadura, preocupada por detalles aparentemente triviales, y que parecía alejarse tanto de los pronunciamientos grandilocuentes sobre la condición humana del realismo de posguerra como de la pretenciosidad formal del posmodernismo de predecesores como John Barth, William H. Gass o Thomas Pynchon.
Aunque la etiqueta arraigó (sobre todo en Europa), la verdad es que aquello del realismo sucio distaba mucho de expresar toda la complejidad de esta nueva tendencia en la literatura estadounidense. Lejos de ser un retorno ingenuo a las premisas del realismo, la minuciosidad, la contención y la crudeza de aquellas historias insólitas sobre personajes corrientes ponían de manifiesto que los nuevos escritores habían heredado el escepticismo respecto a la capacidad del lenguaje para representar la realidad. En esta encrucijada, aquella generación consiguió articular la melancolía, la falta de dirección, la pérdida de certezas y, en general, los retos a los que se enfrentaba un país en el que los llamamientos a la fe en su excepcionalidad histórica y cultural coincidían con la liquidación del tejido social. El caso de Richard Ford, el escritor más popular de su generación (si bien no el de mayor resonancia mítica), es un ejemplo paradigmático de aquella nueva vía en la narrativa estadounidense.
Cuando apareció aquel monográfico de Granta, Richard Ford había publicado dos novelas, Un trozo de mi corazón (1976) y La última oportunidad (1981), y unos pocos relatos que aparecerían recopilados en 1987 en el volumen Rock Springs. Son precisamente relatos como Great Falls, Comunista, Niños y Optimistas los que nos permiten comprender mejor la obra de Ford, su dimensión realista y su dimensión deconstructivista: por un lado, su fascinación por las palabras y por el folklore estadounidense, y por otro, el descubrimiento de que el lenguaje no puede capturar la vida en toda su complejidad. Como mucha de la literatura estadounidense de los años ochenta, estas historias vuelven la vista a la vida lejos de las ciudades y, aunque el lenguaje es sencillo y escueto, hay un sentido preciso de la geografía por la que se mueven los personajes y de las actividades que realizan, por triviales que estas sean. En una época marcada por lo urbano, por el narcisismo y por el mercantilismo, las historias de Ford se preguntan, sin ingenuidad ni romanticismo, qué pueden ofrecer los pequeños núcleos rurales y la herencia cultural del país. En la prosa de Richard Ford, los lugares y los objetos cotidianos aparecen cargados de magia, pero ese acto de fetichización también nos invita a verlos con distancia y nos recuerda que se están circunscritos al mundo de la ficción.
Algo parecido sucedía con la estructura narrativa y los personajes. Los personajes de Ford se nos presentan como los narradores de su propio pasado en un afán de comprender cómo han llegado a ser lo que son. Pero el lenguaje supone siempre una decepción en ese intento de descubrir la verdad; al final lo único que queda es un relato estilizado que apenas ofrece respuestas. Es revelador que el lector apenas sepa nada del presente de los personajes; solo se nos muestran en el acto de narrar, ensimismados en unas historias autobiográficas con las que intentan poner orden en su vida. El comienzo de Optimistas, por ejemplo, es ilustrativo en este sentido:
Sin embargo, el texto siempre acaba por inmiscuirse y frustrar cualquier intento de encontrar ese momento crítico que dé sentido a su existencia. Personajes como Frank, el narrador de Optimistas, revelan que cualquier identidad anterior al relato es una ilusión. Lejos de ser una realidad que el lenguaje puede aprehender, estos personajes solo son perceptibles en la media que la narración que ellos construyen pone el concepto de identidad en entredicho. Jackie en Great Falls, Les en Comunista o Frank en Optimistas solo se hacen presentes en la medida que fracasan en su intento de presentarse como el resultado inequívoco de las experiencias del pasado.
Además de otros dos volúmenes de relatos, desde aquel número casi mítico de la revista Granta, Richard Ford ha publicado seis novelas que descansan en mayor o menor medida en la misma iconografía de la cotidianeidad, en la misma elegancia formal y en las mismas estrategias narrativas: Incendios (1990), Canadá (2012) y las cuatro entregas sobre Frank Bascombe -El periodista deportivo (1986), El Día de la Independencia (1995), Acción de Gracias (2006) y Francamente, Frank (2014). Son precisamente la fuerza y el dinamismo que estas convenciones han demostrado para examinar cuestiones relacionadas con el lenguaje y la identidad las que han hecho de las aventuras de Frank Bascombe un vehículo excepcional para explorar los cambios en la sociedad estadounidense durante las últimas décadas.