Saltar la valla
Nos puede parecer extraño, pero la cifra de personas que tratan de entrar en España por nuestra frontera sur no ha disminuido. Por grave que sea la crisis, hay zonas de este mundo en que la miseria sigue anidando como mal endémico, y muchos siguen tratando de entrar en Europa huyendo de ella.
Nos puede parecer extraño, pero la cifra de personas que tratan de entrar en España por nuestra frontera sur no ha disminuido. Por grave que sea la crisis en la que estamos inmersos, hay zonas de este mundo en que la miseria sigue anidando como mal endémico, y muchos de los que allí viven siguen tratando de entrar en Europa huyendo de ella. Cada cierto tiempo nos sacuden como un latigazo las imágenes del "un nuevo salto" en la valla de Melilla o la de una patera que llega nuevamente a nuestras costas. La respuesta política, sin embargo, es la de hacer vallas más altas y muros más densos, aún sabiendo que eso no va a parar el flujo de personas que tratan de entrar en Europa. Mientras tanto se sigue sin abordar la erradicación global de la pobreza, y en España los presupuestos de ayuda al desarrollo se desmoronan, cuando no se eliminan directamente.
Miles de personas siguen cruzando Africa de sur a norte para tratar de entrar por tierra o por mar en Europa, y muchos lo hacen a través de Melilla. En el cercano monte Gurugú -cuyo nombre nos suena a historias ya viejas de guerras en el norte de Africa- los subsaharianos tratan de montar sus campamentos, a la espera de encontrar la oportunidad para saltar la valla. Allí viven en unas condiciones miserables en la pesadilla de la presión constante, continuada, pero les sostiene la voluntad de llegar a Europa y de labrarse un nuevo destino.
La presión migratoria en la frontera africana no se ha reducido desde la crisis. Autoorganizados en el Gurugú, cuando consideran que ha llegado el momento, dejan su refugio en el monte y se acercan hacia la valla. Al amparo de la noche y por sorpresa, hacen un asalto masivo a la valla, y algunos la consiguen superar y entran en España. A partir de ahí comienza un nuevo calvario, que suele acabar en la decepción y el hastio, y en muchos casos la vuelta a casa con las manos vacías.
En el camino quedan vidas, heridas, sufrimiento y dolor. Mientras tanto Europa mira para otro lado. En vez de velar porque de verdad se respeten los derechos humanos de las personas que tratan de entrar, parece que las instituciones europeas se limitan a jugar un papel de invitados de piedra. La solución no es fácil, pero tiene más que ver con el impulso a políticas reales de lucha contra la pobreza y desarrollo en los países de origen de los migrantes, que con mayores presupuestos en seguridad. En esto, como en otras cosas, estamos yendo en la dirección contraria. Pero el refranero lo explica muy bien: no se pueden poner vallas al campo.