Schengen desmoronado: 'Aquarius', síntoma y mensaje
A comienzos de la crisis de la UE, que arrancó en 2008 -para pasar a la historia como esa "Gran Recesión" que acabaría revelándose como el seísmo más profundo y prolongado de cuantos hayan sacudido los cimientos de la integración supranacional en sus 60 años de existencia-, publiqué un libro cuyo título (Europa: ¿suicido o rescate?, Tirant, 2013) pareció a algunos estrambote o exageración. Me esforcé en aquel ensayo por situar el foco de la evaluación de daños, no en los defectos congénitos del euro ni en su gobernanza; tampoco siquiera en el desorden bancario que tantos estragos estaba causando, sino en el deterioro de la confianza de la ciudadanía en los valores y principios que nos habían permitido hablar de un modelo social y de un promesa europea.
En efecto, los derechos y libertades de la ciudadanía (consagrados en la Carta de Derechos Fundamentales de la UE, que entró en vigor junto al Tratado de Lisboa), el Espacio de Libertad, Justicia y Seguridad (Título V del TFUE, donde se ordena la gestión común y solidaria de las fronteras exteriores, de los flujos migratorios y las demandas de asilo y protección de refugiados) y, particularmente, la libre circulación de personas (el llamado acervo Schengen), venían siendo nada menos que el tesoro más preciado de la promesa europea, y el activo más reconocido y querido entre los europeos.
Por eso ha sido tan grave el ciclo de su deterioro a rebufo de la crisis. Por eso ha sido tan insufrible la contradicción creciente entre las declaraciones y propósitos de Europa y sus realizaciones en tales ámbitos sensibles a lo largo del período de la cronificación de la crisis, encadenando episodios sin resolver ninguno: de la deuda soberana a la austeridad recesiva; de la crisis de los refugiados a las tragedias en el Mediterráneo; de la desigualdad al malestar y al auge del nacionalpopulismo y de la extrema derecha, máscaras de la eurofobia y de la negación de Europa...
Y seguramente nada expresa con tanta crudeza este debilitamiento del espíritu europeo que promovió la integración supranacional como el creciente divorcio entre la retórica inercial de las instituciones europeas (y de los dirigentes situados al timón de este proceso) y sus actuaciones y hechos. Cada vez más insolidarios, los gobernantes de los estados miembros (EE.MM) se han ido dando la espalda los unos a los otros. Se han abandonado, paulatina o abruptamente, según los casos, a una rebatiña de intereses "nacionales" egoístas sin llegar a comprender que todos salían perdiendo en la medida en que causaban daño a la causa europea, y a la razón de ser de las respuestas comunes que son más urgentes que nunca.
Sostuve en aquel ensayo sobre los incuantificables riesgos de que los gobiernos de los EE.MM situasen a la UE en un "modo suicidio". Y señalé en particular que, en semejante tesitura, la UE se abismaba a una amenaza todavía más peligrosa que la sugería la contraposición gramsciana entre el "optimismo de la voluntad" y el "pesimismo de la inteligencia": la de instalarse en un oscuro "pesimismo de la voluntad": en una clamorosa (e inédita) ausencia de visión, de ganas y, claro está, de liderazgo para afrontar juntos los retos de una globalización inexorable, tan real como imparable.
En tan gravoso contexto, en el pleno de mayo del Parlamento Europeo, celebrado en Estrasburgo, tuvo lugar un enésimo y siempre intenso debate con el comisario Avramopoulos, responsable de Interior de la Comisión Europea. A lo largo de las intervenciones se hizo evidente y palmario, como en tantas ocasiones anteriores, que los escaños antieuropeos y rabiosamente eurófobos son cada vez más numerosos en la Eurocámara. Como también que si esos escaños aintieuropeos odian Schengen con singular intensidad, eso es así exactamente porque Schengen ha sido, es y sigue siendo el activo más preciado de la ciudadanía europea. La libre circulación en un Espacio que asegure la gestión común de las fronteras exteriores al tiempo que el franqueo sin barreras de las fronteras interiores, es lo que los ciudadanos europeos más y mejor identifican con lo mejor de la historia de Europa, tal y como la habíamos construido con esfuerzo.
Y exactamente por eso, cuando Schengen entra en crisis -y se sumerge, también Schengen, en la peor crisis de su historia como consecuencia de lo que se llamó la crisis migratoria y de los refugiados, de la "presión sobre las fronteras exteriores", a la que subsiguió la posterior suspensión de la efectividad de Schengen que dura ya más de tres años- el Parlamento Europeo, a través de la Comisión de Libertades Civiles, Justicia e Interior (Comisión LIBE) hizo lo correcto. Constituimos en su seno un grupo de trabajo para informar y evaluar cómo ser más eficaces en la garantía de la cooperación leal y de la solidaridad de la gestión de las fronteras exteriores, pero manteniendo a cambio, al mismo tiempo por tanto, la libre circulación de personas en la Unión.
Por eso muchos apoyamos firmemente el restablecimiento de Schengen. Por eso mismo combatimos los signos de su desmoronamiento. Por eso queremos, contra lo que opinan los eurófobos, que, cuanto antes, Schengen vuelva a la normalidad, y se restablezca plenamente la circulación de personas en el interior de la UE. Y objetamos además el sesgo securitario que pretende imponer en Schengen y en el entero Espacio de Libertad, Seguridad y Justicia, un marchamo de seguridad obsesionado con los controles biométricos y la interoperabilidad de los datos personales en el control de fronteras, además de una política de retornos (incentivados con recursos para quienes cooperen, al tiempo que con retorsiones a los países que los rechacen) que nada tiene que ver con la libre de circulación.
Porque lo primero que hice cuando llegué al Parlamento Europeo fue comprometerme a fondo con la entrada en vigor del Tratado de Lisboa (TL, diciembre de 2009). Porque, entre otros efectos, el TL establece mandatos muy precisos y vinculantes para la UE, sus instituciones y sus EE.MM: destaca con fuerza el mandato de construir -juntos, UE y EE.MM, de manera solidaria y cooperativa (art.80 TFUE)- una política común de libre circulación de personas, al mismo tiempo que una gestión integrada de las fronteras exteriores de la Unión y una gestión europea de flujos migratorios, demandantes de asilo y protección de refugiados. Y debe hacerse cuanto antes más europea, para que tengamos más y mejor Europa: incluyendo por lo tanto a Bulgaria y Rumanía -todavía hoy excluidas- en el Espacio de libre circulación de personas. Ese es el objetivo que prometía el TL y, en la medida en que tengamos contradicción contra este activo, que era el más apreciado, Europa continuará fallando a sus proclamaciones, a su modelo, a su promesa.
Nada de nada puede esperarse de la denegación de toda solidaridad entre los EE.MM de la UE a la hora de afrontar los retos aquí referidos, ni menos aún de hacerlo de manera coherente con el Derecho europeo, que exige una política integral (no solamente represiva ni sólo securitaria) y solidaria (no de espaldas a los "problemas del otro" como si no fueran "comunes" y por lo tanto "nuestros", de todos los europeos, y de conformidad con los derechos inalienables de todas las personas, esto es, respetuosa con la CDFUE, el Derecho internacional humanitario y el propio Derecho europeo legislado por el PE: Paquetes Schengen y Asilo).
Nada, pues, puede esperarse de los Salvini, los Grillini del M5S y los nacionalpopulistas abismados a la extrema derecha reaccionaria. El drama humano del Aquarius ha expuesto una vez más las vergüenzas de la contradicción entre el Derecho europeo legislado y el comportamiento infame de los gobiernos que caen del lado de la eurofobia y la negación de Europa. Vergüenzas de las que nos hemos dolido tantas veces en el curso de los debates del PE.
En España, el Gobierno de Pedro Sánchez ha simbolizado el cambio de tiempo, de época, de política. Ha marcado la diferencia ofreciendo acogida humanitaria a los desesperados del Aquarius. Con esta decisión se marca de autoridad moral para requerir de la UE -en el Consejo JAI, ministros de Justicia e Interior- el giro de timón que pase la página de la infamia y afirme de una vez la Europa que tanta falta nos hace, la que hemos echado de menos tanto y durante tiempo.