La amenaza reaccionaria: Apocalypse now
El resultado de las elecciones en EEUU ha potenciado más que nunca la enorme preocupación con la que vemos pasar -y está pasando muy cerca- el espectro inquietante de la fascistización de buena parte del lenguaje y modo de actuar de un arquetipo de antihéroeque ha consumado con éxito su determinación de sentarse sobre el botón del maletín nuclear en el despacho oval.
La tradición constitucional de EEUU ha cristalizado reglas para el desenvolvimiento de su proceso electoral para la Presidencia: primer martes tras el primer lunes de noviembre cada 4 años con precisión de relojero desde hace más de 200 años. Dada la visibilidad de la que sigue siendo primera potencia mundial en PIB y en gasto en Defensa, las elecciones presidenciales americanas concitan invariablemente toda la atención planetaria incluso desde mucho antes de que la globalización fuese un hecho sin retorno.
Así, una vez más, la competición entre Donald J. Trump, por el Grand Old Party Republicano y Hillary Rodham Clinton, por el Partido Demócrata, ha sido seguida al minuto durante más de un año largo por muchos millones de observadores en todo el mundo, pendientes de la decisión de 130 millones de votantes en los EEUU (en un electorado potencial de 230 millones).
El rasgo más saliente de esta última carrera hacia la Casa Blanca lo ha descrito la asimetría de las plataformas confrontadas. De un lado, Hillary Clinton representaba para muchos un regreso al continuismo dinástico de las selectas élites que han patroneado los dos grandes partidos desde el fin de la II Guerra Mundial. Si es cierto que hubo dos Bush Republicanos (George I y George W. II), los Clinton les han dado la réplica en el Partido Demócrata: ¡establishment; en otras palabras, presidenciables insertos e introducidos con incomparable experiencia en los laberintos de Washington (Capitolio, Pentágono, CIA/FBI...)!
Por otro lado, Donald Trump ha encarnado como nunca -y todavía más en el futuro- el amenazador zarpazo del populismo reaccionario, que mezcla en un cóctel explosivo la manipulación deliberada del resentimiento acendrado por quienes se sienten perdedores en la redefinición del paisaje americano en la globalización (hombres blancos, enfadados con la pujante demografía de latinos, afroamericanos e inmigrantes). Y lo explota, sin complejos, sobre la tabla de surf de un lenguaje repulsivamente abrupto y agresivo, cuyo diseño y ejecución apunta conscientemente a degradar la política para disuadir de las urnas a quienes se sientan nauseados por el fango de la confrontación soez a la que inexorablemente conduce la política del odio ("Hillary to Prison!").
Una vez más, confirmando, en su peor versión, todas las leyes de Murphy y de la "Navaja de Ockham", lo que parecía improbable en nuestras pesadilla ha acabado confirmándose: ¡Donald Trump lo ha conseguido... su retórica de odio, despectiva con las formas, refocilada brutalmente no ya en el desafío a lo politically correct sino en la antipolítica, ha alcanzado su objetivo: desmovilizar minorías y motivar al límite a los estadounidenses blancos más resentidos contra el desdibujamiento del Gran sueño americano en la globalización!
Tras las elecciones de este 8 de noviembre, el peligro de la degradación de la política no sólo se ha extinguido sino que se ha relanzado hasta extremos aterradores. No nos bastará echar de menos la elocuencia y elegancia con que la pareja Obama ha marcado con su impronta su paso por la Casa Blanca, a riesgo de perdonar los incumplimientos sensibles de las hipnóticas promesas y expectativas con que llegaron a la cumbre hace ahora ocho años ("¡Cerrar Guantánamo!", "¡Reunir a toda América dentro de una sola América!"... ¿Lo recordamos?).
Pero también por eso urge reflexionar si esta abrupta vuelta de tuerca en la berlusconización de la competición política impuesta por el impactante apoyo concitado por un tipo como Trump -que incluye a la Asociación Nacional del Rifle y al Kukuxklán, pero también la de muchos millones de estadounidenses airados y con la escopeta cargada, incluso contra las élites de su propia formación- es síntoma de algo más profundo, un síndrome de transformación de la política democrática que la hará muy pronto irrespirable para quien no cuente, como han contado los Clinton, con recursos ilimitados para blindarse y librar sus batallas estelares sin despeinarse en el empeño.
El resultado de las elecciones en EEUU ha potenciado más que nunca la enorme preocupación con la que vemos pasar -y está pasando muy cerca- el espectro inquietante de la fascistización de buena parte del lenguaje y modo de actuar de un arquetipo de antihéroe que -dispongámonos a defender con uñas y dientes cada palmo de democracia conquistado- ha consumado con éxito su determinación de sentarse sobre el botón del maletín nuclear en el despacho oval.