Curso urgente de política para gente decente
La gente decente, la que no quiere librarse de ser víctima convirtiéndose en verdugo, no sabe qué batalla ha perdido. Ha hecho todo lo que le decía el ejército vencedor. Se ha humillado, traicionado a sí mismo y a los suyos, autoexplotado, para, al final, ser ejecutados.
¿Nos hace falta un curso urgente de política? Si sirvieran los libros de autoayuda, hace tiempo que no tendríamos problemas. Pero la única autoayuda que sirve es la colectiva. Y esa se llama política. ¿Aburrida? Eso dicen también de la música clásica. Es curioso que lo que apasiona a los ricos a los pobres les parece aburrido. ¿Alguien se habrá encargado de que las cosas sean así? La chusma que vea Gandía Shore. Y que cada vez sea más chusma. Algunos no pensamos así.
La Patronal española plantea llevar la jubilación hasta los 70 años al tiempo que pide más dinero para beneficios en las autopistas de peaje. Un anuncio en Infojobs busca licenciado en administración de empresas para repartir bollería de madrugada por bares de Murcia. Otro ofrece 400 euros brutos a una persona que atienda ininterrumpidamente dos líneas de teléfono que deberá tener en su casa. Por supuesto, también tiene que darse de alta como autónomo, aunque eso se coma el sueldo. La última vez que en Europa se lograron derechos fue en el mayo del 68. Las luchas de ayer son los derechos de hoy. La falta de lucha es también responsable de la falta de derechos. Derrotada la ciudadanía, los vencedores anuncian sus edictos de vencedor. Ningún verdugo ha entregado nunca la soga si no se la han arrancado de las manos las futuras víctimas. Tenemos seguridad social y pensiones y educación pública y sanidad pública solo cuando el miedo cambia de bando.
La gente decente, la que no quiere librarse de ser víctima convirtiéndose en verdugo, no sabe qué batalla ha perdido. Ha hecho todo lo que le decía el ejército vencedor. Se ha humillado, traicionado a sí mismo y a los suyos, autoexplotado, para, al final, ser ejecutados. ¿Y si lo que nos pasa, otra vez, es que no sabemos qué nos pasa? El neoliberalismo, esa manera de entender el mundo basada en el individualismo y la competitividad, se ha convertido en un nuevo sentido común. La derecha es neoliberal, lo sabe y lo celebra. Pero la izquierda también es neoliberal y, además, no lo sabe. En la Alemania nazi, muchos judíos decidieron colaborar con los nazis en la organización de los campos de concentración (una palabra que era un eufemismo). Otros se levantaron en el gueto de Varsovia. Si la proporción hubiera sido la inversa no se habría ensombrecido la humanidad con la barbarie del Holocausto. ¿No aprendemos?
En este tiempo en el que los canallas andan envalentonados y la gente decente perpleja, cualquier perspectiva de cambio pasa por entender que nuestra manera de pensar no la hemos decidido nosotros. Hace cuarenta años, la ciencia social diagnosticó la imposibilidad de universalizar la democracia social y el sistema capitalista. Eran tiempos donde se hablaba de la crisis de legitimidad de la democracia occidental. El conservadurismo contraatacó y dijo que el problema era de gobernabilidad. No se trataba de que los políticos carecieran de legitimidad, sino que el problema estaba en las excesivas exigencias populares. Una multitud que había tenido acceso a la educación y estaba mejor preparada sobrecargaba al Estado con sus demandas.
La derecha, junto al diagnóstico del fin del paradigma keynesiano, propuso una terapia: reducir el Estado social, privatizar el sector público, ampliar el mercado abriendo las fronteras, desregular la economía, entregar a órganos supranacionales las tareas de implantación del modelo, rebajar las expectativas de los estudiantes, controlar los medios de comunicación, rebajar las ideologías de los partidos, convertir los parlamentos y cualquier ámbito político en un asunto técnico. Transformar cualquier conflicto político en un asunto técnico a resolver resuelto por los expertos y no por los pueblos. Despolitizar y entregarle la gestión de los asuntos colectivos a minorías pertenecientes a los grupos de poder. La izquierda se limitó a decir que quería regresar al pasado. Si no hubieran tirado a los clásicos del pensamiento político por la borda, habrían sabido que los que quieren volver hacia atrás se convierten en estatuas de sal.
Esta estrategia se ha acelerado en España. La reforma del artículo 135 de la Constitución dio prioridad al pago de la deuda por delante del gasto social que marca el artículo 1 del texto constitucional (España como Estado social y democrático de derecho). Añadamos un presidente que se presenta con un programa electoral al que reconoce desconocer "porque lo mandan los mercados" (¿Quién ha votado a los mercados?). Una red de corrupción del partido del Gobierno se esconde entre los vericuetos de una justicia con dos varas de medir. Unas instituciones -monarquía, jueces, cajas de ahorro- bajo sospecha ciudadana, dejan de construir orden social y son factores de desorden. La oposición, mientras tanto, sigue empeñada en parecerse demasiado al pasado y cierra las puertas a nuevas caras, nuevas maneras y nuevos objetivos. ¿Cuándo mereció la ciudadanía española este maltrato de su clase política? El 15-M lanzó las preguntas correctas. ¿Qué hay que hacer para ofrecer las respuestas? Ese es el corazón de este Curso urgente de política para gente decente.
En tanto en cuanto no veamos estas realidades que nos encarcelan con sus barrotes de pensamiento no podremos cambiarlas. Demasiada gente empeñada en cegar cualquier análisis alternativo. El individualismo y la competitividad se han convertido en nuestra manera de estar en el mundo. Individuos que pensamos solamente en nosotros mismos, en nuestros intereses particulares, y mostramos profundas dificultades para encontrar las razones de la vida colectiva. Como dice Jameson: "Es más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo". Un individualismo que privatiza lo público y termina por privatizarnos a nosotros mismos. Una competitividad que nos pone en lucha a todos contra todos. Y como alimento para estos dos monstruos, tres grandes instrumentos que nos terminan de robar la libertad: una mercantilización de la vida, donde prácticamente es imposible encontrar un espacio que no se haya convertido en una mercancía, sea la educación, la salud, el ocio, el afecto, incluso el sexo y la amistad; una precarización laboral que nos lleva a sacrificar nuestra humanidad para lograr un empleo (gente que estudia y estudia y estudia sólo para encontrar un empleo, no para crecer personalmente, personas que pasan por un quirófano para estar más bellas con el fin de ser más empleables, seres humanos convertidos en empresas de sí mismos que orientan su vida como si fueran una tienda en un día de mercado); y una desconexión de la realidad producida por vivir en ciudades, por el desarrollo tecnológico y por los intercambios basados en dinero. ¿Saben las gentes que viven en las grandes ciudades que la energía que consumen, los alimentos que comen, el agua que beben y los desechos que producen tienen su origen y destino fuera de la propia ciudad? Desconectados en la era de la información. Y encima, sin enterarnos.
Si se quiere salir de la trampa neoliberal, hay que dar por acabado el tiempo de la confusión y de la resignación. Ya sabemos qué nos pasa. Vamos a convertirlo en un nuevo sentido común. Y construir de una vez una democracia que merezca ese nombre. El tiempo de las sonrisas y la contemplación se lo han llevado los que dicen que hay que alargar la jubilación hasta los 70 años, los concejales que afirman que se tiene que terminar "eso de hacer deporte gratis", los ministros arrogantes que entienden que la universidad sólo es para los que vengan estudiados de familia, los que gritan que hemos vivido por encima de nuestras posibilidades o los que salen de los juzgados sonriendo mientras declaran que hicieron todo de manera estupenda aunque hayan vaciado las cajas de ahorro.
Vamos a atrevernos a asumir que somos hijos maltratados, esposas maltratadas, padres maltratados. Y a entender que los que nos maltratan lo hacen solamente porque no hemos entendido que debemos y podemos pararles los pies.