El 'caranchoa' que llevamos dentro
La bofetada del repartidor del vídeo del 'caranchoa' es la que muchos llevan esperando propinar para desahogarse de las ofensas o humillaciones sufridas. No obstante, el que haya hechos explicativos de la reacción, no la justifica, por desproporcionada y por eludir la vía racional de solución del agravio en favor de la violenta.
Lo primero que te sorprende tras ver el vídeo es qué se le pasó la por cabeza a la persona que te lo envió. ¿Dónde está la gracia? ¿O es que quizá pretendía que me concienciara de las duras condiciones laborales de los "repartidores"? ¿O había subyacente una enseñanza moral de cómo responder ante el agravio gratuito de un tercero? Me costó entender el neologismo cuando lo vi en los medios de comunicación, y mucho más me dejó atónito el eco social, pues se había convertido en el tema del día. Después de la que le propinó Glenn Ford a Rita Hayworth, no recordaba una bofetada que hubiera tenido tanta repercusión.
Pero una vez superadas esas impresiones, el episodio da de sí para entender, o quizá solo vislumbrar, una fragmento de la realidad social que a veces pasa desapercibida. Para quien, como yo, ya tiene una cierta edad, es difícil percartarse -todavía más, comprender- que haya individuos que puedan ganarse la vida grabando vídeos basados en bromas, muchas de ellas pesadas, a ciudadanos inocentes. De acuerdo, aceptémoslo: hay gente pa tó. Siempre ha existido el graciosillo que no percibe la sutil diferencia que cumplen las preposiciones en una lengua: no es lo mismo "reírse de" que "reírse con". Pero que esas ganancias provengan, directa o indirectamente, de las numerosísimas visitas y visualizaciones de dichas películas en los distintos portales de internet produce todavía más perplejidad, al poner de manifiesto cuán extendida está la necesidad de reírse de los demás como escapatoria de una realidad probablemente nada divertida. Quizá, en el fondo, uno de los efectos positivos de la difusión del vídeo sea que algunos adolescentes que quisieran adoptar como modelo a seguir al productor del vídeo cejen en ese empeño de convertirse en efímeros directores de parodias carentes de gracia a costa de humillar a ciudadanos desprevenidos. Habrían aprendido preventivamente en mejilla ajena.
Pero, por otro lado, hay un riesgo que surge de cómo otros han entendido el vídeo. Para ellos, sí hay encerrado en él una enseñanza: la bofetada estaba justificada. En el repartidor, muchos han visto reflejada la actitud deseada ante las agresiones gratuitas o injustas de la realidad. ¿Por qué agachar la cabeza o darse la vuelta resignadamente ante la afrenta del imbécil de turno? Ese imbécil puede ser el jefe arbitrario que además te tiene manía, el colega prepotente de la oficina, el conductor que te grita desde su coche en el semáforo o el pasajero maleducado que se sienta a tu lado en el avión. La bofetada del repartidor es la que muchos llevan esperando propinar para desahogarse de las ofensas o humillaciones sufridas. No obstante, el que haya hechos explicativos de la reacción, no la justifica por desproporcionada y por eludir la vía racional de solución del agravio en favor de la violenta. De ahí, la repulsa a esa reacción desde un punto de vista racional.
Sin embargo, ¿y si no son ellos sino nosotros los que también llevamos dentro un pequeño y reprimido caranchoa? ¿Quién no ha sentido cómo desde el estómago le sube la reacción visceral, irreprimible, instintiva, salvaje de rebelarse -aunque solo sea una vez- ante la imbecilidad que a veces nos rodea? Afortunadamente, antes de llegar a las extremidades superiores, ese impulso es mitigado por los resortes morales (¿o simple cobardía?) que nos llevan a pensar que los conflictos deben solucionarse por otras vías más civilizadas en aras de la paz social. Que esa violencia subyacente se diluya en unas (indecentes) risas es, simplemente, un mal menor.