Capítulo XXXV: El sicario
En cuanto su jefe pronunció la orden, el más grande de los sicarios que acompañaban al Celta, dando un par de zancadas, se acercó al lagarto. Pero fue inútil.
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Mister Proper regresa a la casa del cocodrilo de Lacoste y se encuentra con un espectáculo dantesco: el novio del lagarto, el polista de Ralph Lauren, yace muerto, empalado con su propio palo de polo. Tendido junto a él, el reptil llora amargamente. Poco después, aparecen unos sicarios y acusan a Lacoste de ser él realmente el que había pagado la droga con billetes falsos. Éste dice que todo ha sido una invención de Conguito, su criado, y les cuenta una historia sobre sus antepasados para demostrárselo.
- Lacoste, macho, has batido un récord. La que acabas de contarnos es la gilipollez más grande que he oído en mucho tiempo -dijo finalmente el Celta al tiempo que expulsaba una generosa ración de humo a través de su nariz.
- ¿Qué?... ¡No!... te lo juro, o sea, tienes que creerme, Celta...
- ¿Pero a quién coño crees que estás tratando de engañar, lagartija estúpida? En el fondo soy un tío benevolente y por eso he decidido darte media hora mas de vida. Pero tu sentencia de muerte ya estaba firmada desde el momento en el que encontramos las planchas para fabricar billetes falsos escondidos en el cobertizo de tu jardín.
El cocodrilo abrió mucho los ojos y empezó a balbucear excusas inconexas mientras correteaba por el salón preso de la histeria.
- No... no... lo puedo explicar, yo... yo no tenía ni idea... -de pronto, al lagarto se le ocurrió una última idea desesperada y empezó a gritar mientras señalaba a su ex, que seguía tendido en el suelo con aquel palo sobresaliendo por su trasero- ¡Fue él! Sí, él me obligó a hacerlo. Y yo, claro, no quise delatarle. ¡Os lo juro!
- ¿Estáis oyendo a este tío? -se carcajeó el Celta- ¡Ahora trata de acusar al imbécil de su novio! Colega, no tienes remedio... En fin, ya hemos perdido bastante tiempo. Michelín, encárgate de él.
En cuanto su jefe pronunció la orden, el más grande de los sicarios que acompañaban al Celta, dando un par de zancadas, se acercó al lagarto. Era un tipo enorme, completamente blanco, con unas lorzas que habrían sido la envidia de un campeón de sumo. El reptil tensó cuanto pudo sus músculos y se puso en posición de ataque, abriendo mucho su boca y enseñando dos larguísimas hileras de dientes. Pero fue inútil. Con una agilidad sorprendente, teniendo en cuenta su tamaño, Michelín le atizó un tremendo puñetazo en el hocico. Luego, le agarró con fuerza, hizo una incisión en su piel con las uñas y empezó a despellejarle vivo allí mismo. Aquello debía doler de lo lindo, porque al cocodrilo se le pasó de inmediato el mareo del golpe y empezó a gritar como un condenado.
- ¡Aaaarrrrrgggggg!, ¡o seaaaaaaaaaaa!
Desde el sofá, el Celta iba cogiendo las tiras de piel que su sicario arrojaba al suelo y hacía comentarios jocosos.
- Oye, ¿creéis que podría hacerme un maletín con esto? Hmmmm, No sé, me temo que no sería de mucha utilidad. Este tipo se ha metido tanta destellina en su vida, que cada vez que lo llevara al aeropuerto, los perros antidroga se me echarían encima.
Cuando la operación de desuello llegó a la parte de la cabeza, los aullidos de Lacoste se hicieron insoportables. Entonces, el Celta, se levantó parsimoniosamente del tresillo y arrojó sobre la alfombra los restos de su enésimo pitillo.
- Joder, esto es una tortura, tío, ¿no puedes quejarte un poco más bajo? -le reprochó.
Después, sin pensárselo, desenvainó su espada y con un certero tajo, cortó al lagarto en dos mitades. Durante unos segundos, la cabeza y la cola del caimán se convirtieron en dos surtidores de sangre andantes, hasta que finalmente dejaron de moverse y exhalaron su último suspiro por separado.
Mister Proper nunca había sido demasiado fan del gore y aquel fin de fiesta tarantinesco fue demasiado para su delicado organismo. Los ojos se le nublaron, le flaquearon las piernas y vomitó sobre las escaleras. El ruido llamó la atención del segundo sicario, que de inmediato, se plantó en el lugar del que procedía el sonido y le descubrió. Le sacó a rastras de su escondite y le llevó ante el Celta.
- ¿Y tu de dónde coño sales? -preguntó entre asombrado y divertido- no recuerdo haber repartido entradas para este espectáculo.
- Vine a matar a ese cabrón de cocodrilo. Pero os adelantasteis -contestó Mister Proper mientras se limpiaba la boca en la que aún le quedaba algún resto de vómito.
- Vaya con nuestro amigo el reptil, parece que tenía un club de fans mayor que el de Robert Pattinson -contestó el guerrero.
- Dime, ¿le hicistéis esto mismo a Mimosín? -inquirió Mister Proper.
- ¿Qué?... ¿a qué coño viene eso? Ah, claro, yo te conozco, tú eres el novio del osito maricón, ¿no? Ya decía yo que me sonaba tu calva. Mister Proper, ¿no?
- Don Limpio, si no te importa...
- ¿Don qué?
En ese preciso instante, un politono de la Cabalgata de las Valkirias empezó a sonar tras la coraza del Celta. Este sacó su móvil y contestó.
- ¿Jefe?... Sí, acabamos de hacerlo... Sí, ya nos íbamos, pero ha surgido un contratiempo de última hora. Adivine quién estaba espiándonos mientras le dábamos su merecido a la lagartija... el calvo... el novio del peluche... sí, ese... pero no se preocupe, nos ocuparemos también de él... ¿Cómo?... ¿Seguro?... De acuerdo, como usted diga.
El bárbaro colgó el teléfono, volvió a acercarse a Mister Proper y sacó de nuevo su espada.
- Adelante, hazlo -dijo Mister Proper con una entereza que ni él mismo pensó que fuera capaz de tener.
El Celta levantó su tizona y con un rápido movimiento golpeó la cabeza de Mister Proper con la empuñadura, noqueándole en el acto.
- No sé por qué, pero el jefe le quiere vivo. Metedle en el maletero y esperadme en el coche -ordenó a Michelín, que cargó a Mister Proper sobre sus hombros y salió a la calle- los demás, ya sabéis lo que tenéis que hacer.
Los otros matones sacaron dos bidones de gasolina. Vaciaron uno de ellos sobre los cadáveres. Con el segundo rociaron el salón. Cuando terminaron, el Celta extrajo un último cigarro de la cajetilla, lo encendió con una cerilla y antes de que se apagara, la dejó caer al suelo. En tan solo unos segundos, las llamas lamían el techo.
- Vamos, no aguanto el olor a sabandija quemada -dijo el guerrero. Y abandonaron a toda prisa la casa.
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