Capítulo XXX: La bella
Sentado en aquel elegante sofá, con su vaso de whisky en la mano, el capitán Pescanova no acababa de encontrarse cómodo. No era, ni mucho menos, su primera vez en un burdel. Sin embargo, en aquella enorme mansión, con sus jarrones chinos y sus alfombras persas, se sentía fuera de sitio.
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El Capitán Pescanova sigue tras la que es su pista más sólida hasta el momento para tratar de esclarecer la muerte de Mimosín: en su cadáver se encontraron restos de leche condensada. Tras visitar a la abuela de la fabada, que en el pasado se había dedicado al proxenetismo, para preguntarla por cierta chica relacionada con aquello, ésta le aconseja que para encontrarla vigile al Vaquero. Ahora, éste le ha conducido hasta una lujosa mansión. Pescanova entra y le toman por un cliente de la casa.
Sentado en aquel elegante sofá, con su vaso de whisky en la mano, el capitán Pescanova no acababa de encontrarse cómodo. No era, ni mucho menos, su primera vez en un burdel. En su época de marino y contrabandista, había frecuentado con asiduidad las casas de alterne, pero se trataba de tugurios sin pretensiones, exiguos locales en los bajos de los edificios de las zonas portuarias, en los que el protocolo brillaba por su ausencia y un hombre podía dar rienda suelta a sus instintos masculinos sin llamar demasiado la atención. Sin embargo, en aquella enorme mansión, con sus jarrones chinos y sus alfombras persas, se sentía totalmente fuera de sitio.
De pronto, las puertas del salón se abrieron. Un penetrante aroma a bollería industrial recién salida del horno inundó la estancia.
- Hola, marinero -saludó con voz insinuante la portadora de aquel embriagador perfume. Era una jovencita rubia con el cabello peinado en dos larguísimas trenzas rematadas con lazos. De cintura para arriba iba ataviada al modo de las campesinas Amish, con cofia y blusa blanca, aunque esta última, considerablemente más escotada de lo que los pastores anabaptistas juzgarían decente. Claro que éstos tampoco habrían aprobado bajo ningún concepto lo que la doncella vestía de cintura para abajo: medias de rejilla sujetas con liguero y unos altísimos zapatos de tacón de aguja. En las manos llevaba unas espigas con las que azotaba el aire mientras caminaba.
Cuando llegó hasta Pescanova, se arrodilló a sus pies. Él trató de detenerla, pero ella le hizo callar dándole un espigazo en la boca. Luego, a una velocidad fuera de lo común, abrió la cremallera de su pantalón y dejó su miembro al descubierto.
-Bueno, bueno -susurró mientras enrollaba la verga del exmarino entre sus trenzas- me parece a mí que este pequeñín va a necesitar algo más que magdalenas para crecer como es debido... No te preocupes, chiquitín, la Bella Easo sabe exactamente lo que necesitas.
El Capitán, sonrojado hasta las orejas, se puso de pie con brusquedad.
- Verá señorita, yo...
- ¿Pero qué ocurre, mi capitán? - preguntó en tono mimoso- ¿Acaso he infringido alguna norma del reglamento de la marinería? En tal caso, debería atarme al palo mayor y darme mi merecido. Claro, que eso es precisamente lo que estaba haciendo yo misma: amarrarme a su mástil...
- No, mira, no... la cosa es que yo había venido buscando a una chica en especial... -contestó el Capitán mientras volvía a meter su órgano viril bajo los calzoncillos.
La sonrisa desapareció por completo de la cara de la Bella Easo.
- Ah, ya veo... -dijo muy seca- Muy bien, ¿y quién si puede saberse es la afortunada?
- La lechera.
- ¿Esa? Por lo que veo le gustan maduritas... En fin, está visto que hoy todos los hombres vienen a verla a ella... Sígame, le acompañaré hasta su habitación.
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