Capítulo XVII: El mono
La enfermera condujo a Mister Proper hasta una sala con paredes de color verde hospital, que tenía como único mobiliario unas cuantas sillas, alguna mesa cuadrada y una televisión minúscula colgada de la pared. El Mono estaba sentado solo en una esquina, fumando sin parar y bebiendo.
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Nos encontramos en Marketinia, una ciudad habitada exclusivamente por logotipos publicitarios y personajes de los anuncios. Nuestra historia comienza el día en que la policía encuentra el cadáver de Mimosín, el osito del suavizante. Parece haber sido asesinado. Y de forma no demasiado suave. Curioseando entre sus recuerdos, su desconsolado novio, Mister Proper, descubre una extraña conexión entre el peluche y el Cocodrilo de Lacoste. Mister Proper se presenta en casa del cocodrilo, pero éste le responde con evasivas y acaba echándole de su lujoso chalet. Sin embargo, al salir, Conguito, el criado de Lacoste, le cuenta que días atrás, Lacoste había recibido la visita de alguien con quien había discutido sobre Mimosín: el Mono, un adicto a la droga de moda en Marketinia: la marketinina, unos polvos esnifables llamados también destellina, porque bajo su efecto ves la vida con los mismos destellos que con que se ven los productos en los anuncios.
Las clínicas de desintoxicación eran sitios deprimentes. Mimosín siempre solía decir que en lugar de gastar tanto dinero en campañas antidroga, lo que debían hacer las autoridades era organizar excursiones de colegios para visitarlas. Y tenía toda la razón, eso sí que tendría un efecto disuasorio.
La enfermera condujo a Mister Proper hasta una sala con paredes de color verde hospital, que tenía como único mobiliario unas cuantas sillas, alguna mesa cuadrada y una televisión minúscula colgada de la pared.
El Mono estaba sentado solo en una esquina, fumando sin parar y bebiendo una lata de Cocacola. Bueno, de Pepsi. En sitios como aquel siempre había Pepsi. Mister Proper cogió una silla y se sentó a su lado.
- ¿Cómo estás, Mono?
- ¡Mister Proper! Vaya, ésta sí es una sorpresa-, replicó el doble simiesco de Rubalcaba con ojos adormilados.
- Don Limpio...
- Ah, sí, bueno, dime, ¿cómo está Mimosín?
- ¿Es que no lo sabes? -inquirió Mister Proper, sinceramente sorprendido de que todavía quedara alguien que no se hubiera enterado.
- ¿Saber? ¿Qué?
- Mimosín murió hace dos días. Asesinado.
- ¿Qué? ¡No, es imposible! Estuve con él el sába... -de repente, el Mono se quedó callado. Miró ansiosamente a los lados, como si temiera que alguien le estuviera espiando. Luego desvió la mirada. Parecía agobiado.
- ¿Estuviste con él? ¿Dónde?
- No sé... no, no, perdona, creo que me he equivocado... -una gota de sudor empezó a resbalar por su peluda frente.
Mister Proper acercó su silla a la del primate.
- Yo no creo que te hayas equivocado, mono, vamos, dime, ¿dónde estuviste con Mimosín?
- No me hagas esto, por favor. Me estoy intentando desenganchar. De verdad, no quiero líos.
Mister Proper se quedó callado. Luego, como si tal cosa, sacó la papelina que le había dado Conguito, volcó una pizca de su contenido en la mesa y empezó a dar forma a una enorme raya.
- Así que lo has dejado... -dijo mientras extraía un billete y lo enrollaba-. Pues es una pena porque pensaba invitarte -y sin más, esnifó la línea amarilla con entusiasmo.
- ¡Espera! -el Mono empezó a morderse las uñas sin separar los ojos de la papela- ¡Te lo contaré! Sí, te lo diré, dame lo que te queda y te lo contaré.
- Muy bien, soy todo oídos.
Mister Proper notó inmediatamente el subidón. Aquella destellina parecía bastante pura, claro que él no era precisamente un experto. De hecho, la había consumido apenas un par de veces en su vida. Mimosín, por el contrario, la tomaba constantemente. Y no soportaba que le reprendieran sobre ello. Con el tiempo, aquel tema se había convertido en tabú, y Mister Proper nunca lo mencionaba. Pero jamás acabó de aceptar que su novio fuera un adicto. Y odiaba esa mirada de ansiedad que se le ponía cuando llevaba más de dos días sin meterse. Exactamente la misma mirada que tenía en estos momentos el Mono.
- Vale... Nos conocimos en la facultad -comenzó a relatar el primate sin separar los ojos del codiciado papelito-, éramos un trío inseparable: Mimosín, el Cocodrilo de Lacoste y yo. El cocodrilo no tenía mucho que ver con nosotros dos, tan pijo y todo eso, pero nos unía la misma afición. Ya sabes, empolvarnos la nariz. Nos metíamos todo lo que encontrábamos. Lacoste era, con diferencia, el que más pasta tenía de los tres, y además no quería mancharse las manos, así que nos invitaba, a cambio de que fuéramos nosotros quienes nos ocupáramos de comprar el material. Pero el muy hijo de puta nos la jugó. Nos empezó a dar billetes falsos. Nosotros no nos dimos cuenta, pero lo peor de todo es que nuestro dealer, tampoco. Eran unas falsificaciones cojonudas. Así que le estuvimos colando aquel dinero del Monopoly durante una buena temporada. Hasta que finalmente alguien lo descubrió. Y no fue uno de los de abajo, sino que la cosa debió llegar a oídos del Gran Capo de la droga en persona. Con esa gente no se puede jugar. Es algo que todos deberíamos saber. Pero el cocodrilo es un cabrón demasiado avaricioso. E insensato. Y además, tu novio y yo éramos su cobertura. No tenía porque preocuparse. Nosotros, en cambio, sí debimos habernos preocupado, pero, claro, no teníamos ni puta idea de que estábamos pagando con Mortadelos, de modo que cada vez que nos metíamos una loncha, nos íbamos metiendo al mismo tiempo en la boca del lobo. Hasta que uno de los días que fuimos a pillar, nos encontramos al camello esperándonos en un coche. Nos dijo que no le había dado tiempo a traer la mercancía y que le acompañáramos a su casa a buscarla. A nosotros aquello nos pareció lo más normal. En aquella época nadie tenía móvil y no nos habría podido avisar antes, así que entramos en el vehículo. Durante el camino el tipo compartió con nosotros un canuto de algo que debía ser fortísimo, porque perdimos totalmente la noción del tiempo y ni nos dimos cuenta de adónde nos llevaba. Cuando por fin paró el coche y salimos, vimos que estábamos debajo de un puente, en una autopista a medio construir a las afueras de la ciudad. Había cuatro tíos enormes con caretas de payaso en la cara y palos de golf en las manos. Nada más bajarnos, empezaron a caernos hostias. Fue la paliza del siglo.
A pesar del colocón, Mister Proper no pudo evitar que se le encogiese el corazón imaginando aquel momento. Sonaba tan parecido a lo que suponía que podía haberle pasado a su osito hacía tan sólo tres días...
- Creí que nunca iban a dejar de pegarnos, pero de pronto, alguien dio una orden y pararon. Estábamos casi sin conocimiento, pero aun así nos dimos cuenta de que allí, bajo la estructura de hormigón, alguien estaba dirigiendo toda aquella operación de escarmiento. No pudimos verle la cara. Se había situado de forma que las sombras del puente le ocultaban por completo. Lo único que estaba a la vista eran sus pies, que llevaba enfundados en una especie de mocasines indios. Jamás olvidaré esos mocasines.
- ¡Mocasines indios! -exclamó Mister Proper- ¡claro, por eso, Mimosín tenía fobia a las películas del Oeste!
- Me lo vas a decir a mí -replicó el Mono-, cada vez que llega el verano y ponen un ciclo de John Wayne en algún canal autonómico, se me abren las carnes. En fin, el caso es que de repente, aquel tipo de los zapatos con flecos, habló. Y nos dijo que esto era lo que les pasaba a aquellos que intentaban engañarle, que por esta vez nos iba a dejar vivir, pero que no habría una próxima ocasión. Intentamos explicarle que no teníamos ni idea de qué nos estaba hablando pero lo único que salió por nuestras bocas fue sangre y dientes rotos. Y de todos modos, ni él ni sus sicarios se quedaron a escuchar nuestros balbuceos. Tendidos en el suelo, pudimos oír cómo volvían a los coches y se alejaban a toda velocidad. No recuerdo cuánto tiempo estuvimos allí. Sólo sé que en algún momento conseguimos reunir las fuerzas suficientes para levantarnos y llegar hasta un hospital. Estuvimos tres meses ingresados. La policía nos hizo unas cuantas preguntas, pero en cuanto mencionamos lo de los mocasines, todos parecieron perder el interés por nuestra historia y se despidieron con un escueto "ya les llamaremos". Desde luego, aquel tío debía ser un pez gordo.
- ¿Y cuándo os enterasteis de lo de los billetes falsos? -inquirió Mister Proper.
- Fue dos meses después de la paliza. Un día, nuestro dealer se presentó en el sanatorio. Debía sentirse culpable, aunque al mismo tiempo estaba realmente cabreado con nosotros. Nos dijo que le habíamos metido en un lío y que cómo se nos había ocurrido pagarle con aquellos billetes de mentira. Al principio creyó que nuestro estupor era fingido, pero al final acabó por darse cuenta de que a nosotros también nos la habían jugado. Un mes más tarde, cuando nos dieron el alta, fuimos directamente a ver al cocodrilo. Pero aquel desgraciado nos amenazó con contarle a todo el mundo que éramos unos marketinómanos. Nos dijo que siempre le creerían antes a él, que era de buena familia, que a nosotros, que éramos unos putos pringaos. Así que no hicimos nada. Fue bastante triste. Al salir de allí, Mimosín y yo nos dijimos adiós. Y ya no volvimos a vernos... Hasta el sábado pasado.
Al escuchar esto último, Mister Proper se puso tenso. El corazón empezó a latirle con fuerza.
- Le llamé yo, hace cosa de una semana. Me había enterado de algo y pensé que debíamos hacer una visita a Lacoste.
- ¡Recuerdo esa llamada! -replicó Mister Proper-. Estábamos sentados viendo la tele y sonó el móvil de Mimosín. Vi que se ponía muy serio y se fue a hablar a otra habitación. Cuando colgó, le pregunté qué pasaba, pero no quiso contármelo. Le quitó importancia al asunto. Dijo que era algo del curro.
- Te mintió -respondió el Mono-, el asunto tenía importancia. Vaya que si la tenía. Le llamé porque me había enterado de que Lacoste lo había vuelto a hacer.
- ¿A hacer qué?
- A colocar los mismos billetes falsos a su dealer. Y a decir por ahí que se los habían pasado un osito de peluche y un mono.
- ¡Qué hijo de puta!... -A Mister Proper le dieron ganas de volver a la mansión del cocodrilo y hacerse unos zapatos con su piel.
- Por eso llamé a tu novio. Teníamos que hacer algo. Quedamos en vernos el sábado a las 2 de la mañana en el local favorito de Lacoste.
- ¡Claro, allí es donde fue cuando consiguió desembarazarse de mí! -exclamó Mister Proper.
- ¿Cómo dices?
- Eh, no, nada, cosas mías, sigue, sigue, por favor.
- De acuerdo. Encontramos al cocodrilo en un reservado, rodeado de tías con mechas y tíos con zapatos náuticos. Nada más verle, Mimosín se abalanzó sobre él. Quería matarle. Pero el lagarto consiguió pararle los pies. "Vamos, vamos, comportémonos como personas mayores, hablemos tranquilamente", dijo. No sé cómo lo hizo, pero al cabo de unos minutos, estábamos allí, sentados a su lado. Antes de nada, dejad que os invite a algo, continuó. Sacó una papela y volcó su contenido en la mesa. Aquel polvo tenía un aspecto de primera. Hizo un par de lonchas larguísimas. A mí no necesitó convencerme. Soy débil, ¿sabes? Me gusta demasiado. Tu novio no quería metérsela, pero el cocodrilo se puso pesadísimo y al final accedió. "Vale", le advirtió, "pero en cuanto me meta esto, vas a contarnos si lo que hemos oído es verdad". "Por supuesto", contestó Lacoste. Y la cagamos. No sé qué coño era lo que nos dio, aquella destellina la habían cortado con Xilitol o algo peor. Al principio fue divertido, como ponerse unas gafas de 3D, pero a los cinco minutos la sensación empezó a ser desagradable. Lo último que recuerdo es a Mimosín mirándome con ojos vidriosos y al cocodrilo descojonándose. Nada más. En algún momento debí perder el conocimiento, supongo, y alguien me arrastró al exterior. Desperté muchas horas después, en un solar abandonado, a varias manzanas de allí. Estuve todo el domingo vomitando. Y el lunes, decidí ingresar en esta clínica. Aquí ya me conocen. Llevo toda la vida entrando y saliendo por esa puerta.
- ¿Seguro que no sabes lo que le pasó a Mimosín? -preguntó Mister Proper muy serio.
- No, te lo juro, nos separamos y ya no volví a verle. ¡Te lo he contado todo, por favor, dame esa papela, no puedo esperar más!
- Sólo una cosa. ¿Quién te dio el soplo de que Lacoste había vuelto a las andadas?
Al escuchar esa última pregunta, el simio se puso más nervioso aún. Se levantó y empezó a resoplar.
- ¡Joder, joder, joder, tío, ya te he dicho muchas más cosas de las que debería!, vamos, dámela, me la he ganado. ¡Es mía!
- De acuerdo, de acuerdo, Gollum, toma tu tesoro, pero yo que tu me la llevaría al cuarto de baño. Después de esos gritos que me acabas de dar, tienes a media clínica vigilándote. Y como te pillen...
El primate no se lo pensó dos veces. Cogió la papelina y desapareció por la puerta del salón. En cuanto vio que había salido, Mister Proper echó mano de su teléfono móvil. El mono se lo había dejado sobre la mesa. Accedió al registro de últimas llamadas y encontró lo que buscaba. Allí estaba el número de Mimosín, el miércoles pasado. E inmediatamente antes de esa llamada, otra de un contacto registrado simplemente a nombre de C. Mister Proper apuntó el número, volvió a dejar el teléfono sobre la mesa y abandonó apresuradamente la clínica.
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