Capítulo XL: El conejito
Estaba al fondo, hablando por teléfono, sentado ante una gigantesca mesa de caoba, encima de la cual, había un gran retrato suyo en el que una despampanante rubia, vestida únicamente con unos tacones altísimos y una gorra de policía, le hacía una felación.
En capítulos anteriores...
El Capitán Pescanova por fin ha encontrado a la Lechera, la mujer que puede aclararle lo de los restos de leche condensada en el cadáver de Mimosín. Ésta le cuenta cómo había sido contratada para una especie de bacanal para ricachones en una lujosa mansión y encontró allí al osito, inconsciente, encerrado en la de bodega de la casa. Le había dado leche condensada para intentar reanimarle, pero antes de que hubiera podido comprobar si el remedio funcionaba, había oído ruidos y se había tenido que ir. La mujer dice no saber nada más, aunque finalmente, Pescanova le sonsaca el nombre del organizador de la orgía: el Conejito. Ahora, ha ido a hacer una visita a éste en el impresionante palacio que tiene por madriguera.
Aquel despacho no podía ser de otro que no fuera el conejo. Las paredes estaban forradas de estanterías de madera noble llenas de libros que parecían no haber sido abiertos nunca, y en los escasos huecos que quedaban, había cuadros al óleo con escenas de caza típicamente inglesas en las que las presas que perseguían los cazadores no eran zorros, sino preciosas mujeres que corrían desnudas por el bosque. El Capitán se fijó en una plaquita que había al pie de uno de los lienzos: "La caza de la zorra", decía la inscripción. Todo un alarde de ingenio, si señor, pensó el marino. Un suave carraspeo le advirtió de la presencia del conejo. Estaba al fondo, hablando por teléfono, sentado ante una gigantesca mesa de caoba, encima de la cual, había un gran retrato suyo en el que una despampanante rubia, vestida únicamente con unos tacones altísimos y una gorra de policía, le hacía una felación. Malditos conejos. El Capitán Pescanova no soportaba a aquellos comedores de zanahorias con bigotes. Uno de sus primeros casos, nada más entrar en la policía, fue un atraco a una joyería en el que estaba implicado el Conejo de Duracell. Estuvo a punto de atraparle, pero en el último instante, se dio a la fuga. A partir de ese momento, comenzó la persecución más agotadora de toda su carrera. Aquel tipo era incansable. Fueron más de seis meses de cacería, y para cuando finalmente consiguió capturarle, resultó que la joyería había quebrado y sus dueños estaban desaparecidos, con lo que no se pudieron reunir pruebas suficientes y tuvo que soltarle. Desde ese día, empezó a odiar a aquellos animalillos de orejas puntiagudas. Y mira por donde, el destino le había vuelto a poner delante de uno de ellos.
- ¡Pues sí se marean que lleven biodramina! -de repente, oyó la voz del conejo, que estaba gritando a quien quiera que estuviera al otro lado de la línea. Hasta que reparó en la presencia del Capitán y dio por terminada la conferencia- Bueno, ahora no puedo hablar, ya te llamaré -dijo secamente. Luego colgó y se dirigió al encuentro de Pescanova, haciendo mutar por el camino su cara de cabreo en una encantadora sonrisa. Mientras llegaba hasta donde él estaba, el marino se quedó pensando en el fragmento de conversación que había escuchado. No sabía por qué, pero intuía que aquello de la biodramina podía tener que ver con otra cosa que había oído en las últimas horas. El conejo interrumpió sus cavilaciones.
- Capitán Pescanova, es un honor tenerle aquí, sea usted bienvenido a mi humilde madriguera.
- ¿Humilde? Me parece que usted y yo tenemos conceptos diferentes de la humildad.
- ¿Lo dice por todos estos adornos de aspecto costosísimo? -replicó ufano el conejo- Bah, no se deje engañar, la mayoría son baratijas de imitación... Pero por favor, siéntese y dígame, ¿qué puedo hacer por usted?
- Verá, grumete, estoy investigando un asesinato: el del osito Mimosín, ¿le suena de algo?
Un fugaz gesto de preocupación cruzó por el semblante del conejo. Fue rapidísimo, pero no lo suficiente para evitar que Pescanova lo captara. Superado el desliz, el roedor volvió a ser la imagen pura de la inocencia.
- Ah, sí, Mimosín, que cosa tan espantosa. Lo leí en la prensa. Un suceso terrible...
- ¿Le conocía?
- ¿Al osito? No, la verdad. Me habría gustado, parecía un tipo majo. Pero no, no le conocía.
- Qué raro, porque según tengo entendido, la noche en que le mataron, Mimosín estuvo en una de esas fantásticas fiestas que usted suele organizar.
- ¿Cómo dice? -aquel comentario pareció no hacerle ni pizca de gracia al conejo.
- La misma noche en que le encontraron muerto, usted daba una fiesta. Uno de los asistentes asegura que vio a Mimosín en ella horas antes de que halláramos su cadáver, muy cerca de la mansión en que se celebraba, por cierto.
- Mire Pescanova -el conejo ya no se molestó en disimular su cabreo-, no sé a dónde quiere llegar, pero si cree que puede presentarse en mi casa un domingo, así, sin más, y empezar a acusarme de estar ocultando algo, se equivoca. Me temo que esta charla ha terminado.
- Yo no le he acusado de nada. Me limitaba a pedir su ayuda como ciudadano ejemplar que me consta que es usted.
- Adiós, Capitán -contestó el roedor al tiempo que apretaba el botón de un interfono que había en su mesa-. Si quiere algo más de mí, le aconsejo que telefonee a mi abogado.
- ¿Sí? -La voz de Penélope sonó a través del altavoz.
- Penélope, el Capitán Pescanova se va ya. Haz el favor de acompañarle a la salida -contestó el conejo.
La lugarteniente, ya vestida, reapareció en un tiempo récord. El Capitán se levantó, pero antes de cruzar el umbral, se dio la vuelta y dedicó unas palabras de despedida a su interlocutor.
- No sé a quién estás encubriendo, Conejo, pero te aseguro que lo descubriré.
- ¡Fuera! ¡Sal inmediatamente de mi propiedad! -replicó éste perdiendo del todo los estribos- ¡No sabes con quién estás hablando, imbécil con impermeable! ¡Nadie amenaza al Conejito sin pagar por ello! ¡Te aseguro, poli de tres al cuarto, que esto no quedará así! Tendrás noticias mías.
- Será mejor que salgamos cuanto antes, Capitán -apremió Penélope a Pescanova.
Éste obedeció. Mientras se dirigían hacia la salida, siguió oyendo los gritos histéricos del conejo que le increpaba sin cesar.
- Cómo odio a los conejos - murmuró para sí el Capitán.
Era tan suave se publica por entregas: cada día un capítulo. Puedes consultar los anteriores aquí.