Don Quijote y la locura como dislocación histórica
Lo más valioso del cuestionamiento cervantino no radica en un aparente relativismo radical sino en su valor epistemológico y, sobre todo moral: la desarticulación de las verdades arbitrarias. Es mejor quedarse sin una respuesta contundente que vivir consumiendo una ficción como verdad incuestionable.
Aquí en Estados Unidos, una de las figuras fundadoras, Thomas Jefferson, leyó el Quijote en castellano durante un viaje que realizó en barco a través del Atlántico, y nunca dejó de recomendarlo en su idioma original, el cual consideraba fundamental para el futuro de su incipiente nación. El mismo día que la actual Constitución de Estados Unidos fue aprobada, George Washington se compró la traducción inglesa, y no son pocos los especialistas que consideran esta poco conocida anécdota como reveladora de los intereses del primer presidente.
No menos importante fue este libro en la gran historia latinoamericana. Es una paradoja sólo aparente: Cervantes cambia las armas por las letras al mismo tiempo que su mayor creación, Don Quijote, cambia las letras por las armas. Diferentes admiradores de Cervantes y de Don Quijote, como Roque Dalton o Ernesto Che Guevara recorrerán el mismo camino dialéctico.
En un nivel menos político, Cervantes desarticula todos los entendidos sobre ficción y realidad, y realiza un más que saludable ejercicio de cuestionamiento.
La declarada locura de Don Quijote consiste en una fractura temporal, es decir, en una dislocación diacrónica. La superposición de un paradigma pasado sobre otro paradigma en curso. La diferencia entre el idealismo de Don Quijote y el realismo de Sancho (y de toda la novela) consiste en que el primero es un realismo anacrónico y el segundo un idealismo en curso. El mismo tipo de realismo podemos verlo en El lazarillo de Tormes, pero el idealismo del Quijote es más propio de El Abencerraje. El seco realismo que parece inaugurarse como género en esta novela es la intersección del humanismo y la sociedad religiosa de entonces. El Quijote comparte el nuevo humanismo de su creador y el antiguo idealismo de la caballería. Su mundo está construido a partir de las novelas de caballería, es decir, a partir de lo que llamamos "ficciones" ("irrealidades"), pero ese mundo también es un mundo que reclama la historia con el título de realidad: los caballeros andantes existieron, los códigos de honor del que habla el alucinado Don Quijote existieron, etc. Real, razonable es aquello regido por un código social impuesto por una costumbre -para don Quijote tanto como para los demás-.
La dislocación ocurre cuando uno de los personajes reconoce y sigue códigos de lectura de la realidad que no son compartidos por el resto de la sociedad. Por otra parte, Don Quijote concibe el paradigma involutivo de Hesíodo, mientras su autor profesa la simpatía por un humanismo que, en muchos aspectos, se reveló como evolutivo.
Pero en tiempos del Quijote --y, sobre todo en tiempos de Cervantes-- la realidad y la verdad eran celosamente cuidados en su pureza: no sólo a través del dogma religioso, sino también a través del rechazo a la diversidad racial, cultural y religiosa. Diversidad y conflicto que están expresados en la misma idea de atribuir la versión original del Quijote a un árabe, a un texto prohibido, a una mentalidad diferente, herética. No obstante, el demonio también forma parte de la misma realidad que la divinidad: es su contracara, pero no su dislocación. El autor árabe del Quijote no está loco, sino que comparte el paradigma de la sociedad española. Lo comparte desde la clandestinidad. Don Quijote, en cambio, es parte de la cultura dominante --la cristiana-- pero ha fracturado el locus histórico. La fractura, la disociación, el no-reconocimiento del paradigma en curso es el signo de la locura. Ya no puede ser un personaje demoníaco porque no pertenece a la otra cultura, al demonio, a la contracara de un mismo sistema. Por el contrario, pertenece (o convive) a una sociedad y a una cultura pero no la reconoce, no puede verla. Don Quijote ha dislocado el tiempo histórico. El loco es aquel que se sale de los límites paradigmáticos de su tiempo: el que vive en el pasado o el que vive en el futuro.
Así como don Quijote vive en el pasado, Cervantes vive en el futuro. Su burla, a través de su personaje, es una crítica a la cordura del presente usando una hipérbole del pasado.
Cuando don Quijote confunde los molinos de viento con gigantes y las ventas con castillos, está divorciando la representación con el referente. En esto se basa la afirmación de que Don Quijote Quijote está loco. No obstante, sólo tenemos un texto y no los molinos de viento. La afirmación anterior se debe a que, como lectores, ponemos fe en el narrador o en Sancho Panza. Pero, ¿cómo hubiese sido la historia de Don Quijote narrada en primera persona por él mismo? Ese fue, básicamente, el revolucionario ejercicio de la literatura y el arte del siglo XX: la locura (la realidad) desde el punto de vista ya no relativo sino absoluto del yo.
La segunda distinción es dada en el momento en que Don Quijote y los demás huéspedes de la venta discuten sobre el ser de la "yelmobacía". Diferente al caso de los molinos-gigantes, aquí se elimina el referente y la verdad pasa a sustentarse en el lenguaje mismo (tópico central de la filosofía del siglo XX) y no en el supuesto objeto. Cuando Don Quijote es derrotado por los gigantes, advierte un cambio de apariencias, producto de la magia de Frestón, en molinos.
Desde el inicio, esta disconcordancia se da en los diferentes puntos de vista de don Quijote y Sancho Panza: donde uno veía gigantes, el otro veía molinos de viento. No obstante, en la "yelmobacía" (¿esto es un yelmo o una bacía?), todos ven el mismo objeto o, al menos, la discusión no se centra en la definición incompatible de dos imágenes diferentes. La discusión pasa del objeto al lenguaje y, a través de éste, a la historia pasada del objeto: es (fue) el yelmo de Mambrino o la bacía de un barbero. Si bien, aparentemente, esta última es la opinión más general, todos cambian sus definiciones para hacerla coincidir con la alucinación de don Quijote hasta que la realidad comienza a ponerse entre comillas. Desde entonces, este término ya no podrá sacudirse estas incómodas marquitas que lo cuestionan sin descanso. Lo que para don Quijote es un yelmo, para los otros (y para nosotros) es una bacía, y ninguno está en lo cierto ni en el error.
El mismo autor, Cervantes, hace uso permanente de la inversión como forma de cuestionamiento y, por lo tanto, de fractura. No sólo la parodia es una forma de invertir el sentido o la valoración de las cosas: allí donde dice "blanco" quiere decir "negro", etc. Pero no con el sentido dramático de la interpretación teológica, sino con el humor del absurdo. Esta inversión, esta dislocación del discurso y del mensaje se hace patente, además, ya no sólo en las visiones ambiguas y contradictorias de los dos personajes principales, sino en su misma estrategia de escritura.
En el prólogo, Cervantes declara que "sólo quisiera dártela [la novela] monada y desnuda, sin el ornato de prólogo, ni de la innumerabilidad y catálogo de los acostumbrados sonetos, epigramas y elegios que al principio de los libros suelen ponerse". No obstante, todo esto lo está diciendo en un prólogo que pretende no escribir. Por si fuese poco, seguidamente hace todo lo contrario a lo que declaró pretendía evitar: incluye sonetos, epigramas al principio, como "suelen ponerse". La inversión, la fractura se acentúa con el tono burlesco de cada soneto y de cada epigrama. Y algo semejante hará al final de la primera parte cuando incluya, a modo de los libros de caballería, los epitafios de varios de sus personajes.
Cervantes reniega en su prólogo de las citas "eruditas" (en latín) y, en la misma burla, las cita repetidas veces. Cuando en el prólogo habla con "un amigo", éste le aconseja la "erudición" que, según el pseudolamento del autor, le faltaba. El amigo le aconseja cómo hacerlo, que es una forma de decir cómo lo hacen los otros: "si nombráis algún gigante en vuestro libro, hacedle que sea el gigante Golías, y con sólo esto que os costará casi nada, tenéis una grande anotación..."
Ahora, este desquiciado (o fuera de quicio, de lugar) puede pertenecer a un pasado (don Quijote) o a un futuro (el humanismo) que choca con una estructura social y mental que no los reconoce. El humanismo erasmista de Cervantes fue observado, por primera vez, por Menéndez Pelayo, hace cien años. Desde entonces críticos como Américo Castro han sostenido la misma tesis al tiempo que otros procuraron negarla desde la posición opuesta: desde la perspectiva religiosa. Es el caso más reciente de Salvador Muñoz Iglesias. En Lo religioso en el Quijote, publicado en 1989. Este autor colecciona una gran cantidad de citas del Quijote sobre los Evangelios y las declaraciones del propio don Quijote favoreciendo a la Iglesia Católica como pruebas de la religiosidad de Cervantes.
El mismo Erasmo compartiría, según Antonio Villanova (Erasmo y Cervantes. Barcelona: Editorial Lumen, 1989), las características de don Quijote: "De manera persistente, a todo lo largo de la obra [El elogio de la locura] mantiene Erasmo una actitud ambigua de ironía escéptica y de exaltado idealismo". Y más adelante: "Aun cuando Erasmo señala la doble faz de la locura de los hombres, oscilante en el límite impreciso entre lo sublime y lo ridículo, es lo cierto que cifra en la locura los más altos ideales de la vida humana".
Antonio Vilanova remarca la observación del mismo Erasmo, según el cual aquel que logró escapar de la cueva en el mito de Platón, regresa considerando locos a los que sólo creen en las sombras (apariencias), mientras es considerado por loco por aquellos que lo oyen hablar de las formas (existencias) que vio afuera, más allá. El autor entiende que don Quijote ha invertido el paralelo con la cueva de Platón ya que no sale de ella sino que entra: "En efecto, a diferencia de lo que sucede en la cueva de Platón, donde uno de los que están encerrados dentro de ella consigue salir fuera para ver las cosas como son, Cervantes ha hecho que sea Don Quijote el loco espiritual que desdeña la realidad que lo rodea, quien penetre en el interior de la cueva". Proceso este --el descenso a los infiernos-- que resulta un arquetipo mitológico en una larga colección de narraciones, según Joseph Campbel.
No obstante, Vilanova no se detiene en la significación epistemológica de esta comparación y deriva en observaciones éticas del humanismo del siglo XV y del mismo don Quijote: "La felicidad humana [para Erasmo] no reside en las cosas mismas, sino en la opinión que de ella nos formamos [...] La tesis erasmiana, basada en la postura relativista y escéptica, según la cual la felicidad humana sólo es posible gracias a la ilusión y el engaño que producen en nosotros las falsas apariencias de las cosas".
Pero ¿podemos, los individuos que vemos las sombras, llegar a conocer la verdad? Sin duda, Platón respondería afirmativamente. Si bien es cierto que su maestro, Sócrates, afirmaría su incapacidad humana para alcanzar la verdad tanto como el conocimiento, parece claro que su mayéutica proto científica asumía la posibilidad de alcanzarla. En oposición a Sócrates y a Platón podemos encontrar a los sofistas, quien no sólo enseñaron, escépticos, por dinero, la relatividad de la moral, sino que se atrevieron a una afirmación que luego será la base del humanismo: el hombre es la medida de todas las cosas.
En el caso de Platón, se asume que existe una verdad, aquella que puede ver el desencadenado. Diferente, el Quijote parecería estar negando esta vedad al no proponer una posibilidad de descubrir si las visiones de la cueva de Montecinos son reales o no, independientemente de la autoridad y del consenso de aquellos que lo afirman o lo niegan, tal como era opinión de los sofistas que fueron criticados por la tradición socrática. Devuelto este problema epistemológico a la metáfora de la caverna de Platón, también podríamos decir que el desencadenado que ve los cuerpos que proyectan las sombras está viendo sombras de otra categoría: ilusiones. Son aquellos cuerpos que ve don Quijote en su descenso a la caverna.
Lo más valioso del cuestionamiento cervantino no radica en un aparente relativismo radical sino en su valor epistemológico y, sobre todo moral: la desarticulación de las verdades arbitrarias. Es mejor quedarse sin una respuesta contundente que vivir consumiendo una ficción como verdad incuestionable.