La identidad fracturada de Eduardo

La identidad fracturada de Eduardo

"Ya me la volvieron a pegar", piensa para adentro, porque no tiene a nadie con quien hablar. Sólo le queda mirar al almanaque pegado en la nevera china que compró al llegar a Ecuador. Y se da cuenta de que está en la semana cuarenta desde que salió de casa, sin tener muy claro nada.

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A Eduardo le contaron que los médicos vedas de la India tienen un nombre para la suciedad que uno se encuentra en la lengua por la mañana. Se llama ama. Son toxinas y hay que quitarlas, pero basta con una cucharilla pequeña para rasparlas con suavidad y ya luego todo está listo para tomarse el café de la mañana. Lástima que el que le vendió ayer un señor viejo con las uñas quebradas en la plaza de Vicabamba tenga una textura tan rara. Está tan molido que no parece café. Y cuando limpia la cafetera después de tomárselo no hay borras como las que utiliza su tía Zoida para limpiarse las impurezas de la cara. Parece arena mojada.

"Ya me la volvieron a pegar", piensa para adentro, porque no tiene a nadie con quien hablar. Sólo le queda mirar al almanaque pegado en la nevera china que compró al llegar a Ecuador. Y se da cuenta de que está en la semana cuarenta desde que salió de casa, sin tener muy claro nada. Lo único que sabe es que aún no ha encontrado una buena cafetería donde poder pasar la tarde a gusto, como sí le ocurrió cuando andaba de viaje por México D.F. O incluso en La Habana, donde todo era tan escaso. Y que no la encuentre en Loja es un mal síntoma.

Hay días que Eduardo se deja llevar por el entusiasmo, como hace un tiempo, cuando un compañero de la universidad le ofreció trabajo a una amiga suya que había venido a visitarlo. "¿Te das cuenta? Bajamos una escalera y encontramos a alguien que te ofrece trabajo. Tus dos máster sirven de algo". Entonces siente que allí tiene cosas que hacer y no son clases particulares a niños desganados, recién levantados con aliento a siesta y el bigotillo incipiente babeado. Aquí miran su título y le hacen caso.

Pero siente que nada es al 100% y cuando mira el libro de Rodolfo Walsh que su amigo Marcial le mandó por correo se da cuenta de que para escribir Operación Masacre no se necesitan carreras. "Seguro que Walsh no cobraba mucho cuando montó su agencia de noticias clandestinas durante la dictadura argentina. Ni Camus en la Resistencia francesa. Aunque tampoco hace falta ponerse prosaico para tener dudas: ¿Qué hay de los baños tranquilos en el Atlántico? ¿Y las charlas a calzón quitado, a punto de rozar la verdad y la luna con el bueno del Perico, que encima va a tener ahora un hijo? ¿Y la viejita? Aunque a veces estemos a palos y no nos entendamos, nada como pasarle la mano por encima cuando te invita a tomarte un chocolate caliente para hacer las paces".

Estos días Eduardo tiene una nueva matraquilla en la cabeza y se acerca a la gente de la cafetería de la universidad para contar no sé qué de unos meses sabáticos. "En verano acabo de pagar el préstamo del coche y creo que tengo el derecho a tomarme unas vacaciones. Voy a viajar, que llevo diez años sin descansar, entre trabajos y doctorados. Necesito fluir". A la chica que atiende en la cafetería no le importa demasiado dónde se vaya Eduardo, aunque le caiga simpático. Pero sí le da algo de pena. "Parece como si alguien, en algún momento de su vida, lo hubiera estafado".

Eduardo a veces se llama Sofía y otras veces Pablo. Si corriera las tardes que hace bueno por la avenida que hay junto al río se llamaría Laura. Muy fácilmente podrían confundirlo con Carlos. Y cuando abre el skype para hablar con la familia, ya no sabe muy bien qué hace. Ni si lo que tiene delante son sus contactos. Pero le da igual y llama al primero de la lista, por si puede aclararle algo.

*Ilustración: Jennifer Tapias

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Jorge Berástegui, nacido en La Laguna (Tenerife) en 1980, estudió en La Escuela UAM/EL PAÍS y luego se doctoró en Lenguas Modernas y Literatura por la Universidad de Alcalá. Tras ocupaciones varias en países diversos, ahora trabaja en El Huffington Post como editor de blogs.