Unas fotos en un campo de refugiados

Unas fotos en un campo de refugiados

Cuando la guerra llega a cualquier ciudad, en cualquier país, hay gente que tiene que dejarlo todo y salir corriendo con lo puesto. Pierden para siempre lo que hasta entonces ha sido su vida. Dejan atrás su casa, su coche, su ropa; los objetos cotidianos y todos los recuerdos de los que nos vamos rodeando a lo largo de la vida. Salen sin nada, corriendo, y empiezan una huida dolorosa en condiciones siempre muy duras

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Foto: REUTERS

Campo de refugiados en la isla de Lesbos. Interior noche. Una señora mantiene levantada la mano frente al aire acondicionado que calienta su barracón. Es una refugiada Siria que llegó en una de las lanchas esta mañana. La reconozco porque aun lleva puesto el mismo abrigo marrón. A su alrededor dormitan sus hijos, tumbados en el suelo junto al resto de personas que hay en la habitación. Son unos cuarenta hacinados en el suelo, sobre mantas grises. Las pocas literas que hay las hemos reservado para que duerman los bebés.

Me acerco a saludarla y veo que lo que tiene en la mano es un atajo de fotos antiguas. Están mojadas por el mar y la señora se afana por secarlas en la débil corriente de aire cálido. Me las enseña. Son fotos familiares: de niños recién nacidos, fiestas de cumpleaños, excursiones. En algunas reconozco las calles de Damasco. En otras el fondo es el salón de una casa muy decorada o un jardín. Algunas están descoloridas, pero la mayoría ha resistido bien al mar. Mientras me las va mostrando me cuenta que durante la travesía empezó a entrar agua en la barca neumática y tuvieron que tirar por la borda todo el equipaje que traían. Sólo pudo salvar las fotos porque las llevaba en un bolsillo.

No se me ocurre una imagen mejor de lo que significa ser refugiado. Cuando la guerra llega a cualquier ciudad, en cualquier país, hay gente que tiene que dejarlo todo y salir corriendo con lo puesto. Pierden para siempre lo que hasta entonces ha sido su vida. Dejan atrás su casa, su coche, su ropa; los objetos cotidianos y todos los recuerdos de los que nos vamos rodeando a lo largo de la vida. Salen sin nada, corriendo, y empiezan una huida dolorosa en condiciones siempre muy duras. Si logran llegar a salvo a algún destino tendrán que empezar de cero. Sin pasado, sin amigos, sin referencias espaciales ni culturales.

A la señora del barracón de refugiados ese destino aún le parece lejano. Por ahora ella y su familia han sobrevivido a la travesía hasta Grecia, que no es poco. Y les ha costado.

Esta mañana en la playa la señora estaba totalmente ida. La sacaron en volandas de la balsa entre dos voluntarios y ella se quedó quieta muy derecha en la playa. Estaba amaneciendo y helaba. Tenía los bajos del abrigo y los zapatos empapados, pero no se movía. A su alrededor se desarrollaba el caos que envuelve la llegada de todas las embarcaciones. Nos afanábamos por sacar a toda la gente del agua y atenderla en la arena. Dos voluntarios españoles metidos en el mar hasta la cintura sujetaban la lancha mientras otros ayudaban a bajar a sus pasajeros. En la arena hay otros voluntarios que envuelven a los refugiados en mantas térmicas y los abrazan hasta que entran en calor. Unos médicos holandeses atienden a una señora desmayada. Hay un grupo de lugareños griegos, de la misma isla, que han bajado del coche unas cajas con ropa usada. A los que ya están tumbados les cambian los calcetines y los zapatos mojados. Un par de chicas alemanas con chalecos reflectantes están repartiendo vasos de té que sirven de unos grandes termos rojos. En medio de todo eso la señora del abrigo marrón permanecía inmóvil, con la mirada perdida.

Yo estaba envolviendo en mantas a un niño de unos cinco años. Le cambiamos la ropa mojada e intentamos buscar a su madre. Apareció su hermana, apenas un año menor, recién envuelta en una bufanda enorme y se unió al grupo. Luego otro hermano más, igual de pequeño. Tardamos un rato en darnos cuenta de que eran todos hijos de la señora. Los reunimos y mientras los acompañábamos al autobús que debía llevarlos al campo de refugiados llegó un grupo de médicos con un bebé. Traía aún la cabeza mojada, aunque le habían cambiado toda la ropa. Tendría un par de meses. Obviamente, era también hijo suyo, aunque cuando se lo acercamos no hizo ningún gesto para agarrarlo.

Son los efectos del pánico. De la tensión. Una mujer que en mitad de la noche tiene que meterse con sus cuatro niños en una barca inestable y se pasa seis horas en el mar, a punto de naufragar, no podía llegar de otra manera.

Cuando la veo esa noche parece otra persona. Charla. Me cuenta detalles de su casa en las afueras de Damasco que tiene un limonero enorme. No digo nada, pero pienso que ya nunca volverá a ver esos limones.

Como ella cada día llegan a las islas griegas miles de refugiados. Todos lo han perdido todo. Se han jugado la vida en el mar y les queda por delante un camino penoso cruzando media Europa. No lo hacen por gusto, evidentemente, sino por la guerra maldita que se les ha echado encima. Y cada uno tiene su historia y afronta este viaje cargado de sus propias pérdidas.

La Unión Europea no está a la altura de este desafío. Ni los países que se están negando a acoger refugiados. Tampoco los países que, como Bulgaria, a base de palizas en la frontera evitan que entren por tierra y los manda al mar. Mucho menos los países que los hostigan como apestados y los obligan a caminar por los campos en interminables columnas de la vergüenza.

Ellos han huido desesperados y avanzan penosamente cruzando Europa; más lastimados por lo que han perdido que por las condiciones terribles del viaje. Pero nuestros gobiernos los ven como una amenaza. Los valoran como números o cupos para evitar la conciencia de cada historia personal.

Por eso es tan necesario devolver la humanidad a cada refugiado. La foto del niño Aylan muerto en una playa del Egeo nos recordó la realidad de las familias que cada día huyen de la guerra jugándoselo todo. Las fotos que seca esta señora en el campo de refugiados son otro símbolo de esa humanidad perdida. Muestran una vida feliz, que era cotidiana. Esa vida que le han quitado para siempre. Ella se aferra a sus fotos como último recuerdo de su pasado. Para nosotros deben ser el recuerdo de que hay que darle un futuro.

Joaquín Urías ha estado estas Navidades trabajando como voluntario en la Isla de Lesbos y desde hace años que colabora en proyectos de cooperación internacional, sobre todo con refugiados y menores en situación de riesgo.

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