'A dedo' o por concurso: una decisión política en los Teatros del Canal
El 28 de julio se hizo oficial el nombramiento, para una dirección colegiada, de los Teatros del Canal de Álex Rigola y de Natalia Álvarez, tras la salida anunciada de Albert Boadella. Un mes después, un jueves a las puertas de agosto, Cristina Cifuentes decide hacer público los nombramientos que le sucederán. Estivalidad y alevosía. Eso no es nuevo.
Teatros del Canal, Madrid.
El 28 de julio se hizo oficial el nombramiento, para una dirección colegiada, de los Teatros del Canal de Álex Rigola y de Natalia Álvarez. El Gobierno sabía que el 30 de junio Albert Boadella dejaba de ser el responsable artístico de los Teatros del Canal, también lo sabía el sector y la oposición. Un mes después, un jueves a las puertas de agosto, Cristina Cifuentes decide hacer público los nombramientos que le sucederán. Estivalidad y alevosía. Eso no es nuevo. Otras decisiones de nuestra historia democrática se han tomado en verano. Parece ser que es lo que se hace cuando se quieren hacer las cosas para que la gente no se entere mucho de lo que se hace.
Estivalidad, alevosía y unilateralidad, porque esta decisión se ha tomado a pesar de un debate abierto de manera pública sobre cuál era la mejor manera de hacerlo: la oposición en su conjunto y una amplia representación del sector organizado de las artes escénicas entendían que el concurso público era una opción mucho más pertinente que una designación directa para los Teatros del Canal.
Pero antes de continuar querría aclarar una cuestión: el debate que plantea este texto no es de nombres. Podría y lo haré, zanjar cualquier disquisición sobre la valía del trabajo de ambos profesionales apelando a su excelencia, su currículo o prestigio. No es esa la cuestión. No es cuestión de nombres, no es cuestión solo de procedimientos tampoco. Es cuestión de modelos y de lógicas. Es cuestión de proyecto cultural.
Un concurso público redunda en la transparencia y la gestión democrática de las instituciones públicas. Es descorazonador que en el siglo XXI aún tengamos que explicarle al Partido Popular que las instituciones no son de quiénes las gobiernan, que las buenas prácticas no son algo subjetivo, sino que precisamente sirven porque son producto de consensos, y que es de sentido común que una institución se rija por un proyecto cuyo cumplimento y presupuesto pueda ser evaluado. Precisamente, lo contrario de lo que sucede actualmente en los Teatros del Canal, donde la gestión es de total opacidad.
Pero además, y es lo que quiero subrayar aquí, un concurso público redunda en la autonomía y mayor independencia del tejido cultural. Y es precisamente esta autonomía del tejido lo que debería ser uno de los objetivos hoy de la política cultural. Esta apuesta por la autonomía, pero también por la diversidad y la sostenibilidad, se materializa precisamente en las decisiones ordinarias, en la redacción de pliegos, en la definición de las ayudas, en la asignación presupuestaria y, por supuesto, en los nombramientos. Es en estas decisiones donde se plasma cuál es el modelo al que aspira un proyecto político.
Por eso, la decisión que se ha tomado para los Teatros del Canal no es meramente procedimental, sino que responde y revela qué proyecto cultural se tiene. Y lo que ha demostrado el Partido Popular es que tiene un proyecto en el que sigue considerando que el canon de lo cultural lo sigue estableciendo el centro institucional de poder: el Gobierno. Y eso es una estrategia que le dibuja unas patas muy cortas al tejido cultural pues lo sigue haciendo dependiente de los poderes públicos. Al contrario, para que el tejido cultural pueda crecer, multiplicarse y densificarse es fundamental su autonomía, y esto tiene que ver en gran medida con la distribución de poder y de los recursos. Las decisiones no pueden ser únicamente tomadas por el gobierno que esté en cada momento en el ejecutivo.
La idea de independencia ha estado atrapada tradicionalmente entre dos modelos: uno que entendía que la administración pública era la principal proveedora de cultura y otro que entendía que es el mercado el que debía regular su acceso. El primero genera una total dependencia y peor aún, termina determinando lo que es o no es cultura. El segundo, abandona la cultura a las lógicas y dinámicas del mercado incumpliendo con el principio constitucional de garantizar su acceso.
Bien, existe la posibilidad de que las instituciones profundicen en la independencia del tejido cultural sin que esto signifique desentenderse de este. Se trata de unas instituciones, de una política cultural, que tengan como finalidad precisamente contribuir a la existencia de un tejido cultural que supere y desborde la propia institución. Y esto se hace adoptando un rol de facilitación -facilitando la circulación y la producción cultural, los marcos legales y laborales para su sostenibilidad y multiplicando los focos de responsabilidad, participación y decisión- antes que sobredeterminando mediante decisiones directas, como puede ser una libre designación, su desarrollo.
Quizás los resultados en términos de calidad profesional sean los mismos que con un concurso, pero no lo es ni la relación que mantienen los cargos elegidos con la administración ni la autoconsciencia del sector y del tejido si hubiera habido concurso. Si la dirección de los Teatros del Canal la hubieran ganado Rigola o Álvarez por concurso, que si se hubieran presentado bien podría haber sido así, su relación con el Gobierno también habría sido muy distinta a la que probablemente ahora tendrán. La independencia es beneficiosa para todos.
Hacer política supone introducir lógicas en el gobierno de los asuntos comunes y, éstas, conformadas mediante decisiones concretas, son las que distinguen a los proyectos políticos. Es precisamente en la definición de esas lógicas donde se encuentra la verdadera decisión política. Y más aún, si cabe, en un ámbito de la cultura cuyo principal valor sea quizás el de su ingobernabilidad.
La responsabilidad en cultura, al contrario de lo que piensa Jaime de los Santos, no está para definir y determinar qué cultura es la buena o no, sus contenidos, ni quién tiene que hacerla. La decisión está en los "cómos", en las lógicas que vehiculan las intervenciones públicas y sus resultados. Eso es hacer política, eso es hacer política cultural. Y aquí lo tenemos claro: independencia y autonomía. Y una designación "a dedo" no parece ser la mejor manera de hacerlo.