Sociedad de aprendizaje a la española: en funciones
Llevamos un año de Gobierno en funciones. Tal vez lo más llamativo de toda esta anómala situación de standby, es que quienes más parecen acostumbrados a ella son los propios miembros del ejecutivo, desde el presidente del mismo a los presidentes de los distintos organismos, pasando por ministros, secretarios de Estado y subsecretarios.
Foto: Agencia EFE.
Llevamos un año de Gobierno en funciones. Tal vez lo más llamativo de toda esta anómala situación de standby, es que quienes más parecen acostumbrados a ella son los propios miembros del ejecutivo, desde el presidente del mismo a los presidentes de los distintos organismos, pasando por ministros, secretarios de Estado y subsecretarios.
Acomodación que tal vez tenga que ver con nuestra cultura de la fatalidad, de dejar hacer a otros; pero que también dice mucho de la lógica que impera cuando se accede al poder: más para estar ahí y gestionarlo sea como sea, siendo lo importante ocuparlo, que para desarrollar políticas destinadas al logro del bienestar o, como dice la constitución estadounidense, la felicidad de los ciudadanos.
De hecho, los debates que han tenido lugar alrededor del largo proceso político de investiduras fallidas han estado más centrados en la legitimidad para ocupar el poder, que en la necesidad o viabilidad de políticas sustanciales para el país. Algunas bastante urgentes. No es que cuestiones como la corrupción no sean importantes, estando en el centro de los debates sobre la legitimidad para gobernar el país, sino que precisamente a este país, que espera ser gobernado legítimamente, le gustaría saber qué puede llegar a ser de él en los próximos años. Al menos, tener proyectos de futuro en un momento en el que abundan las noticias sobre distopías cercanas: más recortes en servicios sociales para cumplir con los compromisos de deuda pública, pensiones públicas amenazadas de agotamiento, etc.
Estamos en modo de espera. Algo que afecta -y creo que no muy positivamente- a todos los sectores de la sociedad y la producción. Pero hay algunos potenciales proyectos que parecen llevar en funciones mucho más tiempo que el que experimentamos desde la convocatoria de elecciones generales para diciembre de 2015. Y más que sectores, lo principalmente agraviado es eso que llamamos reformas estructurales, por su carácter transversal, como se dice ahora, en la medida que atraviesan buena parte de los fundamentos de la sociedad y, sobre todo, de lo que la sociedad quiere llegar a ser. Si es que quiere llegar a ser algo como tal sociedad, que supongo que sí, a pesar del vapuleo sufrido durante los últimos años.
Una de esas reformas estructurales tiene que ver con nuestras posibilidades de configurarnos en sociedad del aprendizaje. Es decir, en la implantación de una cultura que nos lleve a aprender a aprender y, así, aumentar nuestras capacidades: productivas, para la información y, sobre todo, para organizarnos y saber hacer las cosas mejor. De no conseguirlo, en un mundo tan sumamente competitivo como el que vivimos, en el que la competencia -para bien y para mal- viene desde todos los rincones del planeta, la distancia de nuestros estándares de bienestar de los de aquellas sociedades que llevan siendo sociedades del aprendizaje desde hace tiempo no hará sino agrandarse.
Siguiendo a autores como el Premio Nobel Stiglitz, la configuración de una sociedad del aprendizaje no tiene que ver tanto con la innovación, entendida ésta como la capacidad para inventar aparatos y muy vinculada a los avances tecnológicos, como con la capacidad para aprender cómo hacer las cosas mejor. Su interesante aporte subraya que esto se consigue mejor con políticas industriales adecuadas, resaltando el gran papel que juegan en esta sociedad del aprendizaje las grandes corporaciones industriales que actúan en un mercado global competitivo. Por su propio interés, siguiendo en parte la filosofía de Adam Smith, aprenden, tratándose de un aprendizaje que termina expandiéndose por toda la sociedad en la que están localizadas. Tras la asunción y rentabilización interna del aprendizaje, la difusión del mismo.
Pues bien, aquí llevamos varias legislaturas de oscuras, por no decir ausentes, políticas industriales. Es más, el peso del sector industrial dentro de la economía española sigue cayendo, salvo honrosas y ejemplares excepciones, como la del País Vasco, en cuya política industrial tendría que fijarse el próximo Gobierno. Algunos pensamos hace tiempo que una de las pocas consecuencias positivas que podría tener la crisis económica es que nos llevaría a replantearnos nuestro modelo económico, bajo la conciencia de que un modelo fundamentado en turismo y ladrillo, por importantes y relevantes que sean estos sectores, no garantiza estabilidad, ni bienestar futuro. Hoy, cuando se señalan algunos repuntes de la economía -no exentos de amenazas- casi nadie habla de transformar el modelo económico, ni mucho menos de cómo hacerlo. Es más, se tiene la sensación de que hay cierto acomodo al modelo bricktour (ladrillo y turismo), sin entrar en alternativas.
Desde 2008, venimos de una de las gestiones más nefastas en materia de política industrial, trayendo de la mano a la política energética. Más allá de grandilocuentes y difusas declaraciones ministeriales, la falta de concreción de líneas estratégicas claras y la ausencia de planes para obtener los pocos objetivos marcados, algunos dirigidos desde el horizonte 2020 europeo, es lo que la ha caracterizado. La crisis golpeó primero a la producción industrial española; pero todavía no ha habido reacción política.
El fomento del emprendimiento está bien. Incluso tal vez sea necesario. Pero está muy lejos de ser suficiente para articular una política industrial. En 2013, una publicación institucional del Ministerio de Industria, Energía y Turismo hacía una especie de llamamiento a una "nueva política industrial". Los retos estaban suficientemente identificados. Pero todavía estamos a la espera. Eso, en modo espera.
Relacionadas con tal sociedad del aprendizaje están, parece evidente, las políticas educativas. Los intentos de algo parecido a eso, a una política educativa, han quedado en discusiones exclusivamente de carácter ideológico, sobre la conveniencia de introducir unas materias u otras. Viviéndose, eso sí, como una reforma continua, infinita, que no se sabe hacia donde va.
Por cierto, uno de los instrumentos más valiosos para activar una sociedad del aprendizaje son las prácticas de los estudiantes universitarios en empresas. Especialmente en grandes empresas. Pues bien, el marasmo al respecto es notable. Se deja a la voluntad -muchas veces, enorme- y buen hacer o entender de los gestores universitarios, que en muchos casos se afanan en llegar a acuerdos casi imposibles para que las empresas acojan a sus estudiantes, faltando un marco adecuado para que estas empresas tengan motivos suficientes para incluir programas de prácticas profesionales, que recojan sus obligaciones, teniendo en cuenta además el coste que les supone: dedicación de tiempo y recursos al recién llegado, diseño de un plan de formación en el propio empleo, asignación de tutores, etc.
Ante tal panorama, conviven las empresas sumamente explotadoras, que utilizan las prácticas universitarias como mano de obra gratuita en muchos casos. Incluso llegan a recibir dinero por tener a estudiantes en prácticas, a los que apenas atienden, con una larga lista de convenios entre las universidades y las empresas, con apenas algunos realmente activos y aún menos evaluados. Basta comparar el peso de estas prácticas en los planes de estudio de las universidades españolas -toma la forma de una asignatura o están situadas al final o incluso fuera de esos planes de estudio, de manera que el estudiante ha de buscarse aisladamente su localización para realizar las prácticas- con el de las universidades de países que parecen haber entrado en eso que hemos llamado la sociedad del aprendizaje.
Y como ocurre en otros ámbitos del sistema educativo, no faltan las normas, que se suceden unas a otras, conscientes de la inoperatividad de la anterior (la última: RD 592/2014); pero éstas parecen más dirigidas a establecer límites (por ejemplo, a la mitad de un curso académico), que a conseguir que sean atractivas para las empresas y que sean éstas las que vayan a las universidades en busca de los mejores estudiantes. Aquí, seguimos en funciones.