Sin inglés, no hay futuro
Es cierto que el futuro está caro. Cubierto por una gruesa niebla (londinense) de incertidumbres. Pero, desde hace decenios, los españoles sin más patrimonio que las ganas de trabajar y algunos certificados educativos tenemos la seguridad de que no hay futuro sin inglés.
Es cierto que el futuro está caro. Cubierto por una gruesa niebla (londinense) de incertidumbres. Pero, desde hace decenios, los españoles sin más patrimonio que las ganas de trabajar y algunos certificados educativos tenemos la seguridad de que no hay futuro sin inglés. Una de las pocas seguridades. Por ello, las familias que pueden hacen un gran esfuerzo, personal y económico, para que sus hijos se sumerjan en este idioma, especialmente debido a que su desarrollo en el sistema educativo español ha sido bastante deficitario. Habría que ver el monto total de la Renta Nacional que se dedica a aprender inglés. Un Potosí.
La vieja clase media funcionarial del barrio de Salamanca de Madrid, que grita "Gibraltar español" hasta salirse el corazón de la boca, traga con carros y carretas, desaires y hasta desprecios, del departamento de atención al cliente del Instituto Británico solo por mantener ahí a sus hijos. La organización hace uso de su posición dominante, pues no es una cuestión de cómo son los ingleses y otros estereotipos, pues quienes ahí trabajan son de apariencia española. Es el poder.
El inglés estructura nuestra sociedad. Hace ya tiempo que las investigaciones sociológicas lo señalan como uno de los principales criterios a la hora de determinar quiénes ocupan las posiciones dominantes y quiénes las posiciones dominadas. Claro está, también sigue teniendo un papel importante la posición social de la familia de origen y, bastante menor, el campo profesional para el que nos formamos. Pero el manejo del inglés se ha erigido en uno de los principales dispositivos para la reproducción social.
La capacidad para usar el inglés ha conseguido jerarquizar el espacio público, lo que incluye: los negocios, la política, la profesión y hasta el empleo. El resto es el idioma afectivo de lo privado o, con desprecio, el idioma del vulgo. Separa lo culto y lo popular, lo cosmopolita de lo paleto, y, en definitiva ordena la sociedad, como dicen las academias, centros de enseñanza o, en general, toda la industria que explota económicamente la necesidad de aprender este idioma.
La lengua materna, por el contrario, tiende a quedar como marca vergonzosa frente al inglés. Se señala despectivamente que se habla inglés con acento alemán, sueco, francés, italiano, español o catalán. Como si estas lenguas fuesen una huella, una especie de hedor podrido del pasado, que se cuela en un inglés que se exige neutro, sin acento, como si esto pudiera existir. Con tal voluntad y exigencia de neutralidad, de ausencia de toda la materialidad de la lengua madre, se erige como ideología dominante. McLuhan nos decía que el mensaje está en el medio. Ahora, la ideología está en el idioma, y parece que no en lo que se diga con este instrumento. El mensaje está en el medio.
De aquí la dificultad que tienen quienes defienden la presencia de las lenguas maternas en el sistema educativo. Sean éstas el euskera, el galego, el catalá o el castellano. Han de apelar a la identidad, a un sentimiento comunitario. En definitiva, al pasado, para que estas lenguas tengan algún futuro con su normativización en las escuelas. Sin embargo, nadie pondrá en duda la necesidad de que el sistema educativo dé una creciente importancia al inglés. Incluso, los colegios de élite desarrollan toda su enseñanza en inglés. Basta darse una vuelta matinal por el parque de El Retiro madrileño para ver cómo sus praderas se llenan de niños de guardería hablando y cantando en inglés, tutelados por jóvenes profesoras británicas, norteamericanas o australianas. Preocupadas por borrar cualquier uso de su lengua materna, prohibida incluso para llorar, cuando tropiezan y caen al suelo: es más dura y reprimida la caída a la lengua materna, que la caída al suelo. Los rasguños del acento se consideran más graves que los de los codos o las rodillas.
Se podrá discutir sobre los medios y recursos disponibles para que el conjunto o la mayor parte de la enseñanza de los menores se lleve a cabo en inglés. Sobre los tiempos de su aplicación. Sobre las resistencias de un profesorado sobre cuyos hombros se carga todo. Ahora, la enseñanza en inglés, cuando nadie se lo había pedido antes, aunque muchos hicieron el esfuerzo personal, individual, de aprenderlo. Se podrá discutir de todo esto, pero la oferta de un sistema educativo en inglés como horizonte apenas será discutida por la sociedad. Y, es más, visto la capacidad que tiene este idioma para discriminar, para señalar quién tiene futuro y quién queda excluido del mismo, tal vez la política más igualitaria es esa, que todos sepan el mejor inglés.
¿Se puede luchar contra esto? ¿se puede llamar a cierta sensatez y plantear que lo importante es aprender a reflexionar, a pensar, y que esto se suele hacer mejor en la lengua que uno tiene afectivamente más arraigada? Parece difícil cuando la lucha por la movilidad o mantenerse en la estructura social está detrás. Cuando lo moderno y el futuro parece ir en una única dirección.