La vuelta de las vacaciones
El diagnosticado estrés postvacacional es eso: la comprobación de que ya el viaje tampoco nos sirve para cambiar como queríamos cambiar. Hemos perdido una oportunidad de volver a ser.
Las vacaciones son la expresión degenerada del viaje. Es un quiero y no puedo del viaje. Su propia planificación periodificada es una muestra de su devaluación. El viaje de las vacaciones nace con una excesiva carga de expectativas para su poca sustancia. Y da igual que sea al pueblo de toda la vida, donde al menos cabe abandonarse a la regresión, al norte o al sur, a Cullera o a Nueva Zelanda, en busca de unas extrañas rutas presentes en todos los catálogos. El viaje de las vacaciones anuales está condenado a dar mucho menos de lo que se le pide. Por ello, la vuelta está llena de amargura. No tanto por lo que viene -la vuelta al trabajo, los deberes, las obligaciones, el madrugar, las caras de siempre- sino por lo que no ha sido. Y, además, no podía ser.
Hay quienes sitúan el origen de la modernidad en un viaje. Eso sí, un gran viaje como el de Colón a América. Entonces, el mundo se concretó. Quedó definido. La filosofía dejó de ser teología o metafísica para adquirir la forma de un viaje. Un formato que usaron explícitamente Pascal, Montesquieu o Gracián. Así se hacía pensamiento de lo concreto y, sobre todo, de lo cotidiano. Viajar se convirtió en la experiencia por antonomasia. Los jóvenes daban el salto a la madurez con el trabajo o con el viaje. Claro que para ir por una opción u otra importaba la clase social. Las élites hicieron del viaje una válvula de escape para las tensiones de la tendencia a la endogamia.
De todos esos viajes, se volvía como un héroe. Al menos, como un hombre con grandes expectativas de futuro. Tenía olor a victoria. La vuelta era la superación de un obstáculo.
Con la extensión de la sociedad de consumo, también se democratizó el viaje, con escasa pérdida inicial de su legitimidad. Incluso en la televisión, los concursantes situaban repetidamente el viaje como objeto de sus anhelos. Las vacaciones -fruto de un opulento Estado del bienestar- se erigieron en el periódico momento en el que las clases populares emulaban a las élites.
Ya los viajes no eran lo mismo. Tenían poco de descubrimiento o de trascendente paso vital. Estaban industrialmente planificados, con una organización estricta y poco flexible. La aventura era solo un reclamo publicitario que connotaba anteriores rasgos del viaje. Se convirtieron en la ocasión de comprobar lo que ya se conocía por los medios de comunicación, como la televisión o el cine. Se trataba de actuar en escenarios reconocidos, ser protagonistas de películas ajenas.
Internet hizo el resto en el proceso de devaluación del viaje. Si Colón hizo del mundo un territorio, la red mundial lo desterritorializó completamente. Lo llenó sin dejar centímetro cuadrado sin conexión. Todos eran puntos en un único mapa. Imposible perderse ¿para qué viajar entonces?
La vuelta, en lugar de un éxito, se vivía como un fracaso. En especial, el viaje de vuelta de vacaciones. Vivencia de ocasión perdida. En el regreso, la recuperación de energías y facultades prometida era directamente proporcional a la frustración. El diagnosticado estrés postvacacional es eso: la comprobación de que ya el viaje tampoco nos sirve para cambiar como queríamos cambiar. Hemos perdido una oportunidad de volver a ser.