Arqueología de la hipermodernidad: el reloj

Arqueología de la hipermodernidad: el reloj

Eran los barrios donde vivían los que no tenían de nada, ni tiempo que gastar, aun cuando desde el centro de la ciudad decían que perdían el tiempo.

El libro de horas marcaba la devoción cristiana de su poseedor. Escrito a mano y, por lo tanto, individualizado, establecía la voluntad de sumisión a una sucesión del tiempo. La voluntaria inclinación a un reloj de papel. Prescripción de un horario sin apenas horas, a pesar del nombre, más destinado a eso, a introducir la fragmentación del tiempo hasta llegar a unas secciones del día amplias, lejos de las futuras microunidades tan impresionantes como socialmente innecesarias. Objeto de nobles y, por lo tanto, fijador de la nobleza, el libro de horas era otro de los instrumentos que directamente ponían al hombre con vocación de gran hombre, en relación con dios. El hombre iluminado por este breviario era el hombre conducido por un tiempo, antes de que el tiempo condujese toda la sociedad moderna, cuando se pasó de la disciplina de la religión a la disciplina de la producción. Un paso que requirió la creciente precisión del reloj. Así, de los relojes llenos de sombras, porque utilizan el sol, se pasó a relojes que mecánicamente se ceñían al pulso de cada uno y, de esta forma, establecían el pulso de la sociedad. Si el reloj de arena era el reloj de la condena y sus superaciones o cumplimientos -del cuántas vueltas tendrá cada vida- el reloj mecánico era el de la infinita escasez, el de la falta de respiración para que llegue una hora, a la que sucederán todas las horas.

La tradición rural podía prescindir del reloj. Lo suyo era del sol a sol, del arado a la siembra, de la siembra a la cosecha. El tiempo estaba en el cielo. Como nos relatan los historiadores, apenas se hacían cuentas con el tiempo. Eso sí, servía para hacer cuentos míticos sobre el origen de la comunidad. Sobre aquel momento en que el tiempo consistía en una lucha entre la luna y el sol.

Si interpretamos estrechamente a Weber, fue la disciplina temporal de la ética protestante la que alumbró el capitalismo. Personajes como Benjamin Franklin impusieron la ley del hierro del reloj, que se impuso a la ley del día y la noche.

La revolución industrial, fuente de la maquinación del mundo y de la representación del mundo como máquina, extendió el tiempo mecánico del reloj. Lo puso en el pulso, en el latido de cada muñeca. Las ciudades, en plena explosión demográfica por el aluvión de campesinos que concentraban su sudor y las ganas por la supervivencia, fundaron sus raíces sobre el reloj. Las sirenas de las fábricas daban la hora exacta; mientras que las urbes se segmentaban por relojes: desde el reloj de la estación al reloj del ayuntamiento, pasando por los relojes de los comercios. Hasta en la tardía modernidad se podían ver las ciudades sembradas de relojes por sus calles. Sólo los arrabales carecían de relojes instituciones. Incluso de relojes personales. Eran los barrios donde vivían los que no tenían de nada, ni tiempo que gastar, aun cuando desde el centro de la ciudad decían que perdían el tiempo.

Por el reloj pasó la lucha de clases. Desde el concepto de plusvalía marxista, hasta las huelgas por la jornada laboral de ocho horas. Cada manecilla era una lanza entre capitalistas y proletariado. El salario: tiempo de trabajo mercantilizado, porciones del reloj diario.

Si el ritmo cíclico de la tradición rural fue absorbido por el ritmo mecánico de la modernidad industrial, éste fue completamente aniquilado por la velocidad de la sociedad post-industrial. El reloj dejó de ser el medidor del grifo de la fuente de rentas y salarios, poniéndose la decisión sobre el producto. En lugar de que el producto costase lo que valía el tiempo de trabajo, éste fue el que empezó a cotizarse según la atribución del valor del producto. El mercado, que tanto hizo por el desarrollo del reloj, fue el encargado de pisarlo.

La ambición de instantaneidad de la hipermodernidad lanzó el reloj a la categoría de mero ornamento. A la vez que la medida del tiempo fue reduciendo sus unidades, hasta llegar a la micra de la micra, se fue reduciendo también la función del reloj. En la época de la velocidad, todo paso del tiempo se hizo angustioso, siendo una amenaza sobre -¡triunfante metáfora que habla de la importancia del instrumento!- el reloj biológico.

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