La maldición del 'todo incluido' y la pulsera fosforescente
Unas vacaciones en un resort idílico con todo incluido de cualquier lugar paradisíaco del planeta o en la coqueta plaza de un bonito pueblo de nuestra geografía puede convertirse en un agujero negro que sume la voluntad de quienes lo habitan destrozándoles un cuerpo cuidado con esmero a lo largo del año.
La escena es la siguiente: dos amigos se acercan a la barra. No paran de hablar y contarse confidencias, y de tanto en tanto sueltan carcajadas que acompañan de un amplio repertorio de gestos y movimientos. En cuanto el camarero se percata de ellos, piden dos gin-tonic. Una vez servidos, ambos levantan la mano y enseñan la pulsera verde fosforescente que llevan cogida a la muñeca. "Esto es vida, Manolo. Para vivir así mejor no morirse", dice uno riendo abiertamente; y se alejan desplazando las barrigas hasta su hamaca junto a la idílica piscina.
Son las once de la mañana de un día cualquiera de agosto que va a transcurrir como lo han hecho todos los de la semana anterior: al ritmo pausado pero constante de una barra libre inagotable, y sin otro horizonte que la naturaleza artificial que el resort les ofrece. Tampoco buscaban más, y la experiencia vacacional se convierte en una suerte de Los juegos del hambre, si bien de la abundancia y en agosto, en este caso en el espacio acotado de un hotel, pero también de una plaza de pueblo, donde el ganador es aquel capaz de sacar el mejor partido a una pulsera fosforescente.
Dicen que la pobreza imprime carácter y tarda tres generaciones en superarse, aunque se haya salido de ella hace muchos años. Que determinados comportamientos que caracterizan a aquellos que unas generaciones atrás no poseían nada o muy poco, de una u otra manera, permanecen grabados en la memoria genética de los descendientes hasta que se diluyen. Tal vez por eso, en un país que hasta hace no tanto tenía que quitarse el hambre a manotazos y emigrar para comer mejor, debería regularse el uso indiscriminado de las pulseras y el todo incluido por pura salud física y estética de sus ciudadanos. De hecho, es extraño que a ningún político se le haya ocurrido, con esa avidez reguladora que les caracteriza y su afán de convertir la salud, más allá de un derecho en una obligación que alivie las maltrechas arcas públicas. No hay más que asomarse en agosto a las plazas de los pueblos y sus bares, a los resort de las costas caribeñas o a cualquier buffet libre asaltado por jubilados o nietos de famélicos agricultores y obreros de postguerra, para certificar su necesidad. Del me doy el atracón ahora que tengo por si no puedo comer mañana al me lo bebo y me lo zampo todo, que lo tengo tó pagao no hay más que una línea muy fina que separa otros tiempos, pero actitudes similares. O lo que es lo mismo, el lema del pobre: Antes reventar que sobre.
Y es que la pulsera y el todo incluido hechizan y enajenan por igual. "Mi tesoro" decía Gollum; "Mi pulsera", dice quién la lleva puesta a la muñeca. Con una gran diferencia entre ambos: mientras aquel la protege contra su cuerpo, éste la exhibe a todas horas hasta quemar todas las naves. Porque si el todo incluido da derecho al asalto del bar y el comedor en el resort, o a cinco comidas, veinte consumiciones, tres toros embolados en preferente y cuatro disco-móviles con barra libre en un pueblecito pintoresco, lo que está demostrado es que hasta que no se dé por saciado jamás se retirará. Y darse por saciado es muy difícil cuando todo está incluido, incluso la posibilidad de quedarte en el sitio de un atracón en una suerte de suicidio consciente e inducido.
Porque la pulsera da derechos, pero sobre todo obligaciones. Y esa es la trampa. Da derecho a todo lo que se haya abonado con su adquisición, sí, pero te obliga inconscientemente a no saltarte ningún acto ni dejar nada en el plato o en el vaso, estableciéndose así una relación perversa entre ella y quien la posee, que lejos de darle libertad le convierte en su esclavo y en el protagonista de un espectáculo donde el consumo compulsivo es el tema central.
De tal modo es así, que unas vacaciones en un resort idílico de cualquier lugar paradisíaco del planeta o en la coqueta plaza de un bonito pueblo de nuestra geografía convierte ese espacio en un agujero negro que sume la voluntad de quienes lo habitan destrozándoles un cuerpo cuidado con esmero a lo largo del año. Es el efecto burbuja que aísla y no deja entrar los ecos de la realidad, pues la transforma hasta crear otra paralela que asumes en cuanto la habitas, pero que no es más que una ilusión que se rompe en cuanto te enfrentas a la vida real.
Cuando regresas a la nave nodriza de la vida cotidiana después de una incursión vacacional de estas proporciones, además de más rollizo vuelves como abducido y sin una conciencia clara de la magnitud del desastre (de hecho, no es el mejor momento para someterse a un análisis de sangre). A fin de cuentas, desabrocharse los pantalones con frecuencia porque te ahogabas cuando estabas sentado, no era más que un síntoma pasajero que estabas convencido ibas a controlar con una hora de aquagym o caminando por la montaña un rato, además de con dos tragos de agua por las mañanas, por supuesto. Es en ese momento, frente al espejo de tu casa (porque los espejos en vacaciones se confabulan para engañarte) donde la realidad te pone en tu sitio y todas aquellas copas, aquellas tapas desmesuradas, las comidas sin freno y las risas en el catafalco o junto a la piscina con el gin-tonic en la mano, pasan por tu cabeza como las secuencias ininterrumpidas de toda una vida antes de morir..., y casi lo deseas. Y es entonces, espantado ante la visión de lo que fue y lo que es, cuando piensas en la imperiosa necesidad de someter tu cuerpo a terapias de choque de lo más inverosímiles y de ulular mirando al cielo por no mirarte, mientras gritas: "¿Pero, quién es éste? ¡Ése no soy yo!". Por fin has llegado a casa. Se acabaron las vacaciones. Bienvenido a la realidad.
Precisamente por ello, para que el paso del Rubicón no sea una travesía dolorosa y el regreso a tu futuro transcurra sin sobresaltos, hoy te propongo esta receta: gazpacho antihisteria, el gazpacho reponedor que sacará de nuevo el brillo en tus mejillas ajadas después de tanto abuso y te ayudará a rebajar los excesos de los días anteriores sin echar mano de alternativas extremas. Una receta fresca, nutritiva y deliciosa que combina las virtudes del gazpacho tradicional con las de la manzana y el melón. Un primer plato lleno de colorido y vitaminas, que te saciará y deleitará a partes iguales, con el aliciente de poder elaborarlo en un auténtico plisplás.
Que lo disfrutes.
NECESITARÁS (para 4 personas)
- 1 litro de gazpacho envasado.
- 1 manzana grande (ácida, mejor).
- 1 huevo duro.
- 2 cortadas de melón.
- Semillas de sésamo negro.
ELABORACIÓN
- Pela y corta la manzana en trocitos. Introducir en el vaso batidor junto al gazpacho y batir hasta conseguir una crema fina y homogénea.
- Corta el melón en trocitos pequeños. Procede igual con el huevo duro.
- Emplatado: en un bol vierte el gazpacho y añade por encima los trocitos de melón y huevo. Decora con las semillas de sésamo.
Umm, económico, riquísimo e impresionantemente sencillo de realizar.
NOTA
Por supuesto, puedes realizar el gazpacho tú, estará más bueno probablemente y a tu gusto, pero como te lo presento, está muy bueno y nadie echara de menos el casero. Puedes añadir en lugar de melón o junto al mismo, trocitos de manzana, pepino, tomate, etc., quedarán perfectos también en esta crema.
MÚSICA PARA ACOMPAÑAR
Para la elaboración: Pastime Paradise, Ray Barretto.
Para la degustación: Summertime, the Zombies.
VINO RECOMENDADO
Laderas blanco 14, DO Valencia
DÓNDE COMER
En el lugar más alejado del mundanal ruido, y al abrigo de charangas, fiestas, discomóviles o ritmos caribeños, sólo o en compañía de cómplices que como tú han invertido en ese ambiente todo su tiempo los días pretéritos.
QUÉ HACER PARA COMPENSAR LAS CALORÍAS
¿Después de las semanitas que te has pegado con la pulsera fosforescente a la muñeca me lo preguntas? ¿Qué más da que sea un gazpacho? Anda, no remolonees, ponte las zapatillas y sal a correr un poquito, que de verdad...