Lo que puede la filosofía

Lo que puede la filosofía

La inestabilidad endémica del sistema educativo español ha tenido en la filosofía a uno de sus principales damnificados. El contenido de sus materias y su lugar en la ordenación de las enseñanzas medias ha sido continuamente puesto en duda por ambos extremos del bipartidismo.

JENNIFER TAPIAS

El pasado jueves 19 de noviembre se conmemoró el Día de la Filosofía. La inestabilidad endémica del sistema educativo español ha tenido en la filosofía a uno de sus principales damnificados. El contenido de sus materias asociadas y su lugar en la ordenación de las enseñanzas medias ha sido continuamente puesto en duda por ambos extremos del bipartidismo hegemónico.

Aunque hoy sea el Gobierno del Partido Popular el que, sin inhibición, la condena a la desaparición, en legislaturas precedentes fue el PSOE el que tendió a infravalorar su relevancia, víctima de un prejuicio cultural que asocia la filosofía al estudio de verdades eternas, a lo que se oponían la historia y la geografía como materias sensibles a las transformaciones materiales de índole socioeconómica.

En la cultura socialdemócrata, la filosofía ha sido prescindible por conservadora. En la lógica neoliberal, que identifica valor con rentabilidad económica, en cambio, resulta superflua por ineficaz.

La movilización de los profesionales de la filosofía de todos los niveles educativos contra esta fatal dinámica ha tenido un cierto apoyo por un sector de la sociedad civil y de los medios de comunicación que aún cuentan con filósofos como productores de opinión autorizada. El reconocimiento institucional recibido por Emilio Lledó (reciente Premio Princesa de Asturias de las Humanidades y la Comunicación) es buena muestra de ello.

¿Cómo explicar entonces esa disociación entre el reconocimiento institucional y el destierro escolar de la filosofía? ¿No debería seguir a esa celebración del amor a la sabiduría una mayor prominencia en los planes de estudio?

En la cultura socialdemócrata, la filosofía ha sido prescindible por conservadora. En la lógica neoliberal, que identifica valor con rentabilidad económica, en cambio, resulta superflua por ineficaz.

La explicación debe pasar por el cuestionamiento de dos factores que determinan el modo en que la filosofía se presenta en el espacio público. El primero de ellos sería el modelo de filósofo que es generalmente visibilizado por los medios de comunicación. El segundo tiene que ver con una concepción de la cultura como una meta elevada a la que sólo pueden acceder los pocos elegidos que son capaces de resistir las dificultades de comprensión.

Empecemos por el primer factor. Quien se haya aproximado a la lectura filosófica, ya sea por iniciativa personal o por prescripción académica, habrá seguramente experimentado la disociación entre la compleja imaginación abstracta de sus textos y la relativa simpleza de las sentencias que destilan los profesionales de la filosofía en los medios de comunicación.

Atemperadas por un tono de relajada solemnidad, las intervenciones de estos intelectuales en radios y televisiones suelen destilar un aura de sacralidad que recuerda a la de los sabios venerables de las sociedades primitivas, aquellos por el que habla la voz ancestral de la experiencia y la tradición.

Aseveraciones del tipo "un ignorante con poder es peligroso para la sociedad", "el conocimiento lleva a la libertad", "la palabra establece vínculos con el otro", son diseminadas mientras los periodistas o interlocutores, en ocasiones filósofos más jóvenes, reafirman la jerarquía entre la palabra del maestro y la del discípulo confeso.

En ese clima de autoridad, el oyente o espectador apenas se atreve a verbalizar que, en efecto, no termina de entender por qué es necesario haber leído la Metafísica de Aristóteles o la Crítica de la razón pura (dos obras que sin duda han surgido a lo largo de la conversación) para alcanzar tales conclusiones de Perogrullo.

Quien se haya aproximado a la lectura filosófica, habrá experimentado la disociación entre la compleja abstracción de sus textos y la relativa simpleza de las sentencias que destilan los filósofos en los medios.

Pude incluso que ese oyente/espectador recuerde sus clases de Historia de la Filosofía en el Bachillerato y no acabe de ver por qué conocer la doctrina de Platón, Tomás de Aquino, Kant o Nietzsche, le dota de las destrezas críticas que son condición de posibilidad de una existencia libre.

Esto nos lleva al segundo de los factores antes citados: a riesgo de ceder a una concepción de la cultura como un tesoro cifrado en sus manifestaciones más excelsas, que es preciso pugnar por interpretar, conviene reconocer que, en efecto, la asociación entre la Historia de la Filosofía a la existencia emancipada no es automática.

Sin duda es un campo lleno de posibilidades sobre el que denodados profesores de secundaria trabajan con vocación, creatividad y entusiasmo, pero ni el plan de estudios ni el modo de evaluarlo (el aprendizaje memorístico de las tesis principales de una selección de autores clásicos) son propicios para el ejercicio del libre pensamiento crítico.

Existe una explicación a esta reducción de la filosofía al estudio de un canon reducido de grandes autores: el plan de estudios de Historia de la Filosofía se conformó en los primeros años de la Transición, cuando las Facultades de Filosofía, hasta entonces colonizadas por la teología, potencian el estudio de los grandes autores que eran cultivados en Francia y Alemania, fundamentalmente.

La división administrativa de áreas del conocimiento en la universidad provocó después que la Estética, la Filosofía Política, la Filosofía de la Ciencia y la propia Historia de la Filosofía permanecieran como ámbitos disociados, siendo éste último el encargado de configurar los currículums de la enseñanza secundaria.

Existe una explicación a esta reducción de la filosofía al estudio de un canon reducido de grandes autores: el plan de estudios de Historia de la Filosofía se conformó en los primeros años de la Transición.

Como resultado, las asignaturas de filosofía en la enseñanza media excluyeron de sus programas muchas de las preguntas que son propias de la reflexión filosófica. Las metamorfosis de lo político, la reflexión de género, la legitimidad de las identidades culturales colectivas o el papel del arte en la educación de la ciudadanía, son cuestiones a las que la filosofía siempre retorna, y que, sin embargo, han quedado asociadas a otras disciplinas y asignaturas.

La filosofía es eso, pero también es, y puede ser, mucho más que eso. ¿Cómo explicar si no que la transformación radical del país iniciada por la emergencia de Podemos se nutra de tantos filósofos académicos? Precisamente porque, lejos de ese cinismo del intelectual que rehuye de las posiciones en juego desde una supuesta posición de validez neutral y ultraterrena, la teorización filosófica busca interpretar y descifrar las grietas abiertas en la realidad.

En tanto tarea crítica, la filosofía ayuda a ver horizontes de posibilidad donde antes sólo había conformismo y resignación. La filosofía no se resigna, sana las palabras que han perdido su sentido y, al recuperarlas para nuestra conversación mundana, habilita nuevos cursos de acción posibles. ¿No estaban convalecientes palabras como democracia, pueblo, ciudadanía, justicia, sociedad, hoy dardos en la conciencia de los conformistas?

La filosofía puede eso, y mucho más. Es urgente, no sólo defender su importancia en los planes de estudio, sino recuperar para ella las preguntas que han quedado huérfanas de asignaturas, que no se ubican en ninguna materia en nombre de una transversalidad que no hace sino ocultar su destierro.

La filosofía ayuda a ver horizontes de posibilidad donde antes sólo había conformismo y resignación.

La filosofía debe ser el campo de entrenamiento para hacer esas preguntas capaces de generar nuevas expectativas para nuestra experiencia y nuestra vida colectiva. Un entrenamiento que conllevará inevitablemente un proceso de transformación, un periplo que tiene como punto de partida y de retorno la propia subjetividad, que se verá transformada por ese esfuerzo de cuestionar lo dado.

Porque, en efecto, filósofo es el que aprende a poder ocupar el lugar de enunciación, de ensayo y de experimentación de nuevas verdades y formas de vida. La filosofía es una práctica, una práctica de empoderamiento que empuja al que la ejerce a ocupar, con total compromiso, el lugar del que dice la verdad.

Suele argumentarse que la filosofía edifica al individuo. En absoluto: la filosofía trastoca, disloca, dispone a posibilidades nuevas y altera la distribución aceptada de las funciones y las identidades sociales.

La filosofía no enseña una capacidad adaptada que prepare para un estadio superior o para el mundo laboral. Las madres y padres que vean entrar a sus hijos en un aula de filosofía deberían sentir un cierto temor porque de allí habrá de salir una persona diferente, una que habrá aprendido a generar las posibilidades de su propia transformación.

La filosofía es una anomalía, una anomalía salvaje de la que nuestro modelo cultural y educativo no puede permitirse el lujo de prescindir.