Asalto al convoy 20: cuando 118 judíos salvaron la vida en una acción única de la resistencia belga
Se cumplen 80 años de una maniobra insólita en la Segunda Guerra Mundial, lograda con una linterna, unos alicates, una pistola, papel de seda... y valentía.
El Holocausto estableció el patrón del mal absoluto. Es difícil encontrar en la historia un genocidio mayor, más perverso. Y, sin embargo, como en toda guerra, en toda persecución, en todo horror, también en la shoa hubo historias que brillaron en mitad de la barbarie, destellos de humanidad y valentía que justifican la esperanza del mundo.
Esta es una de esas historias, poco conocida más allá del país en el que tuvo lugar, Bélgica: el ataque al llamado convoy 20, acometido por tres miembros de la resistencia local y que permitió rescatar con vida a 118 judíos que iban camino de Auschwitz. Una lista ganada a la muerte. Este 19 de abril se conmemoran los 80 años de aquella gesta, el mismo día en que comenzaba el levantamiento del gueto de Varsovia. Una operación inédita en toda la Segunda Guerra Mundial, primer y único asalto conocido contra los trenes nazis, realizada con una linterna, unos alicates, una pistola, papel de seda y mucha gallardía.
La situación en 1943 era terrible en Bélgica, que había empezado a ser ocupada por los alemanes tres años antes. Entonces, según datos aportado por el Museo Judío de Bruselas, residían en el país entre 70.000 y 75.000 judíos, muchos de ellos procedentes de Europa del este, emigrados y refugiados que se instalaron en el periodo de entreguerras. En mayo del 40 se promulgaron las primeras leyes antijudías, en el 42 se hizo obligatoria la estrella amarilla y en el 43 comenzaron las deportaciones masivas, aunque ya se habían llevado a cabo algunas menores.
El 46% de los judíos detenidos, sostiene el museo, acabaron en el acuartelamiento de Kazerne Dossin, en la ciudad flamenca de Malinas (o Mechelen, y que ahora es un museo de memoria). Se calcula que de allí partieron 28 trenes con más de 25.000 judíos, unos 350 gitanos y decenas más de comunistas, resistentes y homosexuales antes de que Adolf Hitler perdiera la guerra. La mayoría de estas personas acabaron en los campos de exterminio de Auschwitz y Birkenau, en Polonia.
El 19 de abril de hace ocho décadas partía el convoy 20 con 1.631 judíos belgas, camino de la frontera germana, en dirección Lovaina. Entre ellos había 242 niños. Lo hizo de noche, porque los nazis trataban de pasar desapercibidos ante una población que ya estaba viendo a las claras qué hacían estos "soldados odia judíos asesinos de masa" (vean Malditos Bastardos y le oirán la definición al teniente Aldo Raine, alias Brad Pitt). En las semanas previas se habían dado varias fugas, porque se empleaban aún vagones de transporte de viajeros, de tercera clase y en mal estado, pero con puertas y ventanas. Ya no más. En este caso, se estrenaban unos nuevos vagones de mercancías, por lo que los detenidos iban amontonados como animales, con heno en el suelo y una apertura mínima para el aire. Por fuera, se había añadido una red metálica con espinas para complicar más las cosas. Escapar parecía misión imposible.
Sin embargo, a la resistencia belga le motivó el reto y pensó que era justo el momento de actuar con más urgencia. Tras semanas de organización callada en Bruselas, tres hombres ejecutaron su plan de asalto. La acción corrió a cargo de Youra Livchitz, un médico judío de origen ucraniano al que los nazis no dejaban ejercer, que trabajaba en una farmacéutica y tenía experiencia en sabotajes; y los no judíos Robert Maistriau y Jean Franklemon, un médico frustrado reconvertido en ingeniero metalúrgico y un matemático que ejercía como artista y que, además, formó parte de las Brigadas Internacionales que lucharon en la Guerra de España. Una mezcla de amistad infantil, reencuentros en la universidad e ideario antifascista los unió y los lanzó a esta misión del Comité de Defensa de los Judíos y su Grupo G.
Sus medios eran escasos, pero sobraba ingenio. Sus superiores les dieron una pistola del calibre 6,35 y ellos compraron unas tenazas y una lámpara (alemana, de la mítica marca Feuerhand, por rizar el rizo), además de papel de seda rojo. Quedaron en Schaerbeek, uno de los municipios que hoy componen Bruselas, y se fueron en bicicleta (tan belga...) hasta las cercanías de la estación de Boortmeerbeek, una zona rural de Flandes a aproximadamente hora y media de pedaleo. Dejaron las bicis ocultas en unos setos y se pudieron a esperar. Hasta que el tren llegó. Entonces, colocaron el papel rojo en la lámpara para que el conductor creyera que era un semáforo y que tenía que parar. Tras la frenada, empezó el frenético asalto.
Maistriau, mientras sus compañeros lo cubrían y ayudaban, logró abrir uno de los vagones y liberar a 17 personas pero en el vagón vecino vieron la oportunidad que suponía la parada y el asalto y, desde dentro, comenzaron también a tratar de abrir las maderas y salir, ante la mirada alucinada del oficial y los 15 agentes de la Gestapo que custodiaban el convoy. Comenzaron los disparos y las amenazas al conductor para reemprender la marcha, pero el maquinista, Albert Dumon, se dio cuenta de lo que pasaba y fue todo lo lento que pudo para que saltar no fuera un suicidio; llegó a parar varias veces, también.
Hasta 233 personas, judías en su mayoría, lograron abandonar el tren de la muerte aquella noche de primavera. Escaparon vivas 118, pero 26 más acabaron muertas por los disparos de los nazis y 89 fueron recapturadas en las siguientes horas. El destino de estos reapresados y de los que siguieron su camino fue la cámara de gas, asesinados nada más llegar a los campos, aunque este convoy también fue diferente porque el 30% de los detenidos fue derivado al llamado Bloque X de Auschwitz-Birkenau y sujeto a experimentos por parte del personal médico alemán. La mayoría de estos conejillos de Indias fueron mujeres. Los tres liberadores lograron escapar, tras repartir entre los salvados un poco de dinero del fondo de resistencia.
Hubo, además, una primera escapada ajena al plan antinazis en este tren, para completar la noche de osadía: la de la enfermera Regine Krochmal, miembro de la resistencia y judía no religiosa. Antes de su partida en el tren, un médico judío del campo de Malinas le entregó un cuchillo para pan que ella escondió entre sus ropas. La animó a intentar huir porque, si no, le esperaba una muerte segura. Por su oficio, se subió al coche médico para atender a los detenidos enfermos. Desde que salieron, se dedicó sin embargo a serrar las barras de madera del vagón y finalmente logró saltar. Del asalto y los tiros se enteró mucho después, libre. Vivió hasta 2012, dedicada a la lucha memorialista y a la psicoterapia, protagonista de historias ilustradas y monolitos de homenaje.
Simon, el único niño que se salvó
El episodio del convoy 20, profundamente arraigado en la memoria de la resistencia belga y todo un símbolo de rebeldía, es formidable por su arrojo pero, también, porque atesora historias como la de Simon Gronowski, el único niño que pudo escapar vivo de los vagones. Este abogado y pianista de jazz, que aún vive en Bruselas, es la viva imagen de lo que los nazis no pudieron aniquilar: la vitalidad, la empatía, la solidaridad, el respeto al diferente, el ansia de paz.
En 2005 publicó un libro excelente titulado L'enfant du 20e convoi (El niño del convoy 20) en el que, tras 60 años de silencio, contaba su historia. Un relato que ha saltado al cómic, al teatro y hasta a la ópera y que repite en los colegios e institutos en los que no para de contar lo ocurrido, para que no se repita.
Su caso es verdaderamente de película: nacido en Uccle, al sur de Bruselas, hijo de Leon y Chana (un exiliado polaco y una exiliada lituana), hermano pequeño de Ita, tenía 11 años cuando la Gestapo lo detuvo. La familia había dejado su casa de Etterbeek y estaba escondida en una buhardilla del Wolulle Saint Lambert cuando alguien -nunca ha sabido quien- los delató.
Los nazis llamaron a su puerta a la hora del desayuno. Se lo llevaron a él y a su madre. Su hermana ya tenía 19 años y había logrado la nacionalidad belga, no era apátrida, y su arresto se produjo en una segunda fase, el septiembre. Su padre se escapó de la redada porque estaba enfermo en el hospital, aquejado de silicosis porque sus primeros trabajos en Bélgica fueron en minas de Walonia. Su madre dijo que era viuda para que no lo buscasen. Los Gronowski tenían entonces una tienda de artículos de cuero, poseían su propia casa, sus hijos iban bien en la escuela. Todo quedó arrasado por los fascistas.
El pequeño Simon y su madre fueron trasladados primero a las oficinas centrales de la Gestapo en Bruselas y, luego, a Malinas. Los acabaron montando al tren en aquel abril del 43 diciéndoles que formaban parte de una "convocatoria laboral" para ir a trabajar en el Este de Europa. Eso pensaban que iban a ser, trabajadores, no cadáveres. Él llevaba el número 1.234. Chana, uno menos. En su obra, Gronowski relata vívidamente el momento en que iba dormido en brazos de su madre cuando el convoy se paró y su progenitora se dio cuenta de la vía de escape que tenían por delante. "Der tsug geht tsu schnell", le dijo en yiddish, el idioma de las comunidades judías asquenazíes del centro y el este de Europa. "El tren va muy rápido". Pero cuando aminoró, lo lanzó. "Mi madre me empujó hacia la vida", reconoce en su ancianidad.
El niño Simon primero la esperó pero viendo que el tren seguía, que ella no bajaba y los tiros arreciaban, se ocultó en un bosque cercano. Tenía experiencia de scout. Dice que no sentía miedo, que iba tarareando la canción que más tocaba su hermana, el clásico de jazz In the Mood, de Glenn Miller. Pero que si su madre le hubiera pedido que se quedara en el tren lo habría hecho. Caminó media noche hasta que llegó a una casa entre Sint Truiden y Tongeren (cerca de Lieja), llamó y le dijo a la dueña que había estado jugando con sus amigos y se había perdido. La ropa rota y el barro no ayudaban a mantener su relato. La mujer, en un clima de terror y colaboracionismo que sigue siendo un fantasma para parte de la sociedad belga, no le dio abrigo y lo llevó a la policía.
Simon se vio de vuelta en el tren. Lo dio todo por perdido. Pero no, dio con un agente que también formaba parte de esa Bélgica insumisa. Jan Aerts, se llamaba. "Podría haberme entregado, pero no lo hizo". "Lo sé todo. Estabas en el tren. No tengas niedo. Soy un buen belga", le dijo. En su comisaría yacían ya tres cuerpos de los judíos que tuvieron menos suerte el que chico. El policía lo llevó a su casa, lo alimentó, le dio ropa de su hijo que a duras penas le estaba bien e hizo que lo llevaran a la estación de tren para volver a Bruselas. El crío llevaba cien francos en el calcetín, la última previsión de su madre. Su padre, ya de alta, estaba escondido con unos familiares. Fue a visitarlo, pactaron no verse por precaución y así estuvieron 17 meses, en la misma ciudad pero tan lejos, hasta que Bélgica fue liberada. Al niño lo cuidaron un par de familias amigas, no judías.
Más allá de la escapada, el resto de la historia de aquel pequeño es igualmente enternecedora. Se había acabado el nazismo, pero en 1945 su padre murió, entre la enfermedad laboral y la pena, sostiene. Tenía ya 14 años y estaba solo. Pero se las ingenió para salir adelante: su casa de siempre había seguido sorprendentemente vacía y se hizo cargo de ella, alquilando habitaciones. Con ese dinero, acabó doctorándose en Derecho con 23 años. Se casó, tuvo dos hijas y se puso a tocar el piano sin saber ni leer las partituras en homenaje a su hermana Ita. Durante el confinamiento por coronavirus, acercaba el teclado a la ventana y daba conciertos a sus vecinos cada tarde. Louis Armstrong, Duke Ellington, Ella Fitzgerald, de todo.
De lo que no hablaba era de lo que pasó en el tren. Lo sabía su círculo, pero sin detalles. Hasta que varios historiadores lo convencieron de la necesidad de contarlo, para sí mismo y para su comunidad. Simon dice que se sentía "culpable por haber sobrevivido", que le costó mucho ordenarlo todo, pero que le dio paz y la satisfacción de poder exponerlo a las generaciones venideras. Ahora es defensor del asilo, de las políticas acogedoras para los migrantes, de la mano tendida al distinto. Repite: "El dolor no es propiedad exclusiva de los judíos".
Sus rutas por medios y entidades le ha traído además encuentros inesperados: pudo conocer a un anciano como él, hijo de un colaboracionista, el unico rebelde antinazis de su casa, que hoy es su inseparable y con quien ha escrito un tratado sobre la amistad y ha recibido varios Honoris Causa en universidades del país. Este señor, Koenraad Tinel, escultor, tuvo un hermano carcelero justamente en el cuartel de Dossin y, con los años, logró un encuentro con Simon para pedirle perdón. Un miembro de las SS y un superviviente de los trenes de la muerte. Juntos. Sus entrevistas, aunque ya sea cosa menor, le han llevado a que lo conozca hasta a Woody Allen, que le pagó un viaje a Nueva York para tocar jazz con él. Cada vez que acaba sus intervenciones, repite lo mismo: "La vida es bella". Lo dice a sabiendas, pese a todo.
Una labor heroica
Como en todos los lugares donde las tropas alemanas se impusieron en la Segunda Guerra Mundial, Bélgica mantiene un debate intenso sobre el grado de colaboracionismo y de resistencia en aquellos años. Y, como en todos lados, hubo eso, de todo. Desde seguidismo hasta asaltos al convoy 20. Con los años, el país se va reconciliando a ratos con su pasado.
Por ejemplo, ha habido escándalos porque miles de belgas que se unieron a las tropas nazis lograron una pensión vitalicia de Alemania que aún cobraban hace apenas cuatro años, polémicas internas serias sobre si fueron más permisivos los valones o los flamencos, pero también informes de universidades como la Libre de Bruselas que constatan que fueron más de 20.000 los judíos escondidos por ciudadanos belgas y salvados de los campos de exterminio en aquellos años.
Hubo gestos de resistencia pacífica importantes: ayuntamientos como los de Lieja o Bruselas se negaron a imponer la estrella amarilla y en Amberes, como protesta, comenzaron a llevar este signo de infamia todos sus vecinos, judíos o no. Israel, a través del Museo Yad Vashem de Jerusalén, ha reconocido a más de 1.600 belgas como Justos entre las Naciones, personas que ayudaron a salvar vidas de los perseguidos.
Tras 18 días de combate, el ejército belga se rindió ante los alemanes, iniciándose así una ocupación que duró hasta la liberación del país por parte de las fuerzas aliadas en 1944. Ante la derrota inicial, muchos belgas escaparon a Reino Unido, donde formaron un gobierno y un ejército en el exilio para continuar la lucha.
En el caso de los tres héroes de Boortmeerbeek, no todos salieron con bien de aquella guerra. Livchitz, el doctor judío, fue arrestado al mes. No se resignó: redujo a su guardián, le quitó el uniforme y escapó de la sede de la Gestapo en Bruselas. Pero Georges, que era su nombre de guerra, volvió a ser arrestado en 1944 junto a su hermano, también en la resistencia, y finalmente fusilado a las afueras de la capital belga.
Franklemon (o Pomelo) también fue detenido en agosto del 43 y condenado vía consejo de guerra a seis años de cárcel, que pasó prisionero en diversos campos de concentración y prisiones locales. Sobrevivió a la guerra y murió en 1977 en la República Democrática Alemana, donde se había ido a vivir y se dedicó a la música.
Maistriau estuvo a punto de ser arrestado a la mañana siguiente del asalto, pero advertido por un vecino, se fue a esconder entre unos matorrales. Se quedó siete meses en los bosques con los partisanos, fue detenido en el 44, pasó por cuatro campos de detención y acabó siendo liberado en Bergen-Belsen (Alemania) con el fin de la guerra. Fue tan bueno organizando que su primer trabajo en paz fue con la Seguridad del Estado belga, de asesor. Dedicó el resto de su vida a la agricultura ecológica, trabajando mucho en Congo, y murió en 2008.
80 años después, sus nombres y su proeza son motivo de múltiples homenajes en toda Bélgica. Junto a la estación de la linterna y la falsa luz roja, un monolito les recuerda para siempre. Con las manos unidas.