¿Izquierda pija o izquierda cipotuda?
Hay una cierta izquierda que tiene problemas con un obrerismo imaginario (que tampoco practica mucho, en realidad) y con la definición de clase. Son décadas de fracaso en fracaso en las que la clase obrera ha dejado de oír, no digo ya de entender, estos lenguajes de esta izquierda que han adquirido una connotación burocrática alejada de las esperanzas e inseguridades de la gente débil que se pretende representar.
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Sostiene Alberto Garzón en un artículo publicado en ElDiario.es que la culpa de que haya ganado Trump la tiene una suerte de "izquierda pija". Comienza su artículo planteándose el problema de por qué la clase obrera (parte de ella, sostiene, la parte blanca) ha votado a Trump, para reconocer que en España también los desempleados votan a Ciudadanos o al PP (21%, frente al 13,4% que vota a Unidos Podemos). Quizás le haría falta revisar la historia para comprobar que esto viene ocurriendo sistemáticamente desde hace bastantes elecciones, pero dejémoslo así. Su diagnóstico es que esto es culpa de la izquierda pija, que limita su atención al feminismo y el patriarcalismo y ha dejado de lado a la clase obrera. Su solución es clara:
Ciertamente tiene razón en preocuparse. ¿Por qué los trabajadores británicos de las zonas industriales apoyaron el Brexit o por qué apoyan a Marie Le Pen? Hay muchas explicaciones, algunas de ellas bastante sensatas, como la de que el capitalismo global produce inseguridad creciente y los grupos sociales con miedo a perder su estatus histórico se refugian en quienes, mintiendo, les prometen tal seguridad. Pero no está nada clara su solución: "Hacernos pueblo", sostiene. Quiero decir: no está nada claro qué significa hacerse pueblo (quizás abandonar el piso del centro de Madrid e irse a vivir a Getafe, por ejemplo, que vota al PP y donde habitan las mujeres que realizan trabajos de cuidado sin remunerar y los jóvenes habituados a las nuevas tecnologías pero no al empleo). Sí está mucho más claro, sin embargo, cuál es la solución política que propone: "Unidad, organización y, sobre todo, praxis". Nada nuevo. Uno lleva oyendo este mensaje de cierta izquierda al menos desde que tuvo uso de razón política. En mi caso, hace mucho.
Esa cierta izquierda tiene problemas con un obrerismo imaginario (que tampoco practica mucho, en realidad) y con la definición de clase. Son décadas de fracaso en fracaso en las que la clase obrera ha dejado de oír, no digo ya de entender, estos lenguajes que han adquirido una connotación burocrática alejada de las esperanzas e inseguridades de la gente débil que se pretende representar. A veces me da la impresión de que la izquierda cipotuda (digamos, para usar el glorioso adjetivo de Íñigo F. Lomana) sólo ve a la clase obrera cuando llama al fontanero.
Es cierto que el problema es serio: ¿cómo pensar la transformación del mundo bajo las condiciones de un capitalismo mucho más dinámico que sus críticos? También, desgraciadamente, las formas burocráticas han mostrado la misma capacidad adaptativa que el capitalismo que dicen combatir o suavizar y se han convertido en un simbionte que sobrevive en los márgenes del sistema, realimentándose de la resistencia sin ser capaz de generar otra cosa que una vago sueño de otra cosa, como si el socialismo fuese una fase siguiente a la del capitalismo; como si los deseos de cambio se hubiesen instalado en un eterno "mientras tanto".
Claude Lefort recuerda el Prefacio a la segunda edición de sus Elementos de una crítica de la burocracia los momentos en los que se fue distanciando del marxismo realmente existente a finales de los años cincuenta. Sostenía que, aunque la crítica de Marx al capitalismo sigue siendo pertinente, su error fue confundir la democracia con un régimen y con un conjunto de instituciones determinadas históricamente. Pero la democracia no es un régimen de instituciones que se usan instrumentalmente y se superan en la calle cuando no se ven productivas. La democracia es una forma de vivir y organizarse en todos los niveles de la existencia, una suerte de actitud (praxis, si se quiere llamar así) que, al tiempo que representa, trata los conflictos que son inherentes a la vida en común sin agruparlos bajo la bandera de un futuro lejano donde serán superados. Porque el conflicto es la regla que impulsa la transformación del mundo y también el medio en el que se realiza.
Si algo ha demostrado la historia contemporánea es que la esperanza y deseos de cambio de la gente se desenvuelve de formas diferentes, casi siempre en conflicto entre sí, y bajo modos de opacidad y desconocimiento de la propia sociedad que los origina. ¿Cómo explicarles a los bienintencionados militantes que su progresismo público escondía modos patriarcales absolutos de organizar la vida? Quizás Gil de Biedma, no aceptado en el PCE (porque, decían los dirigentes, los homosexuales son más vulnerables a chantajes), pudiera explicar algo sobre cegueras y metacegueras.
El conflicto entre aspiraciones de emancipación se extiende y forma parte de nuestra trama de la vida porque nuestras esperanzas son distintas y se abren camino en direcciones diferentes: los deseos de identidad de los pueblos; la aspiración a un mundo sin patriarcalismo; la necesidad de sobrevivir a nuestra civilización; el sueño de una vida cotidiana no colonizada por la bulimia de consumo; la lucha por no hablar la lengua del amo y saberse, sin embargo, habitantes de esa lengua. Todas estas esperanzas se superponen y tensan con las de la exigencia de un empleo y vivienda, de un sueldo digno y de una vida sin la inseguridad que crea el capitalismo. La mujer trabajadora que tiene a su cargo a su madre y a sus hijos no por ello deja de ser mujer ni sentirse agredida cada vez que miran en la escalera que limpia su piel cetrina, o se burlan porque está enganchada a una telenovela alienante.
Si algo ha demostrado la historia contemporánea es que la idea de que los movimientos sociales confluyen y convergen en una misma calle de dirección única no sólo es utópica sino profundamente autoritaria. Se instala el autoritarismo en la oculta presuposición de que todo vale mientras sirva instrumentalmente, aunque solo sea para unos cuantos votos más. No: el conflicto ha de admitirse como origen dramático de ese invento que llamamos democracia y que no es sino el modo de situarse en el conflicto sin reordenarlo y resignificarlo desde las cúspides burocráticas. Cada momento de cambio en la sociedad viene precedido de los mismos gritos: "nos estáis dejando fuera"; "no nos representáis"; "nosotr@s también somos".
Praxis, sí, pero ¿qué praxis? La mejor parte de la humanidad que conozco está formada por gente radical que transforma su vida cotidiana y quiere transformar el mundo pero no quiere dejar de sentirse libre. Gente que no confunde la lealtad con la obediencia, ni las afiliaciones con sumisiones. Gente que se instala en el conflicto como modo de cambiar su condición. Que aprende cada día de las lecciones que les dan las otras y los otros sobre las propias cegueras. Que se sabe contradictoria en sus aspiraciones y que por ello no circula por el mundo con una carta de moralidades. Gente que sabe que las revoluciones se viven en la vida diaria, no se sueñan para mañana. Gente que sabe que el mundo se cose y se descose en la vida cotidiana, que aceptan el amor y el conflicto con la misma tranquilidad que se acepta la vida y la muerte.
Todo esto ya está inventado desde hace más de dos mil años. Protágoras y sus afines del partido demócrata ateniense sabían ya que las personas no necesitan que nadie les eduque en la democracia. Lo sabían todos los disidentes de la historia contra la tentación autoritaria. Porque la esencia del capitalismo es la organización autoritaria de la existencia. No importa a qué forma de capital se subordine: económico, político, social, cultural, simbólico. Supuestos liberalismos que esconden un profundo autoritarismo y supuestos movimientos emancipatorios que esconden una organización burocrática autoritaria. Las formas de resistencia no pueden dejar la esperanza para mañana: instalarse en la radicalidad implica que los modos de asociarnos sean ya un modo de transformar la vida cotidiana, de aceptar el conflicto, de federar desesperanzas que no se encuentran entre sí. La forma democrática exige cierta dosis de humildad y tolerancia, y sobre todo, de atención a lo que dicen otras y otros: nace de saberse bajo la condición de opacidad y de auto-inconsistencia, de aceptar el conflicto como el científico acepta el experimento, arriesgándose al fracaso para aprender de él. La forma democrática, sostenía Dewey, es una forma en la que la sociedad experimenta consigo misma para desvelar las cegueras y metacegueras propias. Solo así, al final de una vida, podremos decir: "yo viví la revolución".