El engaño del verano: cómo nos han hecho creer que es lo mejor del año
No me gusta el verano. Ya lo he dicho, y confesar algo así es como salir del armario en un país en el que todo es alegría y jolgorio llegada esta estación. Acabo de pasar a la categoría de bicho raro nivel pro, lo sé. Pero les voy a dar unas cuantas razones que quizá les convenzan.
No me gusta el verano. Ya lo he dicho, y confesar algo así es como salir del armario en un país en el que todo es alegría y jolgorio llegada esta estación. Acabo de pasar a la categoría de bicho raro nivel pro, lo sé.
Confesar que no te gusta el verano en un grupo es como decir que comes placenta de mono o que utilizas sanguijuelas para hacerte una limpieza facial. Te miran raro, y entonces empieza la retahíla de bonanzas que tiene esta estación y que estás harto de escuchar un verano tras otro mientras solo piensas en huir al hemisferio sur hasta que pase esta estación y sus bonus track (o sea, el famoso y pegajoso veranillo de San Miguel).
No tengo ningún trauma infantil ni nada que haya hecho que quiera meterme debajo del edredón hasta que pase esta estación. Simplemente, creo que padezco un síndrome de odio estacional al ver los daños colaterales que esta estación provoca y que enumero a continuación:
Estilismos catastróficos. A menos tela más carne fuera que deja ver todas las miserias de la condición humana. Quien dijo la frase de "no somos nadie y en bañador menos" debería ganar un premio Nobel.
Hay auténticos estilismos imposibles. Parece que en verano todo vale. No voy a entrar al fondo de la cuestión porque sería tan políticamente incorrecta que posiblemente me censurarían. Pero hay prendas que no deberían fabricarse, cuyos patrones deberían destruirse, que cualquier evidencia de su existencia debería hacerse desaparecer. No podemos dejar esa herencia a los extraterrestres cuando el ser humano se extinga (que será un verano, seguro) y nos colonicen.
Las redes sociales se vuelven insoportables. Se convierten en un spin off del espacio televisivo El Tiempo. Como si el resto de los mortales estuviéramos dentro de una burbuja de aire acondicionado matándonos a mojitos sin sufrir lo que pasa en el exterior. No hace falta que me informes del calor que hace, no soy de amianto y lo sufro.
Comienzan los piesfies. Esas fotos de los pies en la playa, pies en la piscina... Abras a la hora que abras las redes sociales aparecerán unos pies recordándote que tú estás en la oficina y ellos de vacaciones. Todo tan idílico: no hay fotos de mosquitos tamaño albatros, pieles abrasadas por el sol, mudas de piel post pieles abrasadas por el sol, niños croqueta rebozados en la arena de la playa después de ponerles la crema de protección solar, la lucha por el espacio en las piscinas o las picaduras de medusa.
Todo quema. Y quema mucho. Intentar sentarse en la marquesina del autobús con el metal del asiento a noventa grados garantiza una disolución de los nódulos grasos (liposucción por combustión) instantánea.
El asfalto parece que en cualquier momento puede llegar a fundirse y a convertirse en alquitrán.
Entrar en el coche y notar cómo sube el aire desde el mismísimo infierno; tener que esperar a que el volante baje de temperatura para empezar a conducir o arriesgarse a perder las huellas dactilares. O, si el coche es de un color oscuro, esperarse la autocombustión mientras conseguimos que salga una miserable gota de aire frío.
La lucha por el aire condicionado. En verano, quien gestiona el aire acondicionado es el máster, el dios, el amo, el gran jefe. Hay que echar siempre un forro polar al bolso porque normalmente en las oficinas caen chorros de aire procedentes del Ártico por las rendijas del aire acondicionado. Cuando pides que lo bajen siempre hay dos posibles respuestas:
- No se pueden tocar los perimetrales. Momento en el que te quedas callado y no peleas porque suena a que el edificio puede explotar si se tocan. Entonces te subes la cremallera del forro polar y te pones los calcetines.
- No se puede bajar. O se quita o se pone, pero no se puede graduar. ¿Me estás diciendo que el hombre ha llegado a la luna, que puedo bajar las persianas de mi casa desde mi teléfono móvil, que hay una cosa que se llama Internet que hace que pueda hablar con un tipo en China en tiempo real y que no se puede graduar la temperatura del aire acondicionado?
Operación asfalto. Madrid, cincuenta grados a la sombra y operación asfalto en marcha. Calles cortadas, otras dadas la vuelta (llegas por la calle de siempre y te la han cambiado de sentido), el alquitrán que se respira y crea una nube de chapapote en las fosas nasales y la sinfonía de las máquinas de la obra. ¡I-dí-li-co!
Terrazas. ¡Como molan! Qué bien estar al ¿fresquito? cuando cae la noche. Sobre todo cuando te tocan debajo de casa y tienes al señor del acordeón metido en tu salón en el mejor de los casos o en tu cama en el peor. Del tono de la voz cuando nos venimos arriba con las copas, mejor ni hablamos.
Piscinas de las urbanizaciones. No nos olvidemos que los niños dejan de tener colegio a principios de junio. Las piscinas están abiertas y el calor aprieta. Entre semana son llevaderas. El fin de semana solo piensas en quitar el tapón, que se vaya todo el agua y que cada uno se suba a su bañera mientras visitas webs de compra de casas en el campo. Pero en el campo, campo. Lo que viene siendo el típico campo menos poblado que Marte. Sin vida humana a menos de cinco kilómetros a la redonda.
Hacer deporte. Si en invierno ya cuesta echarse a la calle a correr o ir al gimnasio y pensar en salir de allí recién duchado, pisar la calle y que se llene el pelo de escarcha, en verano el solo hecho de plantearse salir a correr da fatiga. Si conseguimos vencer la pereza nada más pisar la calle, la bofetada de aire caliente que nos da en toda la cara nos recuerda que no merece la pena exponernos a ese riesgo innecesario, pero por orgullo torero trotamos poniendo villancicos en la playlist que nos generen la ilusión de estar en pleno invierno.
La televisión. ¿Hay algo peor que la programación de verano? Refritos de programas y reposiciones de series de hace décadas. Odio los anuncios de televisión del verano. Siempre es gente en la playa, idealérrima, bailando y levantando sus copas al sol. Solo soy muy fan del anuncio del abejonejo, mucho más fiel a la realidad.
Las noches dando vueltas en la cama. Intentar dormir cuando la temperatura por la noche no baja de veinticinco grados es un imposible. Vueltas y vueltas y vueltas. Abrir puertas para hacer corriente y que no se mueva ni una mota de polvo.
Si ponemos el aire acondicionado, al día siguiente tendremos la misma voz que Carmen de Mairena. Y si nos lo dejamos encendido toda la noche, esperamos la factura de la luz del mes como quien espera una citación judicial; con mucho susto.
La gente se dispersa. Odio esa sensación de descontrol sobre mi familia y mis amigos. Cada uno tira para un lado. Y me produce una tristeza estacional pasajera rara. Cuando estamos todos en Madrid, aunque no nos veamos, estamos todos en la ciudad sabiendo que en cualquier momento nos podemos ver. Pero en verano nos dispersamos por el mundo.
Solo parece que nos hemos librado de la canción del verano. Desde que Pitbull entró en escena vivimos en un bucle musical de eterno verano. Las viejas glorias como La Barbacoa, El Tractor Amarillo, los siniestros pajaritos bailando, La Macarena, han sido barridos del mapa. Ahora hay canciones del verano todo el año.
Concluyendo y por si no quedaba claro; no me gusta el verano NADA.
¡Feliz verano!
Este post fue publicado inicialmente en el blog de la autora