'El senyal de la pèrdua' de Maria-Mercè Marçal, o el rastro del caracol
Tocada por el don de la palabra, Maria-Mercè Marçal es una de las grandes. A la altura de Ausiàs March, de J.V. Foix; de Caterina Albert, de Mercè Rodoreda. No se lo pierdan. No se la pierdan. Recurran a traducciones de su poesía, lean la versión castellana de su novela: La pasión según Renée Vivien (1995). Aprendan catalán si es necesario.
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Nunca fue tan espesa la trenza entre vida y literatura como en el libro El senyal de la pèrdua, el último libro póstumo de Maria-Mercè Marçal. Editados con emocionante devoción por Fina Birulés (compañera) y Heura Marçal (hija), se publican, dieciséis años después de su prematura muerte, los escritos inéditos quizás más significativos de sus dos últimos años de su vida: un dietario y un epistolario.
El conciso dietario -aparte de una solitaria hoja de 1989 que no por casualidad versa ya sobre escritura- empieza cuando se le declara un cáncer implacable y devastador. Intermitentemente, pero con una lucidez y una inteligencia estremecedoras -quizá más lacerantes todavía porque no ahorra ni el sentido del humor, ni la autoironía- mira de frente, vertiginosamente, a la muerte (la personal, la intransferible); analiza la enfermedad; escruta los cambios, la decrepitud de un cuerpo crucificado; imagina la posibilidad de convertirse en amazona. Habla también de la vida cotidiana; de la aventura de una vida en común; de la promesa de la felicidad que ya es felicidad; expresa la alegría consciente por decisiones capitales, vitales, bien tomadas.
En muchos de sus pliegues se esconden versos que posteriormente hizo florecer en sobrecogedores poemas. Porque una de las características del dietario es su portentosa calidad literaria. Puede verse tanto en las líneas que dedica a su propia escritura o a la literatura en general, como en imágenes dignas de la mejor novela, o en las contenidas, apasionadamente amorosas, cartas a las mujeres que más quiere -hija, madre, hermana, compañera-, esenciales, desnudas, abismales, y, al mismo tiempo, pura literatura. Créanme cuando digo que también son literatura: la carta a la compañera acaba exactamente igual que las agradecidas líneas que le dedicó al final del prefacio de La germana, l'estrangera (1985).
El alto grado de elaboración y la presencia de la literatura unifican dietario y epistolario. El epistolario se compone de las cartas (a medida que se acerca el final, postales) que la poeta envió a Jean-Paul Goujon, profesor en la Universidad de Sevilla, con quien compartía la pasión por Renée Vivien. Heura Marçal ha traducido las cartas al catalán, puesto que la autora las escribió en francés. En esta elección, tal vez pesó la pereza de Marçal de escribir en castellano, o quizá fue el deseo de usar una lengua cercana que también conocía, pero no puedo evitar pensar que, así como eligió la sextina -en palabras suyas, «camisa de fuerza»- para articular la extraordinaria serie de poesía amorosa que es Terra de Mai (1982), el hecho de escoger la restricción del francés le proporcionaba el marco formal más idóneo para articular este fecundo diálogo sobre literatura.
Se habla de Vivien, claro está, pero de muchas otras autoras: Tsvetáieva, Ajmátova, Roig, Salvà..., sorprendentemente, de Almudena Grandes, a quien Goujon detesta y Marçal defiende. Y, sobre todo, de escritura; de literatura; de traducción; de cómo de repente la única que no cansa es la lengua materna; de la poesía que -de pronto- reaparece tímidamente. Con valentía, no esquiva la dicotomía entre la poesía como expresión de la efervescencia del ánimo, a menudo dolorosa -aunque sea siempre una trabajada elaboración-, y la serenidad y el distanciamiento de la prosa.
Con bondad no exenta del rigor de la que hace gala Marçal como crítica literaria, por ejemplo, en la maravilla de los ensayos reunidos en Sota el signe del drac (2004), muestra su disgusto por el frívolo sintagma con el que la despachó José Agustín Goytisolo: «fresca espontaneidad». Un tópico que suele aplicarse a la literatura escrita por mujeres, pero que sólo desvirtúa a quien lo usa y no a la elaborada y profunda obra de la autora, quien reflexiona también sin concesiones y con una capacidad analítica excepcional sobre algunos aspectos del feminismo. De todos modos, tal vez lo más emocionante es ver cómo, a medida que se suceden las cartas, vida y literatura se van trenzando. Cada carta es un zarcillo que ata una amistad nacida a cobijo de la literatura.
Tocada por el don de la palabra, es una de las grandes. A la altura de Ausiàs March, de J.V. Foix; de Caterina Albert, de Mercè Rodoreda. No se lo pierdan. No se la pierdan. Recurran a traducciones de su poesía, lean la versión castellana de su novela: La pasión según Renée Vivien (1995). Aprendan catalán si es necesario. De paso, construirán puentes de comprensión sólidos y perdurables, de los de verdad. Lejos del comentario de Alfonso Guerra tras la muerte de Salvador Espriu: «Ha muerto sin haber conseguido el Nobel de Literatura». Palabras que más que de la literatura de Espriu hablan de Guerra (y de la reluctancia de gran parte del establishment en lengua castellana de premiar con un Nobel la literatura catalana).
Alejarán el peligro de pensar que cuando alguien escribe un libro en catalán es porque es «integrista». El frío día de san Esteban, sentadas en un bar de Madrid, una conocida a quien me consta que caigo bien, amiga de una amiga, me atribuye el anticuado, curioso y feo epíteto después de caer en la cuenta que mis dos últimos libros son en catalán. Comentario sin malicia, inocente, sin ninguna intención de ofender; contradictorio con su progresismo, con su apuesta por la diversidad, si tanto me apuran, con la ecología, pero que allí quedó. Simplemente escribo en mi lengua. Comentario impensable, indecible, si se tienden puentes entre lenguas, entre literaturas.
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