Dos puñetazos
Alexis Tsipras, el dirigente de Syriza (había quien creía que encarnaba la esperanza griega), ha excluido a las ministras de su masculino Gobierno. Empezamos mal: no hay peor manera de afrontar la lucha contra la desigualdad. ¿Consecuencias? Ninguna.
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Alexis Tsipras, el dirigente de Syriza (había quien creía que encarnaba la esperanza griega), ha excluido a las ministras de su masculino Gobierno. Empezamos mal: no hay peor manera de afrontar la lucha contra la desigualdad. Lo ha decidido en el contexto de una drástica supresión de ministerios. El puñetazo es, pues, doble: la situación es tan grave -viene a decir- que hay que arremangarse, que no podemos andarnos con chiquitas, no podemos distraernos con memeces o adornos propios de tiempos de vacas gordas; no podemos estar por la paridad, ni siquiera por el guiño que habría supuesto nombrar algunas de las preparadas luchadoras griegas contra la crisis y la troika (que bailen y canten durante la celebración de la victoria; después, a casita). He podido escuchar a algún comentarista y a algún periodista que minimizaban la decisión. Seguramente, porque la imaginación humana es limitada y les es inimaginable una decisión que invirtiera la situación.
¿Consecuencias? Ninguna. ¿Cuántos años costó (si es que lo han aprendido) que ONGs y Gobiernos se dieran cuenta de que cuando se daban las ayudas a los hombres, una gran parte de ellos se las gastaba en alcohol y, por ejemplo, en una radio para su uso personal, mientras que si se daba a las mujeres mejoraban su situación, así como la alimentación y la educación no sólo de sus hijas sino también de sus hijos? Fenómeno paralelo: más del 98% de las mujeres (esperanza, seriedad y fortaleza) devuelven escrupulosamente los microcréditos que les conceden.
En el mismo orden de cosas (hay tantas obispas en la Iglesia católica como ministras en Grecia), hace días que doy vueltas a la opinión (y al sentimiento) que mucha gente tiene respecto al papa Francisco a pesar de su feroz e implacable política contra las mujeres. No hablo de la derecha, que lógicamente, al comulgar con su ideología y políticas, contribuye a ellas con todas sus fuerzas. Hablo de una amalgama de personas -en su mayoría hombres- que consideran que los ataques continuados a las mujeres, el desprecio (que incluso llega al el odio), están mal, pero son un mal menor, una cuestión secundaria, un detalle que no cuestiona «lo importante». Incluso lo postula algún entusiasmado dirigente que aspira a hacer tabla rasa, a realizar otro tipo de política, a acabar con la caspa, como Pablo Iglesias.
Cuando se habla de ello, puede constatarse que hay hombres que no se engañan respecto al, digamos, pensamiento del papa sobre las mujeres, incluso les duele, pero, sin embargo, se ven empujados irremisiblemente a sentir simpatía hacia él. Será porque no se dan cuenta de que su profundo machismo excluye e invalida los supuestos avances, sus ideas no tan retrógradas en otras cuestiones.
Es muy posible que suceda lo mismo con Tsipras. ¡Ay, los límites de la imaginación! Me temo que hay una conexión íntima y estrecha entre los dos casos, entre estas similares aceptaciones.