Y entonces, ¿para qué están?
"No me iré mientras siga contando con el apoyo de mi presidente" dijo la dimitida Cristina Cifuentes antes de abandonar su puesto de presidenta de la Comunidad Autónoma madrileña. Y se fue cuando dejó de contar con la confianza de su presidente, del Sr. Rajoy, presidente del PP. Ella era presidenta de una Comunidad Autónoma, pero se comportó a la hora de seguir o marcharse como la delegada del gobierno que preside su presidente.
Quienes hemos ejercido responsabilidades autonómicas de la misma condición que la ejercida por Cristina Cifuentes, estábamos más atentos a la voluntad de los ciudadanos sobre los que gobernábamos que al dedo pulgar del presidente o secretario general del partido. Teníamos la clara conciencia de que si ocupábamos la presidencia de una Comunidad Autónoma o de un Ayuntamiento, no era por capricho o voluntad del jefe de tu partido sino porque los electores le habían concedido a la formación política en la que militábamos los apoyos suficientes como para que el parlamento o el plenario municipal nos concediera los votos necesarios para salir investidos para el cargo presidencial.
Desde la dimisión de Cifuentes, la Comunidad madrileña ha estado sin presidente hasta que el jefe del partido ha deshojado la margarita y ha decidido quién la gobierna que, por lo visto hasta ahora, no lo hará en nombre del pueblo madrileño, sino en nombre de Rajoy. Queda clarísimo que el nominado hará y dirá lo que le diga quien le va a poner ahí. Su papel de muñeco queda retratado tras ese espantoso papel que le han encomendado hacer. A nadie podrá extrañar que la valoración de las Autonomías cada día que pasa disminuya a marchas forzadas. Un porcentaje importante de ciudadanos piensan ya que para tener a un presidente y a un gobierno que le deba su legitimidad al que manda en su partido sería mejor volver al sistema centralista y ahorrarnos ejercicios de ventriloquía.
Para rematar el desprestigio, la Comunidad Autónoma de Cataluña lleva meses gobernada por el gobierno central en aplicación del artículo 155 de la Constitución española. Pasan los meses y no pasa nada. La televisión autonómica catalana sigue tan neutral y objetiva como siempre, la Administración sigue funcionando, la lengua común de todos los españoles sigue ausente de las aulas, los parlamentarios autonómicos siguen sin hacer nada y cobrando como siempre, sin que Cataluña haya descendido en su riqueza o en su aportación al PIB nacional.
No resulta extraño que haya ciudadanos que pregunten por las razones que tenemos los que defendemos el sistema autonómico cuando ven que Madrid cambia de presidente cada vez que quiera el jefe del partido que gobierna, y que Cataluña sigue viva y coleando, y su administración realizando a la perfección la tarea de agencia de viaje para que sus parlamentarios independentistas se familiaricen más con el centro y el norte europeo, visitando Berlín, Bruselas o Waterloo cada vez que se le antoje al Molt Pròfug President Puigdemont. Quienes tanto alardearon de ser los impulsores del Estado autonómico, son los que lo están llevando al descrédito y al desastre.
Y algunos, viendo el espectáculo, piensan que los políticos de la transición eran mejores que los actuales, porque eso antes no pasaba. Lo que los diferenciaba era la independencia de criterio, la libertad para ejercer su cargo en virtud de lo que comprometían electoralmente y la confianza que en ellos depositaban los ciudadanos. ¡Qué es eso de que "no me iré si sigo contando con la confianza del jefe"! Un político demócrata no se debe al jefe sino a los electores y al parlamento. Un chico de 25 años, a cuya madre mató su pareja, dejándolo huérfano y tutor de su hermano pequeño, decía recientemente en el Senado que los vecinos de su pueblo suplieron lo que no hicieron los políticos. "Y, entonces, ¿para qué están?", preguntaba. Por lo visto, para obedecer al jefe.
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