Waldo de los Ríos, concierto para un adiós

Waldo de los Ríos, concierto para un adiós

Su biógrafo, Miguel Fernández, reconstruye el último día de vida del compositor

Portada de 'Desafiando al olvido", la biografía de Waldo de los Ríos.ROCA EDITORIAL

Además de componer el Himno a la alegría, del que se vendieron más de 7 millones de discos en todo el mundo, o la banda sonora de la serie Curro Jiménez, la batuta de Waldo de los Ríos, de cuyo suicidio se cumplen este lunes 45 años, estuvo detrás de muchas éxitos de la época, como Balada de la trompeta, La Yenka o Corazón contento

La primavera no termina de llegar. Hace frío en Madrid. Aunque esté bien entrada la mañana, le cuesta salir de la cama porque ayer, casi al mismo tiempo que dos aviones chocaban en la pista del aeropuerto de Los Rodeos, se tomó de un golpe muchas pastillas. No sabría decir cuántas. Analgésicos, sedantes, somníferos… en su desesperación, reunió todos los comprimidos que pudo sobre la palma de la mano y, sin pensarlo dos veces, se los tragó. Por la noche, mientras en el telediario contaban que la cifra de muertos en el accidente aéreo sería escalofriante, él rabiaba de dolor de estómago. Desde hace más de un año siente esa misma punzada en el alma, en el ánimo, en el corazón. Nadie puede impedir que sufra, que todo duela y nada ilusione. Está convencido de que la voz que, durante una sesión, hace meses, movió el vaso de la ouija se saldrá finalmente con la suya. Todos escucharon con claridad tres números: 28, 3, 77. “Puede ser una fecha”, apuntó alguien. Un día como este lunes lluvioso y destemplado. Si mamá estuviera a su lado, quizás le pediría que siguiera acostado para conjurar el presagio. “En la cama no puede pasarte nada, hijito”. Desde hace muchos años, cada dos o tres semanas se envían una cinta magnetofónica. “Quédese tranquila, madre, estoy bien y antes de lo que piensa apareceré por ahí”, acaba de prometerle en una carta, la última. Qué sabe ella de este fuego que le quema las entrañas. Llevan mucho tiempo sin verse, demasiado. Volvamos a volar juntos, calandria.

Isabel llama desde Roma. La criada insiste en que debe que atender el teléfono. A su lado, Eladio tiene prisa. Han dormido juntos. Se presentó en casa después de notar que hablaba con dificultad. Para entonces, las pastillas empezaban a hacerle efecto, Como pudo, abrió la puerta al amigo que no paraba de preguntar “Waldo, ¿qué has hecho?”. Vino un médico y le dio algo para lavarle el estómago. No, no podía morir todavía. La hora no estaba cumplida. Desgraciadamente, a muchos pasajeros de los aviones de KLM y Pan-Am el destino no les ha brindado esa tarde una oportunidad. En el telediario apenas pueden ofrecer imágenes de los aparatos siniestrados. Nunca le gustaron los aviones. A España llegó en barco en el otoño del 62. En realidad, quería ir a Alemania a estudiar música electrónica, pero le negaron la beca. No les impresionó su expediente académico, los años de estudio con Ginastera, la invitación de la Columbia a su convención internacional en Colorado. Pese a su juventud, era ya un músico reconocido en Argentina. Los alemanes, sin embargo, le dieron con la puerta en las narices y tuvo que empezar de nuevo en España. Poco a poco, paso a paso. Una actuación en un concierto benéfico, luego algún espectáculo en la radio y, por fin, un programa para jóvenes en televisión, Escala en Hi-Fi, que abrió su buena racha. Alberto Cortez, La Yenka, Laura Casale, Monna Bell, Raphael, Karina, Miguel Ríos, Massiel, Marisol… todo lo que tocaba Waldo parecía estar condenado al éxito.

Conduce resacoso su envidiado Lamborghini sin apartar la mano del estómago. Tal vez no haya sido una buena idea salir de casa. En las paredes de algunas calles han aparecido carteles publicitarios de los partidos políticos que se preparan para concurrir a las primeras elecciones libres en cuarenta años. En la radio, además de Tenerife, hablan de Jimmy Carter, Todo parece cambiar muy deprisa. También en la discográfica para la que trabaja. Los números no salen, dicen los propietarios. Hay que reducir costes, trabajar con menos músicos. Ahora sería difícil grabar con una orquesta como la del Himno a la alegría. La compañía ganó mucho dinero, él también. A partir de ahí, la espiral parecía imparable: la boda, el ático frente al Palacio Real, los viajes, el Lamborghini, los relojes, el chalé en Parque Orgaz, el piso en Roma, los éxitos, el dinero para Isabel, las ayuditas a mamá. Ahora todo eso puede saltar por los aires en cualquier momento. La mina de oro se agota. Aunque es el artista de la compañía que más discos vende, teme la llamada del director para anunciarle la rescisión del contrato. Le aterra el cheque sin fondos, la falta de encargos, tener que desprenderse de sus cosas para poder sobrevivir. A ningún artista le gustan ya sus arreglos, ha pasado de moda, está viejo, se dice, aunque todavía no haya cumplido los 43. Nada de eso es real, pero Waldo no lo sabe.

Ha comido en un restaurante caro. Langosta y vino blanco. Al marcharse deja una generosa propina. El dolor se transforma en acidez. Quizás podría llamar a algún amigo. ¿A quién? ¿Para qué? ¿Para escuchar las mismas frases de consuelo? Olvídalo, Juan tiene su vida. Es solo un muchacho. Bajo el chaparrón recuerda el viaje a París y esa frase que le duele en el alma, “Waldo, podrías ser mi padre”, y que le llevó a perder más de treinta kilos, a cambiar la pajarita y el traje Príncipe de Gales por los vaqueros y las camisas ajustadas. Vestido como un jovenzuelo se le ve en los bares de… Odia la palabra, mariquitas. Allí algunos le reconocen. “Tú sales mucho en televisión, ¿no?”. Nada más escuchar la pregunta, deja la copa sobre la barra y escapa sintiendo cercana la redada, los chistes, el oprobio. Juan, en cambio, vive las cosas de otra forma. Es joven, no es famoso, ni rico ni tiene nada que perder. El viernes discutieron en casa de una amiga por una tontería. Desde la escalera Juan juró que no volverían a verse. No ha dejado de llamarle. Quizás recapacite, quizás se haya arrepentido, puede que a esta hora Juan le esté buscando. Sale del apartamento que alquiló para él y busca refugio en el Café Gijón.  Se sienta en la primera mesa, a la derecha, junto al ventanal. Esperará lo que haga falta. Seguro que más pronto que tarde escuchará desde la barra la voz del camarero: “Maestro, al teléfono”. Las siete, las ocho, las nueve. No llama. No va a venir…

La casa está fría, hace días que no funciona la calefacción. Toma el auricular, repasa los números de los buenos amigos. Todo el mundo está ocupado. El viernes le esperan en Bonn para dirigir su Concierto para la guitarra criolla. En la mesilla están los billetes y en el armario, planchado, el frac. La orquesta tocará a podio vacío. Se acabó. Reúne a los perros y sube al dormitorio. Pulsa una tecla en el radiocasete. La voz de mamá suena cercana, como cuando estaban de gira y ella le hablaba desde la habitación de al lado. “Hijito, hijito mira...” Hay otro reproductor sobre la mesita. Sabe perfectamente que si lo acciona escuchará la voz a él debida. Se acuesta sobre sus fotos. A los pies de la cama, el objetivo de una cámara no pierde un detalle de la escena. La escopeta, la detonación, el final. Afuera está lloviendo. Los perros aúllan. Waldo desafía ya al olvido.

Miguel Fernández es autor de Desafiando al olvido. Waldo de los Ríos, la biografía. Roca Editorial

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Miguel Fernández (Granada, 1962) ejerce el periodismo desde hace más de treinta y cinco años. Con 'Yestergay' (2003), obtuvo el Premio Odisea de novela. Patricio Población, el protagonista de esta historia, reaparecería en Nunca le cuentes nada a nadie (2005). Es también autor de 'La vida es el precio, el libro de memorias de Amparo Muñoz', de las colecciones de relatos 'Trátame bien' (2000), 'La pereza de los días' (2005) y 'Todas las promesas de mi amor se irán contigo', y de distintos libros de gastronomía, como 'Buen provecho' (1999) o '¿A qué sabe el amor?' (2007).