Cómo es mi vida siendo hipocondríaca
Cuando un problema de salud mental te afecta en tu día a día, no deberías sentirte culpable por aceptar la ayuda de otra persona.
Tenía 13 años cuando mi hermana pequeña perdió muchísimo peso. Empezó a dormir días enteros, tenía ganas de orinar continuamente y no conseguía calmar la sed ni bebiendo tres o cuatro vasos de agua. Los síntomas empeoraron rápidamente y en cuestión de una semana le diagnosticaron diabetes de tipo 1. Con solo 11 años, su azúcar en sangre estaba en niveles casi mortales. Apenas podía andar y se la tuvieron que llevar rápido al hospital en ambulancia con una máscara de oxígeno, donde se pasó varios días en la UCI.
Cuando la salud de mi hermana empezó a deteriorarse, mi madre tuvo la corazonada de que se trataba de algo más que un simple malestar o un virus estomacal. Buscó los síntomas y llegó a la conclusión de que tenía diabetes antes de que se la diagnosticaran, así que pudo sugerirles a los médicos qué pruebas exactas necesitaba.
Eso fue lo que más me chocó y lo que me hizo estar tan pendiente de mi propia salud. Estaba convencida de que si mi madre no hubiera descubierto que mi hermana presentaba síntomas de diabetes y la hubiera llevado al médico, no habría sido diagnosticada ni le habrían proporcionado el tratamiento que tanto necesitaba.
Casi dos años después de ser diagnosticada mi hermana, cuando yo tenía 14 años, su azúcar en sangre se desplomó durante la noche y nos despertamos con el ruido de sus convulsiones. Llamamos a una ambulancia y mis padres trataron la hipoglucemia haciendo lo posible por mantener la calma en una situación tan alarmante como era el caso. Recuerdo que yo tenía exámenes ese día, que me sentía al borde de un precipicio y que no logré pensar con claridad durante el examen.
Aunque yo era relativamente joven cuando sucedió todo esto, el trauma que me causó ver los problemas de salud de mi hermana se manifestó en forma de hipocondría varios años después.
Cuando tenía 15 años, creía de manera irracional que tenía algún tipo de cardiopatía, pero no había ninguna prueba que lo respaldara. Cuando cumplí 18 y comencé la Universidad, me di cuenta de que tenía ansiedad con frecuencia desde que había empezado a tomar unas píldoras anticonceptivas distintas. Estaba preocupada a todas horas por lo que pudieran estar haciéndole a mi organismo y no dejaba de pensar en los efectos secundarios. Además, me preocupaba más mi salud porque estaba viviendo fuera de casa. Al año siguiente, a los 19, mi salud se convirtió en el núcleo de mi ansiedad. Cada vez estaba más obsesionada con que me pasaba algo malo, por muy irracional que le pareciera a todo el mundo. Tenía prácticamente cada síntoma que leía por internet y estaba pendiente de que no me aparecieran dolores ni bultos.
Estaba tan obsesionada que me hacía enfermar a mí misma; sufrí ansiedad, pérdida de peso, ataques de pánico y caída de pelo. Estaba convencida de que mis preocupaciones eran más graves de lo que pensaba en un principio. Me hicieron numerosos análisis de sangre, pero solo me detectaron estrés.
Más que nada, me avergonzaba que yo misma estaba permitiendo que me consumieran unas ideas tan irracionales en mi día a día. Eso no hizo más que empeorar mis preocupaciones. Sentía que no se lo podía contar a nadie. Estaba fuera de control, me costaba comer, dormir y atender en clase. Incluso tuve que evitar todas las publicaciones sociales sobre enfermedades porque me provocaban más ansiedad al convencerme de que yo también empezaría a sufrir esos síntomas.
Al final, todo esto fue más de lo que pude soportar.
A comienzos de mi segundo año de carrera, había sufrido palpitaciones y dolores en el corazón como consecuencia de mi creciente hipocondría y una amiga me contó que su padre había fallecido por una cardiopatía que no le habían detectado. Convencida de que yo también podía morir de lo mismo, fui a ver a la médica de la universidad y me dijo que lo que me pasaba era que estaba muy estresada.
Pese a esto, dijo que no pasaba nada por hacerme un electrocardiograma para sacarme la idea de la cabeza. Como era de esperar, no me pasaba nada en el corazón, solo que iba a toda máquina por el hecho de estar haciendo frente físicamente a una de mis obsesiones por primera vez. Después de varias pruebas más, se confirmó mi hipocondría y me delegaron al centro de salud y bienestar de mi universidad. Sin embargo, no estaba preparada para admitir lo grave que estaba volviéndose mi hipocondría y que tal vez se estuviera convirtiendo en un problema de salud mental.
Ese mismo año me pusieron un DIU. Siempre he tenido una menstruación complicada y ya había probado distintas pastillas anticonceptivas y por lo general solo me provocaban ansiedad y me alargaban la regla. Justo antes de entrar al médico, me mandaron un vídeo sobre lo que me iban a hacer y los riesgos (mínimos) que podían derivarse del uso del DIU. Me provocó tanta ansiedad y el dolor fue tan insoportable que no me lo pudieron meter la primera vez. No obstante, me enorgullecí de mí misma cuando logré controlar mi ansiedad la siguiente vez que fui y consiguieron colocarme el DIU con éxito y con menos dolor.
Unas pocas semanas más tarde, me convencí de que orinaba más de lo habitual y empecé a tener mucha sed. Llegué a la conclusión de que tenía diabetes, como mi hermana, y volví al médico, donde me eché a llorar al descubrir que no tenía ninguna infección de orina ni de cetonas en la orina.
Me sentía constantemente necesitada de respuestas y de que me aseguraran que no me pasaba nada. Y, por supuesto, si no tenía lo que pensaba, no iba a recibir respuestas. Necesitaba hacer frente a mi hipocondría, estaba empezando a perder el control. Desarrollaba nuevas preocupaciones en cuanto resolvía las anteriores.
Por mi experiencia, todos los médicos a los que he visto han hecho lo posible por quitarme estas obsesiones, ya que la hipocondría no es algo infrecuente. Lo que no esperaba era la facilidad que tendrían las personas más cercanas a mí para desestimar mis preocupaciones por mi salud, preocupaciones que habían aumentado hasta el punto de ocupar todos mis pensamientos. Sentía que los demás creían que estaba siendo irracional y boba, que no tenían paciencia ni les preocupaba la factura que le estaba pasando la ansiedad a mi salud mental.
La gente de mi alrededor subestimaba mi ansiedad y lo profundo que habían anidado mis preocupaciones por mi salud. Sufría ataques de pánico incluso después de haber descartado médicamente mis sospechas. Tuve mucha suerte de que el que fue mi novio durante el primer y segundo año de carrera supo comprender mi hipocondría. Él mismo había sufrido ataques de pánico por su salud, así que tras hablarle de lo mío, siempre me apoyaba muchísimo cuando sufría ansiedad y no le quitaba importancia a cómo me sentía.
Sin embargo, cuando llegaron los exámenes del segundo año de carrera, después de mi experiencia con el DIU, mi hipocondría y mi ansiedad general llegaron a un punto crítico en el que de verdad lo pasé mal. Me daba demasiada vergüenza ir al médico, echaba de menos mi casa, no podía centrarme en mis apuntes y llegué a pensar que tendría que posponer los exámenes.
Esta situación puso mucha presión sobre mi relación y, al final, acabamos cortando. Mi novio ya estaba estresado con sus propios exámenes y dejó de mostrarme el mismo nivel de apoyo y comprensión que antes. Esto me hizo sentirme culpable por tener ansiedad, ya que no quería cargarle a nadie mis problemas durante la época de exámenes.
Durante mis exámenes, me propuse demostrarme que podía cuidar de mí misma y no quise admitir que necesitaba ayuda. Por suerte, mi padre es hipnoterapeuta; fue muy sencillo hablar con él y me enseñó mecanismos de afrontamiento para superarlo.
Ahora ya tengo casi 20 años y voy a pasar a mi tercer y último año de carrera. Aunque sigo sufriendo hipocondría y ansiedad este año, estoy mucho mejor preparada para gestionarlas.
Al final, me he dado cuenta de que la hipocondría no es algo de lo que haya que avergonzarse. Mucha gente se siente identificada. He descubierto la importancia de poner a prueba mis pensamientos irracionales admitiéndolos y hablando sobre ellos. Como sucede con muchos problemas de salud mental, hablar de forma honesta sobre lo que me sucedía aligeró la carga, mientras que suprimir mis preocupaciones solo las empeoraba y me llenaba de vergüenza. Echando la vista atrás, tenía que haber acudido a un profesional de la salud mental. Si vuelven a empeorar mis problemas, tengo claro que lo haré.
En concreto, hablar con mi familia me ha resultado muy útil, ya que mis padres comprenden perfectamente el origen de mi hipocondría. He practicado otras estrategias de afrontamiento, como ejercicios de respiración y relajación, y he aprendido a interpretar mejor mis síntomas por separado en vez de entrar en un círculo vicioso que me lleve a pensar que tengo una enfermedad grave. Ahora también soy capaz de resistirme a la tentación de buscar un síntoma en Google en cuanto aparece y, lo más importante, ya he aprendido a estar atenta a los síntomas sin interiorizarlos.
Al hablar activamente con otras personas y rodearme de gente paciente y comprensiva, me he dado cuenta de que no pasa nada por pedir ayuda cuando la necesitas. Cuando un problema de salud mental te afecta en tu día a día, no deberías sentirte culpable por aceptar la ayuda de otra persona ni por acudir a un profesional de la salud mental.
Este post fue publicado originalmente en el ‘HuffPost’ Estados Unidos y ha sido traducido del inglés por Daniel Templeman Sauco.