Vividores, vividoras: ¿dónde vais ahora?
Dicen que el que vence es el que tiene una mayor capacidad de espera. Quizá es todavía corta mi edad para atender, y sobre todo entender, dicha aseveración. Aún recuerdo, no obstante, la vehemencia natural que nacía a raudales del profesor de lengua y literatura castellanas cuando nos explicó aquel "venceréis pero no convenceréis" que, magistralmente, un brillante Miguel de Unamuno escupió en la cara de Millán Astray en el Paraninfo de la centenaria Universidad de Salamanca. Y es que es eso, cuestión de convencer. Con ideas e ideología; con motivación de cambio, altitud de miras e intereses no particulares, sino generales.
Cuando alguien, llamémosle X, entra en el mundo de la política, puede tener dos objetivos. El más noble de todos: cambiar aquello que cree y defiende que está mal, aupado por las personas que le han ido trasladando primero la necesidad del cambio y después la importancia de que sea ella o él quien abandere ese cambio tan necesario. El segundo motivo, y según mi opinión el menos noble, el puro instinto de supervivencia. Aquel que te hace adherirte a un cargo no por intereses generales, no para conseguir que la sociedad cambie, sino para sobrevivir como un funhambulista entre dos mundos: el de la coherencia y el de la necesidad.
En este punto conviene recordar El Príncipe de Maquiavelo. Ese manual político, a modo de ensayo, que ha desarrollado el perfil de aquellos que defienden la premisa "el fin justifica los medios". Aunque, no obstante, me acerco más a la idea planteada por Ferrán Caballero en Maquiavelo para el siglo XXI, una obra que no hace muchos años publicó en Ariel y en la que podemos ver cómo la fina ironía hacía de esta obra ejemplar un buen motor de análisis de lo que está ocurriendo en este momento. Aún recuerdo la entrevista que hice al autor para una web sobre literatura que tuve el placer de liderar un par de años y cómo nos reímos de la facilidad con la que le dedicaba el libro a Mariano Rajoy. Le pregunté lo obvio "¿has enviado un ejemplar a Moncloa?". Él, en ese momento (llevaba poco tiempo el libro en el mercado), no lo había hecho.
Años después, hace tan solo unas semanas, Pablo Simón publicabaEl Príncipe Modernoen Debate, una obra en la que se pueden encontrar varios puntos conexos con el anterior. Sin duda, el punto más fuerte, para mí, del libro de Simón es esa reflexión de la espectacularización de la vida política: "En los últimos años la política ha cobrado importancia para muchos ciudadanos. Esto es algo habitual en situaciones de crisis económica; el interés por lo público y el descontento general aumentan cuando la vida de los ciudadanos empeora". No me quiero extender en esta reflexión de cómo la mediatización de la vida política la han convertido en una especie de Gran Hermano en el que Guadalix se encuentra entre la Carrera de San Jerónimo y la Plaza de la Marina; es algo que he puesto de manifiesto en artículos anteriores.
Con este texto pretendo, no obstante, poner de manifiesto una duda que me acusa día a día y que sin duda debería hacernos plantear ciertas cosas: ¿cuál es el precio de la integridad de una persona? Y esta pregunta viene precedida por la reciente renuncia a su ficha de militancia de Soraya Rodríguez, una ex-eurodiputada, ex-concejala, ex-diputada, ex-secretaria de Estado... una ex de muchas cosas. Una mujer que ha contado con el apoyo y el respaldo de todos los socialistas y que ahora, un día después de la disolución de las Cortes Generales y casi tres semanas después de que criticara abiertamente la posición del PSOE con la figura del Relator, deja el partido y según algunos rumores, se plantea acercarse de nuevo a Europa con Ciudadanos. Los naranjas. Aquellos capaces de pactar con el mismísimo diablo.
Tampoco me olvido de Silvia Clemente, la que, supuestamente, ha desfalcado algo así como 400.000€ de Castilla y León y, cuando se ha empezado a desvelar su pastel, ha dejado las cortes y su presidencia y se ha unido ¡oh, sorpresa! a los naranjas. Silvia, una mujer que comenzaba a destacar y que fue capaz de traicionar a su línea ideológica, la de Juan Vicente Herrera, cuando vio que Alfonso Fernández Mañueco ganaba ese simulacro de primarias que se viven dentro del Partido Popular, decidió morir matando. Y, sin dejar ningún tipo de calificativo, dejó claro que suyo no era candidato el ex-Alcalde de Salamanca. A los dos días fichó por un partido que se ha convertido en el captador de antiguos y obsoletos talentos de manera oficial.
Sin duda, el año del chaqueterismo lo empezó Errejón. El eterno candidato a la Secretaría General de Podemos. Y no con esto quiero defender a Iglesias; pero es, cuanto menos, un signo clarísimo de traición el destrozar interna y externamente el partido que has fundado y con el que, después de unas primarias, eres candidato a la Presidencia de la Comunidad de Madrid. Una traición que intentó, fallidamente, disimular. La formación morada vivía, por primera vez de manera muy notoria, una fractura en sus filas.
Pero seguimos con la premisa de que el fin justifica los medios. Vividores. Quieren vivir de la política cueste lo que cueste, posicionándose donde tengan que hacerlo y sin ningún tipo de escrúpulo. Sin ningún tipo de escrúpulo. Traicionando lo que un día dijeron defender a capa y espada. Rompiendo con la disciplina que se le supone a la militancia, esa fina elegancia que, al menos, se le presupone a cualquiera. Todo por un cargo. Todo por seguir con el salvavidas que nutra el ego de quien se cree tan imprescindible como necesario. Vividores, vividoras: ¿dónde vais ahora?
Suena de fondo Consejo de Sabios, de Vetusta Morla.