Viví un año en Ecuador y entiendo que 'la izquierda' haya ganado otra vez
Una de las cosas más típicas que le ocurrían en Ecuador a muchos de los jóvenes españoles con perfil izquierdoso que encontré durante los 14 meses que viví allí era la desilusión que sentían con Rafael Correa. Es cierto que muchos hacíamos nuestro análisis desde las categorías políticas e intelectuales que se generan en una democracia parlamentaria europea más o menos estable. Pero también lo es, y creo que es interesante contarlo, que había un desencanto común en buena parte de la gente que conocí.
Primero, por la personalidad de Correa, una especie de torrente de prepotencia que atizaba desde su programa semanal, la sabatina, a todos los políticos, periodistas, artistas o simples estudiantes tuiteros que fueran críticos con él. Se le podía ver rompiendo periódicos, insultando a "los medios de la derecha y su politiquería", ante la mirada sonriente y pelota de buena parte los cargos orgánicos y políticos de Alianza País, su partido, que asistían a esos programas como público.
Segundo, por los tics autoritarios de la llamada revolución ciudadana, con una ley de prensa destinada a controlar a los medios y un creciente proceso de criminalización de los sectores de la izquierda indígena, que inicialmente habían apoyado a Correa, pero que se habían distanciado por algunas de sus medidas y agresiones.
(Yo tuve la oportunidad de ir con mi chica, Vanessa, y mi buen amigo Luis Sánchez, que estaban trabajando en un proyecto en la zona minera de El Pangui, en la provincia de Zamora-Chinchipe, lugar de resistencia local contra las concesiones de terrenos a las empresas de minería chinas, que desplazaban a sus habitantes, contaminaban las aguas e intentaban comprar a la población con dádivas diversas. Todo con la complicidad absoluta de las autoridades estatales).
Tercero, porque pensábamos, al igual que esa izquierda indígena, que una revolución que supuestamente había consagrado los derechos de la tierra y el medio ambiente en su Constitución no debía entregarse al extractivismo, bien vía minera, bien vía petrolífera, como ha hecho Correa, un proceso que se evidenció especialmente tras su decisión de explotar los yacimientos amazónicos del Yasuní, pese al enorme valor ambiental de este enclave y al rechazo mayoritario de la población ecuatoriana, y a pesar también de que Correa hubiera convertido la conservación de esta zona en un símbolo de su presidencia al inicio de su mandato: una especie de "OTAN, de entrada no", versión ecuatoriana, que produjo un quiebre importante en la izquierda del país.
Y cuarto, por la preocupación por que la revolución hubiera derivado en una especie de compra masiva de voluntades, a través de mecanismos como el bono social, que podían terminar convirtiéndose en una manera apuntalar el apoyo al correísmo, de desactivar la movilización social y de fomentar una sociedad abotargada donde florecían centros comerciales en cada pueblo, comida basura e índices de sobrepeso cada vez más grandes. Hay un artículo fantástico de Boaventura de Sousa que habla de todas estas cosas.
Pero claro, cualquiera que llegaba a Ecuador y salía de la burbuja cosmopolita de Quito, se daba cuenta también de que aquel país tenía una enorme cantidad de deficiencias estructurales que venían de muy lejos y a las que el correísmo, por fin, les había metido mano, como recordaba hace poco Ignacio Ramonet en Le Monde Diplomatique:
Recuerdo a Román Soria, un profesor de la primera universidad en la que estuve allí -una institución que era puro surrealismo académico mezclado con cerveza y compra de favores, pero por fin evaluada minuciosamente por el Gobierno- contarme cómo las carreteras de muchas zonas habían sido abandonadas durante años porque los ricos que iban hasta allí simplemente usaban sus avionetas.
Lo de antes de la llegada de Correa sonaba a "vergüenza", como me decía un compañero de trabajo. A presidentes como el excéntrico Abdalá Bucharam, alias El loco, exiliado en Panamá para no enfrentarse a las acusaciones por corrupción. O Jamil Mahuad, huido a EEUU y condenado en ausencia por los tribunales ecuatorianos. O Lucio Gutiérrez, que vive en Ecuador, pero antes huyó en helicóptero del palacio presidencial para escapar de la turba enfurecida por la crisis y por sus acuerdos con Bucaram y que luego se refugió en la Embajada de Brasil antes de salir de su país casi a escondidas. A la desfachatez de una élite dirigente que vivía una vida privilegiada en viviendas residenciales vigiladas por patrullas de seguridad mientras las condiciones de vida de la mayoría pobre eran sustancialmente precarias.
Fue precisamente esa clase política la que condujo al país al llamado feriado bancario en 1999, que hizo que los ahorros de una gran parte de los ecuatorianos de volatilizaran de la noche a la maña y forzó a la emigración a cientos de miles de ecuatorianos, muchos de los cuales se separaron de sus familias durante años.
Con todos estos recuerdos traumáticos en la cabeza, resulta comprensible que la revolución ciudadana y su candidato Lenín Moreno hayan vuelto a ganar las elecciones, a pesar de la desaceleración económica, del endeudamiento público, de los tics autoritarios y de los casos de corrupción que le han estallado a Alianza País. Sobre todo, si la derecha presenta, por segunda vez, a un banquero como Guillermo Lasso, tan vinculado con ese pasado nefasto de Ecuador, que ya fue ministro de Economía en los noventa y a cada rato tiene que enfrentarse a las acusaciones de estar vinculado a los días del feriado bancario. Quizá sea hora de renovar candidatos.
Si las impugnaciones de la oposición al resultado electoral se resuelven a favor de Lenín Moreno, se podrá decir que un 51,8% de los votantes confían en la revolución ciudadana, aun sin Correa. O quizá gracias a que Correa ha decidido marcharse. Viejo militante político de la izquierda, vicepresidente de Correa entre 2007 y 2013, enviado especial del secretario general de las Naciones Unidas sobre Discapacidad y Accesibilidad, en silla de ruedas desde que le pegaron un tiro en un atraco en 1998, teórico del humor como forma de afrontar las adversidades de la vida, de carácter afable y sin los excesos retóricos de su antecesor, Lenín Moreno ha prometido que va a gobernar a su manera y va a dialogar con todos, cosa que Correa no ha hecho para nada en bastante tiempo.
Otra cosa muy diferente es que Moreno tenga éxito y sepa resistir en esa ciénaga que a veces ha sido la política ecuatoriana.