Viudas: de Barbe Nicole Ponsardin Clicquot a Katharine Meyer Graham
Este artículo está disponible también en catalán.
Si tienen ocasión vayan a ver Los archivos del Pentágono de Steven Spielberg (EE.UU., 2017). Narra con un temple portentoso, un ritmo trepidante y una aparente y formidable sencillez (Spielberg en vena) dos historias íntimamente entrelazadas. Por un lado, la valentía por parte del The New York Times y The Washington Post de confiar en la libertad de expresión. Creer en ella les impelió en 1971 a publicar documentos demoledores sobre las mentiras de todos los presidentes yanquis sin excepción acerca de la guerra de Vietnam: sabían que la perderían, pero su vanidad y orgullo los empujaron a perpetrar y prolongar una cruel hemorragia de muertes, sufrimiento y miseria perfectamente evitables. A raíz de la publicación, el Tribunal Supremo impidió con una sentencia histórica que Richard Nixon restringiera la Primera Enmienda (¿cómo actuaría ahora el Tribunal; qué hubiera dictaminado aquí?).
Por otro lado, y no menos importante, es un monumento exquisito a la valentía de la editora del Post, Katharine Meyer Graham (1917-2001), que tuvo que dirigirlo cuando se quedó viuda. A pesar de ser periodista (su madre también lo fue) y trabajar como tal —primero en el San Francisco News y luego en el mismo Post—, su padre ofreció la dirección del Post a su yerno y no a ella. Una Meryl Streep de cine encarna a Katharine Meyer Graham con una precisión y una maestría tal que si la editora aún estuviera viva debería ir a ver la película para saber cómo era. ¿Cuando instaurará la Academia de Hollywood un Oscar anual para Streep en exclusiva y así poder hacer justicia a las actuaciones de las otras actrices?
Spielberg cierra Los archivos del Pentágono —dedicado a la tres veces nominada a los Oscars Nora Ephron (1941-2012), productora, guionista y directora de cine estadounidense— con una escena memorable que comprime y anticipa el caso Watergate. En efecto, en 1972 la propia Katharine Meyer Graham —jugándoselo todo otra vez: más amenazas por parte de la administración Nixon, licencias de televisión en la cuerda floja, las acciones de la compañía bajando y bajando...— posibilitó con la misma loable independencia de criterio y serenidad que se destapara el famoso caso. La versión fílmica de esta otra epopeya no le rinde justicia.
¿Qué habría pasado si Katharine Meyer Graham no hubiera enviudado y no hubiera pasado a dirigir el periódico y sus otras empresas?
Me vino a la cabeza una frase me parece que de Concepción Arenal que leí hace muchos años (la he buscado con afán pero no la he podido localizar) que decía que el estado ideal para las mujeres era el de viudedad puesto que era el único en que podían ser libres, lejos ya de la férula del padre o de la del marido. (Ahora con el divorcio basta.)
Recordé también un artículo que hablaba de la cada vez más importante tarea y protagonismo de enólogas y viticultoras. Este sí lo he hallado: «Las damas del vino». Habla de prejuicios (no exclusivos del mundo del vino). Por ejemplo, que no hace tanto se les prohibía entrar en las bodegas porque la misoginia había propagado el rumor de que si una mujer menstruaba enturbiaba el vino. La autora del artículo, cuando habla de las pioneras, de cuatro de las champañeras que han dado lustre y gusto al champán, menciona que, «curiosamente», las cuatro son viudas.
Es justamente al revés: la viudedad era condición sine qua non. Gracias al deceso de sus respectivos maridos (duele decirlo), pudieron irrumpir en los viñedos, en las bodegas (tuvieran la regla o no) y en el mundo de los negocios. Con múltiples y variados beneficios tanto para sus empresas como para el champán.
Cuando Barbe Nicole Ponsardin (1777-1866), la veuve Clicquot, se responsabilizó de sus cavas, la producción era de 100.000 botellas anuales, cuando murió, de 750.000. Aparte de internacionalizar la empresa, se inventó la operación del «removido» para eliminar levaduras e impurezas, y que los vinos fueran más claros y límpidos.
Jeanne Alexandrine Mélin (1819-1890), la veuve Pommery, consiguió que sus champanes dieran la vuelta al mundo. En una época en que el champán era un vino azucarado, dulce o semi, casi sólo apto para postres, tuvo la audacia (una vez Barbe Nicole Ponsardin Clicquot había eliminado impurezas y posos) de quitarle el azúcar e inventarse el brut. Además, ideó soterrar las cavas para garantizar su temperatura constante.
Hay que recordar y celebrar estos inventos porque la misoginia no se limita a esparcir y actualizar graciosos mitos como que si tienes la regla no puedes hacer mayonesa porque se te cortará. No, en absoluto. También procura —sus malas artes son alargadísimas— evitar o negar que las mujeres puedan crear nada de nada.
Pondré dos ejemplos muy variados. Hasta 1790 las estadounidenses no pudieron patentar inventos con su nombre: los tenían que patentar a nombre de un hombre. El diccionario normativo castellano siempre que puede niega el pan y la sal a las mujeres, incluso en las etimologías. Cuando el invento es femenino, lo pone en duda de una manera u otra, cosa que no hace con los de los hombres. Aunque modificó la etimología de magdalena, siembra la duda: «Del madeleine, y este de Madeleine Paulmier, cocinera francesa a la que se atribuye la invención»; es decir, no se sabe a ciencia cierta.
El Premio Pulitzer sería más pobre e insípido sin la contribución de Katharine Meyer Graham: lo ganó en 1998; y no digamos de los champanes sin las viudas. Por cierto, las tres tuvieron prole. ¿Cuántas Einstein no han podido aportar sus descubrimientos; cuántas no enviudaron a tiempo? ¿Hasta cuando la humanidad dilapidará tanto talento y genialidad?
Síguenos también en el Facebook de HuffPost Blogs