'Viejos hazmerreíres', 'Terrenal. Pequeño misterio ácrata' y la escala Ron Lalá
Dos producciones que tienen varios denominadores comunes entre los que destacan tres: la sencillez escénica, el uso de la música y el humor.
Ese puente teatral que hay entre Buenos Aires y Madrid trae a la cartelera de la capital española a Les Luthiers y a Mauricio Kartun. Los primeros producto probado y aprobado ampliamente por el público español. El segundo un autor y director teatral que se consagró en el pasado Festival de Otoño de Madrid en el Teatro de la Abadía, donde agotaron entradas y de donde salieron con las mejores críticas. Dos producciones que tienen varios denominadores comunes entre los que destacan tres: la sencillez escénica, el uso de la música y el humor. Siendo este último, el humor, lo que las diferencia, pues, aunque técnicamente juegan con lo mismo para hacer reír, la ambigüedad del lenguaje, Les Luthiers apela a lo más básico, reduciendo el significado casi siempre a lo mismo, mientras que Mauricio Kartun, apela a lo más complejo que tienen las palabras, su significado real y cuasi divino.
Viendo Viejos hazmerreíres, el espectáculo antológico de Les Luthiers, en el Palacio Municipal de IFEMA de Madrid, de forma grosera se podría decir que esta compañía recurre al humor de patio de colegio. Ese que se disfrutaba con los colegas, en los que reinaba el chiste soez, procaz y sexual bastante machista y homófobo. El mismo que cansaba a medida que uno crecía y se hacía adulto. Aunque viendo el público que casi llena el teatro un domingo por la tarde, lo de que cansa a los adultos habría que ponerlo en duda. La edad media de los espectadores es alta, tal vez condicionado por el precio de las entradas, precio que no impide que a la entrada y a la salida haya colas para comprar los videos y los CDs que les faltan en la cole, incluidos el de esta antología.
La cosa cambia con Terrenal. Pequeño misterio ácrata de Mauricio Kartun en el Teatro de la Abadía. Aquí el humor está lleno de sentido y sensibilidad, con la radicalidad que se podía ver en los clásicos de las películas de blanco y negro. Un humor marxiano, al estilo de los hermanos Marx, con la poesía de los desheredados de Chaplin o de los marginados de Buster Keaton, el perfume de El Gordo y El Flaco y del libro de Alberti de Yo era un tonto y lo que he visto me ha hecho dos tontos. Que apela directamente a la inteligencia de sus espectadores para contar la historia de Caín y Abel(ito), que al igual que los personajes de Esperando a Godot de Beckett, esperan. En este caso, esperan la llegada de Tatita, el dueño y señor de todo lo que tienen y comparten. Un dios, que, a diferencia del de Beckett, llegará, aunque resultará inescrutable e ininteligible a los ojos de los hombres. Un dios que mira a su imagen y semejanza y no da crédito a lo que ve: estupidez humana a izquierdas y a derechas, aunque prefiere la compañía de las primeras, por lúdicas y guasonas, que la crueldad, la industriosidad y el aburrimiento vacíos de las segundas.
Lo mismo que se ha dicho del humor se podría decir de la música. Usada en exceso y excesiva en el caso de Le Luthiers tiene la particularidad de lo extraños que resultan sus instrumentos. Una extrañeza superficial pues en esencia siguen siendo iguales a los que tiene un orquesta. Como esa lira hecha con el asiento de una taza de váter llamada lidoro o lira de asiento. Instrumentos que han atrapado la imaginación del espectador y no la sueltan, ni la soltaran, aunque para hacer la música que hacen no harían falta esas alforjas. Pues se mueven entre el estándar, el jazz y la milonga. Nada que ver con la música de Terrenal. Una música despojada, casi ruidos, que subraya lo que pasa en escena. Apenas perceptible, pues al contrario que la otra, está hecha para potenciar lo que sucede sobre el escenario. Es decir, no son un acompañamiento, sino un elemento esencial, necesario, para contar la historia.
Si un espectador español no conociera a ninguna de las dos compañías se le podría contar lo que son siguiendo una escala con Ron Lalá en su centro. Les Luthiers serían los ancestros, muy, pero que muy lejanos, y primitivos, de esta conocida y apreciada compañía española. Mientras que Terrenal sería su futuro. Un futuro que los convirtiese en un carísimo y añejo vino al que se le hubiera dejado envejecer a demanda, pues Mauricio Kartun cuenta que tardó 20 años en escribir esta obra desde que se le ocurrió la idea. Aunque a diferencia de un vino con tantos años, es un lujo asequible, y hasta barato, gracias a la nueva política de la Abadía de democratizar los precios de sus entradas, sobre todo entre semana.
Se está, pues, ante dos espectáculos irreprochables técnicamente. Sin duda, ambos comparten calidad actoral y conocimiento del teatro; solo hay que verles trabajar en dos escenarios casi desnudos. Sin embargo, atendiendo a los contenidos, Viejos hazmerreíres es algo superficial, banal, demasiado caro como pasarratos o pasatiempo popular, aunque se entiende que triunfaran cuando llegaron a España. A aquella inocente y provinciana democracia con sus aires de libertad en la que decir tacos y hablar de sexo abiertamente eran signos de modernidad. La propuesta de Mauricio Kartun es otra cosa y llega en otro momento vital de este país. No renuncia a hacérselo pasar bien al personal al que considera adulto, responsable, culto y guasón. Un personal que vemos que llena la calle a poco que uno aparte la mirada del televisor y de la falsa mala imagen que este aparato da de nosotros mismos. Un público exigente que no renuncia a divertirse, a reírse. Al que le gusta y disfruta con el teatro sin calificativos, sin más.
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