Vi morir a mi bebé durante la pandemia y fue mi peor pesadilla
Es horrible organizar un funeral para un bebé, y peor aún cuando tienes que hacer una lista de invitados con aforo reducido y manteniendo las distancias.
Mi hijo está sufriendo otra crisis.
Van dos en 20 minutos y ya me conozco el protocolo. La médica empieza a dar instrucciones al equipo de enfermería que rodea el diminuto cuerpo de mi bebé. Permanecen en formación, como soldados, mientras reciben las órdenes. “Un minuto”, dice la médica con su voz aguda. La enfermera de noche de mi bebé le está haciendo una reanimación cardiopulmonar.
Es como en las series de Netflix a las que me engancho siempre, solo que esta vez es real. Es la vida de mi hijo. Mi vida.
Se está muriendo y no hay nada que pueda hacer para evitarlo.
“¿Quiere que llame al capellán?”, me pregunta una voz amable. Una enfermera de la Unidad de Cuidados Intensivos para Neonatos (UCIN) a la que no conozco me mira de una forma a la que me voy a acabar acostumbrando más adelante. Su mano está apoyada en mi hombro. Cuando le digo que no, asiente, comprendiendo que para mí, ningún dios tiene cabida en esta situación.
“Treinta segundos”, dice la médica. En alguna parte, no muy lejos, oigo a otros bebés llorando y gorjeando. Mi hijo ni siquiera ha tenido la oportunidad de hacerlo, porque ha estado las seis semanas de su vida conectado a un respirador. Pero pronto lo desconectarán.
Antes de morir, mi bebé sufrirá dos crisis más. La médica lo va a mantener vivo hasta que llegue mi marido a la UCIN y va a llorar cuando nos diga que no puede hacer nada más.
“Lo siento, pero está llegando la hora”, nos dice.
Incluso entonces, mientras lo veo morir, sigo sin creerme que todo esto sea real. Y así voy a seguir hasta que los enfermeros nos digan que podemos quitarnos la mascarilla.
“Ya está”, me dice una enfermera mientras intento sonarme la nariz sin quitarme la mascarilla. La de mi marido ya está empapada. “Ya no las necesitáis”.
Y cuando lo dice, me doy cuenta de que me he pasado 24 horas al día con mascarilla en la UCIN desde que mi hijo nació 17 semanas prematuro. Desde el momento en el que toqué su cuerpo de 600 gramos, he intentado mantenerlo a él y a los demás bebés de la UCIN a salvo del coronavirus. Durante 42 días he tenido que extremar las precauciones para llegar hasta él, y hasta he contenido el aliento cuando caminaba por los pasillos del hospital, por si acaso. Me he lavado las manos con jabón y agua caliente hasta tener la piel irritada. He llevado la mascarilla mientras lloraba, mientras me sacaba leche cada tres horas, mientras le sujetaba, mientras le mandaba besos sin contacto, mientras apretaba los puños durante su cirugía cardíaca de emergencia, mientras veía a los equipos de médicos y enfermeros salvándole la vida, mientras dormía en un asiento reclinable al otro lado de un cristal, etc.
Cada vez que nuestro bebé ha visto a sus padres, desde el día en el que por fin pudo abrir los ojos, nos ha visto con mascarilla. Ahora que nos la hemos quitado por primera vez, nos está viendo la cara completa.
Espero que sepa quiénes somos.
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Si no has tenido un bebé prematuro durante la pandemia, déjame que te explique mi experiencia en Colorado (Estados Unidos).
Te hacen un test rápido de coronavirus aunque hayas vomitado dos veces en la ambulancia de camino al hospital. Te sientes tan cansada y humillada que solo te apetece llorar como un niño pequeño. Cuando empiezas el parto, tu pareja no puede salir del hospital hasta que te den el alta. Ni siquiera para coger algo del maletero del coche que tienes en el aparcamiento de al lado. Cuando tu bebé y tú casi morís en el parto, no te puede visitar ningún familiar. Con suerte, puedes tener a una persona de apoyo; en mi caso, mi marido. ¿Quién eres tú para quejarte por no tener a tu madre sosteniéndote la mano? Hay gente en este mismo hospital que lleva un mes sin ver a su familia.
En la UCIN, el director te informa de que hasta hace poco, ni siquiera los padres podían visitar a sus hijos recién nacidos durante la pandemia, pero que ahora se puede gracias a la insistencia de su departamento. Porque los bebés necesitan a sus padres. Tu casa está a una hora, pero hay gente que viene de otras ciudades y que ahora lo tiene más difícil que nunca para ir y volver.
Las horas que pasas junto a tu bebé son largas y solitarias, pero entablas amistad con el personal de enfermería y hasta los guardias de seguridad te saludan en cada punto de control, te preguntan cómo está tu bebé y te desean suerte.
Te obsesionas por si no has desinfectado los succionadores de leche suficientemente bien. Te obsesionas con el gel desinfectante. Te obsesionas con la temperatura del agua del grifo. Te obsesionas con la cantidad de jabón de manos en cada uso. Te preocupas por no haberte frotado suficientemente bien. Si paras en una tienda de camino a casa, te obsesionas con todo lo que tocas. Ves a la gente sin mascarilla y te dan ganas de gritarles: ”¡Estoy intentando mantener a mi hijo con vida! ¡Dejadme mantener a mi hijo con vida!”.
Sientes mucha rabia. Por la gente que se queja de lo molesto que es llevar mascarilla cuando tú tienes que dormir con la mascarilla puesta, rabia por la gente que se queja de que no puede salir de fiesta o cortarse el pelo cuando tus padres ni siquiera pueden conocer a su nieto...
Cuando tienes un bebé, toda tu ansiedad gira en torno a él. Al comienzo de la pandemia, tu preocupación era terminar el proyecto de fin de máster a tiempo. Ahora, tu preocupación es que tu hijo está adelgazando y ya pesa menos de medio kilo. Te pasas todo el tiempo preocupada mientras sostienes su diminuta mano durante las pruebas que le hacen durante horas. Tienes miedo de que la médica venga y diga que ya ha llegado la hora de operarle del corazón.
Lo que le ha pasado a mi familia habría sido una pesadilla incluso sin pandemia. No hay forma de suavizar lo duro que puede ser ver a tu hijo en la UCIN y tuve claro desde el principio que esta es la peor pesadilla de cualquier embarazada. Yo tuve un embarazo normal y sano, hasta que dejó de serlo. Y entonces tuve que tomar la decisión de intentar mantener vivo a mi hijo contra todo pronóstico. Eso es algo que ninguna madre se quiere imaginar y el coronavirus no cambia nada de eso.
Pero no tardé en darme cuenta de que sufrir mi propio trauma personal en medio de un trauma global solo aumenta el sufrimiento. Es horrible organizar un funeral para un bebé, y peor aún cuando tienes que hacer una lista de invitados con aforo reducido y manteniendo las distancias. Y la cosa empeora aún más cuando piensas: ¡Qué bien! Han suavizado las restricciones para los funerales justo el día que muere mi bebé.
Cada vez que pienso en las escasas seis semanas que vivió mi hijo, recuerdo la cantidad de motivos que hay para sentirnos afortunados: nos trasladaron a ambos a cuidados intensivos a tiempo para salvarnos la vida; mi bebé tuvo acceso a la mejor sanidad; vivimos en un estado que permitió a mi marido estar a mi lado; pudimos conocer a nuestro bebé y sostenerlo en brazos y hasta pudimos despedirnos de él; nuestros padres estuvieron dispuestos a arriesgar su salud (son población de riesgo) para cuidar de nuestro otro hijo pequeño mientras no estábamos, contamos con la ayuda económica y emocional de numerosos familiares y pudimos celebrar un pequeño funeral para rendirle un último homenaje a nuestro hijo.
Se me rompe el corazón al pensar en todas las familias que no han tenido tanta suerte y apoyo. Fuimos unos privilegiados.
Sigo pensando si es el momento adecuado para escribir sobre lo que le pasó a mi hijo. ¿Es demasiado pronto? ¿Demasiado tarde? Todavía no lo sé. Solo sé que cuando compartimos nuestras experiencias, nos sentimos menos solos. Mi marido y yo no somos los únicos que hemos tenido un hijo durante esta pandemia y no hemos sido los únicos que han perdido a su bebé. Y, desde luego, no somos los únicos que han perdido a un ser querido y han tenido que gestionar en soledad este gran vacío que es la muerte en una época en la que la normalidad queda más lejos que nunca.
En el pasado, me costaba pedir ayuda. Tampoco se me daba bien admitir que me encontraba mal. Siempre me ha resultado más sencillo ignorar el sufrimiento en vez de afrontarlo. Pero, con mi hijo, no fue así.
Nunca he tenido tan claro lo mucho que nos necesitamos los unos a los otros. Y tenemos que hablar de los asuntos dolorosos. Tenemos que seguir conectados. Seguir siendo humanos. Seguir vivos.
Recuerdo cuando mi hijo solo tenía una semana de vida.
Mi marido y yo llevábamos sin dormir bien desde principios de abril. Estábamos física y emocionalmente agotados y hasta nos costaba construir frases coherentes. Como nos daba miedo alejarnos demasiado, nos alojábamos en un hotel que había al final de la calle del hospital. Yo me estaba recuperando de la cesárea y me tomaba un ibuprofeno cada varias horas por prescripción médica. Cuando íbamos al hospital en coche, mi marido me dejaba en la puerta principal y yo le esperaba mientras aparcaba. A veces, mientras esperaba, veía a las familias llevarse a sus hijos recién nacidos a casa y me preguntaba cuándo podría hacerlo yo.
Durante los últimos días, hemos empezado a hablar sobre un asunto del que a ninguno nos apetece hablar: nos sentimos solos. Han pasado meses desde la última vez que pasamos un rato con otros adultos y nos hemos acostumbrado. Pero ese sentimiento de soledad apareció ya en el hospital, cuando mi mejor amiga y su pareja aparcaron frente al hospital para saludarnos desde la calle el día después de dar a luz. Llevábamos mascarilla y estábamos llorando. Solo queríamos un abrazo. Solo necesitábamos que alguien nos mintiera y nos dijera que todo iba a salir bien.
***
Una noche, estamos tumbados en la cama del hotel, intentando relajarnos. Tenemos el volumen del móvil a tope por si nos llaman del hospital. A mi marido le suena el móvil, pero solo es una amiga que le ha mandado un enlace de YouTube. “Mirad el vídeo juntos”, dice.
Es un vídeo de 10 minutos con mensajes de ánimo de amigos nuestros de todo el país. Nos desean ánimo y esperanza para nosotros y para el bebé. Todos nos dicen que les encantaría estar a nuestro lado y que tienen ganas de conocer al bebé cuando nos lo llevemos a casa. Todo el mundo se pone en contacto con nosotros de la única forma posible ahora mismo: virtualmente.
Acurrucados juntos, mi marido y yo nos echamos a llorar en una habitación que huele a desinfectante y a humo rancio. Estamos aquí, todo va a ir bien, nos dicen nuestros amigos. Estamos aquí. Estamos aquí. Estamos aquí.
Este post fue publicado originalmente en el ‘HuffPost’ Estados Unidos y ha sido traducido del inglés por Daniel Templeman Sauco.