Vengan de viaje con nosotros
Rengo, en el papel de usuario de silla de ruedas, y Cristian, en el de ciego, esperan un autobús que les acerque desde Navalcarnero a Madrid...
Arrellánense en la butaca porque van a vivir un relato propio del cine dominical, de bolsa de patatas, frutos secos, tarro de helado, manta y siesta vespertina. Les llenará, al igual que a sus protagonistas, de sentimientos intensos y contradictorios. Sin más dilación, la película comienza.
Incertidumbre
Los créditos indican que Rengo, en el papel de usuario de silla de ruedas, y Cristian, en el de ciego, esperan, en un ambiente distendido, un autobús que les acerque desde Navalcarnero a Madrid. No llevan maletas porque la mayor parte de los vehículos que recorren este trayecto no disponen de maletero y, aún encontrando uno con esta característica, tendrían que alinearse los planetas para que, además, le funcione la rampa. En cualquiera de los dos desafortunados casos se quedarían en tierra y podrían perder el autocar a su lugar de esparcimiento.
Fastidio
Una vez en la capital de España, los dos amigos deben tomar la línea 6 de Metro hasta Legazpi, aunque la ruta que cogerán sale de la Estación de Autobuses de Méndez Álvaro. Todos los espectadores avispados se indignarán con ambos personajes. “Pero... Pero... ¿Qué hacen? Si la Circular es directa. ¡Van a dar una vuelta innecesaria!”. Tienen razón, pero ese camino no está adaptado. “Pues... Pues... El Cercanías también para ahí y se pueden montar en Móstoles”, propondrán entre la hilaridad y el nerviosismo. Pero los trenes tienen escalones y, concretamente, la C-5 tampoco es accesible.
Molestias secundarias
No se desesperen tan pronto. Sólo hemos empezado. Al llegar a Príncipe Pío, el ascensor del andén se estropeó un tiempo atrás y todavía no lo han arreglado, así que tienen que cruzar las vías con un rodeo al edificio a través de tres elevadores, a cada cual con peor olor.
Ansiedad
(Rótulo que señala la Estación de Autobuses de Méndez Álvaro) Faltan 50 minutos para la partida. Los protagonistas ultiman los detalles. Visitan el servicio porque seis horas y media de viaje les parecen demasiadas sin satisfacer a su aparato excretor. Cristian no tiene problemas. En cambio, Rengo halla el baño como unos meses antes... “La maldita barra de sujección rota”, no dice ‘maldita’, sino otra palabra malsonante. Raudo, se dirige a otro habitáculo que... “¡¡La impía puerta atrancada!”, tampoco pronuncia lo de ‘impía’. Le ayuda un señor que, al liberar la trampa del cerco, inicia un debate con otro acerca de los motivos del bloqueo, sin percatarse de la incomodidad de Rengo.
Adrenalina
Cristian, con los bultos a cuestas, mira el reloj que, a ritmo lento, pero continuo, adelanta su discurrir. Por fin, aparece Rengo y bajan a las dársenas, pero las personas que pueden caminar no siempre usan las escaleras mecánicas y ocupan los montacargas. Con 10 minutos de antelación, encaran, flanqueados por dos conductores, un escalón alto. “Eso, la silla no lo salta”, informa Rengo. “Pues hay que saltarlo”, responde un trabajador. “Me voy a caer o voy a romper la silla”, expone nuestro amigo. “No hay otra forma. La única rampa está en la otra punta. No te preocupes... ¡Nosotros te echamos un cable”, zanja el operario que agarra la silla por el reposapiés. “¡No! ¡Eso se desmonta!”, alarma Rengo. Al llegar a una ciudad del sur, que no nombraré, el cronómetro marcaba once horas de excursión.
Entretenimiento y diversión
En la villa meridional, la alegría y el alborozo, amén de otras relaciones que se podrán contar en otra ocasión, inundan de buen rollo a los protagonistas que lamentan su regreso a tierras madrileñas. No, por detestarlas, sino por la conclusión de las vacaciones. El filme transcurre en una meseta tranquila que le aproxima al clímax final.
Miedo
(Letrero que anuncia el retorno a Méndez Álvaro) Aparca el autocar y los conductores cooperan para que Rengo pise suelo madrileño. La calzada recibe al protagonista de nuestro cuento que observa una dificultad: “Ahora... ¿cómo accedo al edificio?”, cuestiona ante el bordillo que mencioné con anterioridad. Uno de los chóferes señala hacia un extremo del hangar. Para ir hacia allí, Rengo, Cristian y el padre de éste último, que, para entonces, se había unido al convoy, se internan en la carretera tras los autobuses aparcados. Cuando arriban ven con estupefacción que no existe ninguna rampa. Unos trabajadores de otras empresas les mandan hacia el extremo opuesto de la infraestructura donde se levanta el lavadero. La atmósfera se espesa. En tensión, desfilan los protagonistas, por medio de la vía y sin el apoyo de nadie de seguridad, cuando un vehículo arranca y, marcha atrás, acelera justo en el instante que Rengo pasa detrás de él. Gracias a una providencia divina, frena poco antes de atropellarlo.
Incredulidad
Los tres personajes entran en el lavadero de autobuses cuando un señor les para a gritos. “¿Qué hacen en la calzada?”, les chilla. Alterados por los acontecimientos descritos, nuestros protagonistas intentan explicarle lo que les había sucedido, pero el hombre no cesa de negar y recriminar. “¡Muy mal! ¡Ustedes no pueden estar aquí!”, les reprocha. Cristian, asustado y enfadado, le espeta que se vulneraban los derechos de su amigo y los suyos propios. El tipo termina, a regañadientes, por abrirles la puerta de una dársena.
Enfado
El vestíbulo se presenta ante ellos como una promesa tranquilizadora. Ya están a salvo. Deciden, entonces, poner una queja formal. En atención al cliente llaman al jefe de estación que se persona de inmediato y, tras oír a Rengo, pretende lavarse las manos. “Eso no es responsabilidad de la estación. Reclamen a la empresa de transportes”, escurre la carga. Cristian le advierte de que quieren solicitar rampas en todos los accesos, a lo que el ‘responsable’ ironiza con un: “haber nacido en el siglo XXII”. “Por otro lado, a usted no le voy a atender porque me está gritando, faltando al respeto y no tiene educación”, añade. Acto seguido, pide a Rengo que le siga a su despacho, pero se rinden al comprobar que la silla de ruedas no cabe por la abertura de la oficina. No contento con eso, mientras rellenaba la hoja de reclamaciones incide en que no entiende por qué reclaman a la estación, ya que, a su juicio, es responsabilidad de la empresa de transportes y él, al menos, les dedica su tiempo, puesto que debía haber salido 20 minutos antes.
Resignación
Los protagonistas, con ayuda de otra persona, terminan de cumplimentar una hoja de reclamaciones, poco más que descriptiva, debido a la intervención de la trabajadora de la estación, y abandonan Méndez Álvaro para toparse con el ascensor roto en Príncipe Pío, dos coches a Navalcarnero con rampas inservibles, y una camarera que se empeña en que un ciego elija un sándwich a simple vista. “Perdón... Creí que te los sabías”, se disculpa. Yo les invito. ¡Viajen con nosotros!