¿Vale la pena la flexibilidad laboral si el camino no se dirige hacia la felicidad?
Este fenómeno puede tener un precio muy caro.
Un artículo de Rafael Ravina Ripoll y Adela Balderas-Cejudo.
El covid-19 trajo consigo, entre otras cosas, que nuestros domicilios se convirtieran en verdaderos centros de trabajos online. Sin ser conscientes quizás de que esta forma de trabajar se quedaría definitivamente en nuestras vidas. Y todo en pro de una cultura organizativa flexible que estimula la productividad y la rentabilidad económica, ¿a costa quizás de contratos precarios y recibir llamadas telefónicas o correos electrónicos vinculados con el desempeño profesional a cualquier hora o día?
Dicha costumbre está trastocando no sólo nuestra estructura social sino también nuestra vida familiar. Bajo nuestro punto de vista, este fenómeno puede tener un precio muy caro: las dificultades que ostentan las personas en llevar a cabo su proyecto vital, y, por ende, en alimentar su felicidad prosocial.
Vaya por delante que la culpa de este hecho, si de poner el foco delator en algo se trata, no está en las innovaciones digitales, sino en la existencia de un modelo económico de 80 horas semanales. Así no es de extrañar que su talento (ese talento altamente competido y que escasea), su capital humano, se desvincule rápidamente del desempeño de su puesto de trabajo.
No disponer de mucho tiempo de ocio para pasar con la familia hace que este esfuerzo o sacrificio pierda completamente sentido y significado, especialmente, cuando se ven transcurrir las hojas del calendario y ni la promoción ni siquiera el reconocimiento llegan; o cuando se sufre inesperados problemas de salud mental o psicológicos al desconectarse involuntariamente —como una mala adicción que invade la vida— de las interacciones sociales y las amistades.
Hay buenas razones para preguntarse hasta qué estamos dispuestos a perder, hasta qué estamos dispuestos a seguir siendo elementos claves del hipercapitalismo que genera un entorno laboral flexible que está trayendo efectos nocivos y desastrosos para la calidad de nuestras vidas después de este covid-19 del que parece que no nos desprendemos. Entre ellos cabe citar el individualismo, la ansiedad laboral, el estrés o la depresión. Dichas evidencias ponen de manifiesto que los actuales modelos organizativos de flexibilidad están aislando a las personas, además de soterrar la cohesión social para lograr un crecimiento sostenible, feliz, inclusivo e integral. Así no es de extraña que el trabajo “flexible” pueda jugar en el futuro un papel clave en la minoración productiva de las empresas.
Es bien cierto que no hay una varita mágica para revertir dicha situación, especialmente, cuando existe un erróneo adoctrinamiento imperante que asocia flexibilidad laboral con el bienestar de la ciudadanía. Dicho oscuro paisaje puede ir cambiando, poco a poco, con la puesta en marcha de la cultura del happiness management, la semana laboral de cuatro días o con una legislación que regule que los fines de semana son para el descanso, la familia, el ocio y lo que se desee, desde precisamente eso, la elección.
Todo ello se podrá conseguir siempre que los raíles de los modelos de gestión caminen a una gobernanza corporativa que pivote alrededor de la necesitada felicidad laboral, bajo los principios rectores de la responsabilidad social, la calidad de vida y el bien común; teniendo presente, que la flexibilidad laboral no debe percibirse como una amenaza para el bienestar de la ciudadanía, siempre que ella se ponga al servicio de la felicidad personal y social.