Utoya, la herida abierta que supura en las pantallas

Utoya, la herida abierta que supura en las pantallas

En 2011, Anders Breivik asesinó a 69 personas en la isla noruega, noqueando al "país feliz". Las grietas del sistema quedaron expuestas y aún no se han tapado.

Un niño coloca flores en memoria de las víctimas del tiroteo, frente a la isla de Utoya.Lefteris Pitarakis / ASSOCIATED PRESS

Noruega, el país más feliz del mundo, la nación con menos riesgo de violencia del planeta, amaneció el 22 de julio de 2011 en su confortable burbuja. No sabía que ese día iba a perder la inocencia, para siempre. Casi diez años después de que Anders Behring Breivik pusiera un coche bomba en Oslo y, de seguido, tirotease a los participantes en un campamento de verano en la isla de Utoya, matando a 77 personas e hiriendo a 319 más, las heridas siguen abiertas.

La sociedad constató que la mentalidad de ultraderecha había calado en parte de su población hasta el punto de llevar a uno de sus ciudadanos -tan blanco, tan rubio, tan local- a matar. “Un crimen atroz pero necesario”, “un acto de bondad”, “patriótico”, frente a los defensores del “pernicioso multiculturalismo” que amenazaba lo conocido, como defendió ante los jueces.

Ahora, hasta cuatro películas, series y documentales rescatan en Filmin, Netflix y Movistar + aquella pesadilla, sus orígenes, las vivencias de sus protagonistas y sus secuelas. Para aprender y que no se repita.

¿Qué pasó el 22 de julio de 2011?

Ese día, a las 15:26 horas, se produjo una explosión en el entorno de la oficina del primer ministro Jens Stoltenberg, hoy secretario general de la OTAN. En esa zona se congregaban casi todos los edificios gubernamentales. La deflagración afectó especialmente a la sede del Ministerio de Petróleo y Energía, pero el fuego se extendió por cinco manzanas y la onda expansiva se sintió en kilómetros a la redonda.

De acuerdo con las investigaciones policiales posteriores, el ataque fue perpetrado por Breivik mediante un coche bomba, aunque aún no está claro si hubo más de una explosión. Ocho personas fueron asesinadas.

Poco después, el mismo individuo se trasladó a la isla de Utoya, al norte de la capital noruega, donde se estaba celebrando un encuentro de las bases juveniles del Partido Laborista. Disfrazado de policía, reunió a todas las personas que se encontraban en el islote con la intención de llevar a cabo un “control de seguridad”, según el relato de los supervivientes. Cuando los tuvo controlados, comenzó a disparar indiscriminadamente con el rifle y la pistola que portaba. 69 civiles más murieron, bien por sus disparos, bien ahogadas mientras trataban de escapar. Breivik no paró de disparar durante 70 minutos, cargando munición y lanzando gritos -″¡Tenéis que morir todos!”-. Se encontraron varias bombas repartidas por la isla, que no llegaron a explotar.

¿Quién era Breivik y dónde está ahora?

Anders Breivik tenía 32 años cuando cometió esta doble masacre. Hijo de un economista y diplomático y una enfermera, reconocido por sus compañeros de escuela como inteligente y solidario, se formó en Comercio y Derecho. Durante los años 2000 y 2007 formó parte de las filas del derechista Partido del Progreso, pero cuando sus ideas se volvieron más radicales, abandonó la formación. Quería más.

Poco a poco desarrolló una profunda ideología de derecha extrema. El odio contra la multiculturalidad de Noruega y, particularmente, contra el islam, era la base de ese pensamiento. Llegó a escribir un texto llamado 2083: Una declaración europea de la independencia, en el que desgranaba su personalidad y sus ideas durante 1.500 páginas. Ahí estaba todo: el rechazo visceral al diferente, el rencor por las ayudas sociales repartidas, por los “valores patrios” diluidos... Ahorró todo lo que pudo desde 2002, cuando ya tenía el ataque en mente, hasta que pudo perpetrarlo.

Nunca mostró ningún signo de arrepentimiento durante el juicio. La defensa quiso argumentar que tenía una enfermedad mental, pero el tribunal lo rechazó. Sabía perfectamente lo que hacía. Quería hacerlo. Actuaba “en defensa propia”, decía. Cada día llegaba a la sala haciendo el saludo nazi, por si había dudas.

El 24 de agosto de 2011 fue condenado a 21 años de prisión prorrogables. Si las autoridades noruegas considerasen que, pasado ese tiempo, Breivik sigue siendo peligroso para la sociedad, continuaría entre rejas. Mientras, se ha cambiado el nombre por el de Fjotolf Hansen y está estudiando Ciencias Políticas. Denunció al estado por su situación de aislamiento -sólo su madre y su abogado podían visitarle- y ganó el caso por violación de derechos fundamentales. Habló de tortura, incluso. Y aseguró que esa soledad sólo le había radicalizado más.

  Anders Behring Breivik, a lo nazi, el 24 de agosto de 2012, durante el juicio por los atentados. Frank Augstein / ASSOCIATED PRESS

¿Qué brecha abrieron los atentados?

Más allá del agujero personal de la pérdida y las heridas de tantos noruegos, los atentados de Oslo y Utoya supusieron un despertar del sueño. No todo era paz y progreso. La Organización para la Seguridad y Cooperación en Europa (OSCE) tuvo que reconocer que que las estrategias para prevenir el extremismo violento solo se centraban “en el terrorismo en nombre de la religión o proveniente de ciertos grupos étnicos o religiosos”, pero se habían dejado de lado “los riesgos reales a los que nos enfrentamos actualmente desde otras direcciones, como el extremismo violento de extrema derecha”. Se estaba mirando a un único lado.

Breivik dijo en sus declaraciones que había tenido “cómplices” y había otras “células” listas para atentar, pero nada de eso pudo ser verificado. Sin embargo, sí trascendieron los lazos con organizaciones ultras, muy activas en redes sociales. “Breivik estaba solo en su extremismo, en sus crímenes. Pero también es interesante ver que se mueve en un contexto socio-político innegable. No apareció de repente”, comentó ante el juicio Kari Helene Partapuoli, directora del Centro Antirracista de Oslo.

En la sociedad noruega se había instalado un radicalismo que se vio con este estallido pero se confirmó, pronto, en las urnas, con otro tipo de derecha, más institucionalizada. Tras dos mandatos laboristas (los progresistas a los que tanto odiaba Breivik), el Partido del Progreso (FrP), la agrupación populista de extrema derecha, de ideología islamófoba y xenófoba, que el asesino dejó por blanda, comenzó a formar parte de la coalición de Gobierno en 2013. Ahí han estado, hasta enero de 2020, en que se rompió la alianza presidida por la líder del Partido Conservador (Hoyre), Erna Solberg.

En las elecciones más recientes, en 2017, aún lograron casi medio millón de votos, tercera fuerza en un país con 5,2 millones de habitantes. Sus políticas, las esperadas: cierre de fronteras, limitación de la reunificación familiar, agilización de las deportaciones e incluso veto a que los sintecho pidan limosna.

No obstante, siempre se han posicionado en contra de la violencia y han condenado el ataque doble de Breivik, pero los analistas insisten en que ese imaginario puede mover a extremistas y hasta desequilibrados a tratar de imponer su visión por las armas. Mensajes que se multiplican por toda Europa.

Noruega fue primero, pero detrás han venido otros muchos casos similares o, directamente, inspirados en aquello: los ataques terroristas ultraderechistas como el atentado de Christchurch (Nueva Zelanda, en los que el atacante citó a Breivik como su guía), que acabó con la vida de 51 personas en una mezquita; el de en Pittsburgh (EEUU) –11 muertos en un ataque a una sinagoga– o el de Charlestone (también EEUU) contra una iglesia afroamericana, que dejó otros nueve muertos... El 70% de las víctimas de ataques terroristas recientes en EEUU han sido por los atentados de la extrema derecha, reconoce en FBI, que ha asumido que no se ha visto la amenaza hasta que era demasiado tarde.

  Los cuerpos de las víctimas de Utoya, en las rocas del islote. AP Photo/Presse 3.0, Vegard M. Aas

Un sistema que no protegía tanto

Una de las conclusiones más claras de aquellos ataques es que no todo funcionaba como un reloj. Nadie vio venir a Breivik pero es que, ante la sucesión de acontecimientos ya en marcha, tampoco se actuó convenientemente. ¿Podía funcionar mal la Policía, por ejemplo? Sí.

Una comisión independiente que analizó lo sucedido concluyó en 2012 que el primer atentado se podía haber evitado con algo tan sencillo como cerrar una calle, una recomendación incumplida desde hacía años en la zona de los edificios gubernamentales de Oslo. La otra gran conclusión de este estudio es que una mayor rapidez policial habría logrado detener al atacante antes de disparar durante 70 minutos seguidos a un grupo de indefensos jóvenes.

A ello se suma la respuesta tardía: desde el momento en que la Policía recibió la llamada oficial de las autoridades locales del pueblo más cercano a Utoya pidiendo su intervención hasta que las fuerzas policiales desembarcaron en la isla transcurrieron 47 minutos, y sólo dos minutos después de llegar los efectivos policiales el asesino se rindió. Lo mismo pasó con los sanitarios, muy criticados también por su dilación.

La sociedad sintió que la cadena de protección falló y, aunque se produjeron dimisiones en la cúpula policial y se pidieron disculpas, el hilo de la confianza en el “todo va bien” se deshilachó de pronto y así sigue. El estado de bienestar noruego no era perfecto.

“Sabemos que lo pudimos haber hecho mejor. Sabemos que pudimos hacer las cosas mejor antes”, dijo la primera ministra Solberg. “Es siempre difícil llegar a todos los afectados”, justifica, cuando los supervivientes y las familias de los fallecidos lamentan la falta de asistencia psicológica, de ayudas económicas o de inversión para evitar que esto se repita.

La polémica del homenaje

Ahora, Utoya está en primera plana de nuevo por la polémica del homenaje a las víctimas de la isla. Se está impulsando la construcción de 77 columnas de bronce, de tres metros de altura, como recuerdo, en el municipio de Hole, justo frente al lugar de la tragedia.

Pero algunos habitantes más cercanos quieren pasar página y se quejan del impacto que tendrá un memorial de estas características. Hasta en el recuerdo hay división.

Hace diez años parecía imposible...

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Licenciada en Periodismo y especialista en Comunicación Institucional y Defensa por la Universidad de Sevilla. Excorresponsal en Jerusalén y exasesora de Prensa en la Secretaría de Estado de Defensa. Autora de 'El viaje andaluz de Robert Capa'. XXIII Premio de la Comunicación Asociación de la Prensa de Sevilla.