Una declaración de principios: 'Los testamentos' de Margaret Atwood
Se inicia quince años después del final de El cuento de la criada; retoma un montón de hilos y ata cabos con gracia y maña.
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La esperada publicación de Los testamentos de Margaret Atwood (traducción de Eugenia Vázquez Nacarino. Barcelona: Salamandra, 2019), secuela —digamos— de la uteral y esencial The Handmaid’s Tale (1985), ha suscitado básicamente dos tipos de comentarios. Por un lado, los comentarios ditirámbicos y simples —sospecho que prelectura— que alimentan la faja del libro. Por otro, los que afirman (se han puesto de moda y son una plaga) que la novela no está a la altura ni de Margaret Atwood ni de El cuento de la criada (1987).
No es cierto. Los testamentos es una obra solidísima y perfectamente válida por sí misma. Buenísima, lúcida, irónica, inteligente, te agarra por el cogote y te deja sin respiro hasta que te has leído las más de quinientas páginas. Puede leerse, además, autónomamente.
Se inicia quince años después del final de El cuento de la criada; retoma un montón de hilos y ata cabos con gracia y maña. Trenzada con maestría con las voces de tres protagonistas muy diferentes. No revelaré ningún secreto si digo que una de las voces narradoras es la de la cruel, siniestra y aterradora Tía Lidia. Las otras dos explican el mundo monstruoso de Gilead; una, desde dentro (y con regusto de nieta de la plaza de Mayo argentina); otra, desde fuera, desde la libertad de Canadá.
Cuando emprendió la tarea, Atwood no estaba segura de poder escribir una secuela de El cuento de la criada a pesar de que las fans hacía décadas que lo reclamaban.
En los Agradecimientos de Los testamentos, hay una pista que me obligó a ir a la Introducción que la propia Atwood hizo en 2017 para la enésima edición de El cuento de la criada.
En esta misma Introducción, lo ejemplifica con algunos detalles; son secundarios pero relevantes.
Axioma que, tanto la serie de televisión como Los testamentos, ha respetado y aplicado con esmero y conocimiento de causa: no aparece nada que no haya ocurrido en la historia de la humanidad. El axioma es también un exponente de la honradez, el rigor y el feminismo de la autora en el momento de afrontar las dos novelas y la serie.
Dos apuntes. Los testamentos no vaga sólo por esos mundos, ni nace huérfano de tradición y no sólo por la existencia de El cuento de la criada y de la serie. Por ejemplo, en 1984, sólo un año antes de El cuento de la criada, Suzette Haden Elgin inició con Lengua materna una trilogía de ciencia-ficción que completó con La Rosa de Judas (publicada originalmente en 1987) y la aún no traducida Earthsong (1993). La trilogía también narra un futuro distópico, una pura pesadilla en que las mujeres no tienen ningún derecho. Atwood y Elgin coinciden asimismo en incluir observaciones externas; por ejemplo, congresos que posteriormente analizan los hechos sucedidos e indagan sobre ellos.
Margaret Atwood tampoco está sola. Un libro reciente de Jeanette Winterson de expresivo título, Frankissstein (2019), investiga entre otras cosas sobre robots; sobre la humanización de robots y la deshumanización de las personas; sobre las relaciones entre personas y robots. A veces, a partir de robots sexuales; es decir, de forma bien cruda, sarcástica y aterradora. (No es la primera vez que Winterson habla de ello; pienso, por ejemplo, en los cuatro cuentos de otro libro suyo, Planeta azul, traducido en 2008.)
Los robots (o más bien las robots), la pornografía y la distopía ocasionan que la obra de Winterson entronque directamente con otro libro de Atwood, Por último, el corazón (2016). La autora anuncia y denuncia —también Winterson— como el machismo, si nos descuidamos, teñirá con auténtico horror un futuro lleno de «inteligencia» artificial, así como las nuevas herramientas, artilugios y artefactos. Es decir, la desgracia y el peligro de que las mujeres se dediquen poco a ello, que impere el androcentrismo.
Tanto Atwood como Winterson lo plantean con sentido del humor (una cosa no quita la otra) pero también sin rodeos, con claridad y lucidez, y plantean una crítica descarnada y rotunda al machismo. Quizás a causa de esta contundencia, un crítico, Robert Saladrigas, escribía una crítica negativa de Por último, el corazón (que, en cierto modo, enlaza con la moda de subestimar Los testamentos a que me refería al principio del artículo). De entrada Saladrigas decía que no entendía el título. Bien, como en tantas y tantas ocasiones, es una expresión, un sintagma, presente en el libro. Cuestión aclarada. Postula que le sobran ocurrencias disparatadas. Si se refiere a la producción y exportación de robots, la realidad en este momento (las muñecas inflables lo anunciaron) va más allá ya de los espantos y los delirios misóginos imaginados por Atwood y Winterson en sus antiutopías.