Un teatro de ida y vuelta
La ola de frío y la cuesta de enero no son buenos aliados del teatro. Más bien suelen ir en su contra porque retienen al público en sus casas, y sin público, por muy pequeño o reducido que este sea, recuérdenlo bien, no hay teatro que valga. Por eso muchos de los directores artísticos y programadores han recurrido a caballos ganadores. Obras que se sabe que gustan tanto a la crítica como a los espectadores. Y ¿qué es lo que gusta a ambos tanto que agotan los pases de prensa y las entradas de pago?
Gusta una actriz superlativa y popular como Isabel Ordaz que protagoniza la más que discutible He nacido para verte sonreír de Santiago Loza dirigida por Pablo Messiez en el Teatro de la Abadía. Obra que estuvo entre las primeras de los rankings críticos el año pasado. Historia de una madre que se despide de un hijo autista al que tiene que institucionalizar, en contra de su criterio. Historia triste, melancólica. Facilona en el texto, dificilona en darle vida. Es esa dificultad la que, tal vez, hace fracasar a Pablo Messiez en su dirección. Sin embargo, es esa dificultad en la que la Ordaz se crece y lleva a la lágrima, al puño a la garganta o en el pecho con la construcción de este personaje tan alejado de la media, en el estatus, pero tan cercano a todos en lo cotidiano de los sentimientos. El simple amor de una madre (o un padre) por su hijo.
Gusta, y mucho, el siempre apetecible Pablo Messiez, que repite en esta lista, en este caso como autor y director de Todo el tiempo del mundo. Obra que se repone en el Teatro Pavón Kamikaze y que ya se ha puesto en cabeza del ranking crítico de Tragycom con el simple anuncio de su reposición. Y es que esta pequeña zapatería de otra época, donde las señoras y los señores se endomingaban para comprar zapatos, tiene el encanto de lo que es sencillamente bello. Lugar donde es posible la confusión de tiempos, espacios, lugares y personajes.
La misma confusión que la historia de amor que cuenta. Una historia extraordinariamente corriente y, por eso mismo, una historia para recordar. Como son inolvidables todos y cada uno de sus actores (que pena que haya dejado el montaje Javier Lara, impagable su hombre de chaqueta, en calzoncillos y con tacones) que habitan la fantasía creada por Messiez haciéndola, en su rara cotidianeidad, simplemente humana.
Gustan los clásicos. No es de extrañar con el montaje de El perro del hortelano de Lope de Vega que dirige Helena Pimenta y que vuelve al Teatro de la Comedia para eso, hacer comedia. Obra que divierte, entretiene y que supuso la aparición en escena de ese tándem teatral imbatible que forman Marta Poveda y Rafa Castejón, recientemente confirmado en La dama duende de Calderón. Historia de amor entre desiguales, desiguales de clase quiero decir, en el que el enredo y las palabras cuentan, de nuevo, como se desea, se quiere y uno se pierde por aquel o aquella que se ama. Obra que, pese a lo que digan algunos, se beneficia de hacerla suceder en una hermosa villa de veraneo italiana con el telón de fondo una sempiterna Italia primaveral llena de flores que añade, a la zozobra amorosa y la rigidez de la casa, el contrapunto de una naturaleza tan exuberante e imparable como la del amor cuando es más que deseo.
Gusta la historia, cuando la historia se cuenta con sentido y sensibilidad. Con la idea de comprenderla para que se sepa como se repiten las cosas. Como ocurre en La esfera que nos contiene escrita y dirigida por Carmen Losa que vuelve por ¡tercera vez! a los escenarios madrileños. Esta vez a la Sala Mirador para contar los avatares de la enseñanza en España desde el siglo XIX hasta la república y más allá. Lo hace con datos y con intrahistoria.
La historia de unos maestros que alentados por la fuerza de la razón, su razón, no supieron ver la envidia que generaban en la irracionalidad que les rodeaba. Ni como esta hidra de miles de cabezas se sentía amenazada, a uno y a otro lado, por esa cultura que estaban sembrando en las cabezas de unos pequeños que soñaron libres y que acabaron viviendo al dictado, en parte por la ceguera de esos maestros formados a los que se abandonó a su suerte.
Y gusta el teatro político de Nada que perder que dirigida por Javier Yagüe y después de una larga gira que les ha llevado hasta París vuelve por cuarta temporada consecutiva a la Cuarta Pared. Un teatro político que describe los mecanismos de un poder que ya no se ve, que no tiene rostro humano identificable al que avergonzar y pedir responsabilidad. Ese que se sabe impune porque como dice el título de esta obra no tiene nada que perder. Frente al que se es impotente y nos hace sentirnos a la intemperie, como a todos los personajes que se ven en escena. Un poder en la sombra cuya actitud está fomentando una sociedad rabiosa y colérica en la que aquellos que tuvieron conciencia y protestaron ya no se reconocen.
Obras, todas ellas, que se caracterizan por saber entretener, es decir, interesar, pero que no hacen perder el tiempo. Ni a los espectadores ni a los críticos. Un público que se siente respetado por todas las propuestas comentadas porque reconoce, consciente o inconscientemente, su honestidad y su compromiso con lo que hacen y para quien lo hacen. Porque sus posturas, de estar para y con los otros, no son poses. Y por eso, como saben bien los directores artísticos y los programadores, no hay ni frío ni cuesta de enero que impida al público salir de casa para meterse en la acogedora sala de un teatro.