Un papa 'gay friendly'
La izquierda debería defender que los curas fueran carcas, muy muy carcas, carquísimos.
Sólo hay una cosa peor que un cura o un progre: un cura progre. Imagínense si además el curilla resulta ser el obispo de Roma. Como San Antonio de Padua, los curas progres pretenden estar en dos sitios a la vez: en la oscuridad de lo paranormal y sobrenatural, y en la luz del humanismo y el progreso social. Estar en misa y repicando, nunca mejor dicho. Pero tal bilocación es, obviamente, un cuento chino.
Por un lado, afirman obrar el milagro de convertir un trozo de pan en la carne de su dios para comérselo posteriormente, pero, por otro, intentan contrarrestar su enciclopedia dogmática de insensateces con proclamas de relumbrón propias de las agendas progresistas, como la defensa de las uniones civiles homosexuales -eso sí, cuando son irreversibles y están totalmente asumidas por la sociedad-.
Y lo malo es que lo consiguen. La gente no creemos o dejamos de creer tras sesudas lecturas y reflexiones. Habitualmente, se cree o se deja de creer por meras simpatías o antipatías hacia figuras creyentes o ateas, por modas, por la influencia del grupo de iguales, por cuestiones más cercanas a las tripas que a la toma de partido intelectual. Francisco sabe que, a base de guiños emocionales, concretos y puntuales, se gana simpatías que después se extienden a toda su institución.
Basta con ver cómo figuras de Podemos, a los que se les supone una postura materialista, se han lanzado esta semana a alabar al líder de una religión para la que la defensa de que su dios se encarnó en el vientre de una virgen es esencial y la defensa del matrimonio civil homosexual es circunstancial. Es la nueva Mary Poppins: con un poco de izquierda indefinida, esta monserga carca sobrenatural pasará mejor.
Tengo apostado con un buen amigo que veremos a Francisco en Masterchef en un plazo de cuatro años. En una sociedad en donde la ciudadanía puede elegir caprichosamente sus creencias en el mercado religioso, el autoritarismo y la dogmática son estrategias perdedoras. A la iglesia católica se le vacían los templos, los seminarios, y, asustada, cuelga un cartel de rebajas en el escaparate.
Como buena publicista, sabe disfrazar de atención al cliente lo que no son más que unas bocanadas desesperadas de supervivencia. “Podéis masturbaros”. “No hace falta confesarse”. “¿Relaciones prematrimoniales? Por supuesto. ¿Anticonceptivos? ¡of course!”, o, por resumirlo en un único eslogan, “por favor, no os vayáis”. De los autores de “no soy monárquico, soy juancarlista”, llega ahora “no soy católico, soy francisquista”.
Contra todo esto, la izquierda debería defender que los curas fueran carcas, muy muy carcas, carquísimos, trentinos, todos salidos de un cuadro de Zurbarán. Como los pastores protestantes de extrema derecha que apoyan a Trump o Bolsonaro, habría sido buena cosa que la Conferencia Episcopal hubiera apoyado a Abascal en su estratosférico ridículo de esta semana, que lo hubiera sobrepasado incluso en irracionalidad y miseria -si es que eso no fuera como pedir a los físicos que enfríen un cuerpo por debajo del cero absoluto-.
¿Qué es esto de tener un papa que es a la vez gay friendly e infalible? Exigimos un clero rancio, coherente con sus profundas creencias. Liturgia, doctrina y ortodoxia. Obediencia y tonsura. Oscuridad. Pecado. Fuera el postureo publicitario, el marketing luterano de la silla de Pedro. Y a esperar tranquilamente su desaparición.