Un nuevo paradigma para el mundo
Es una paradoja que las corporaciones que reciben las subvenciones más cuantiosas también sean las mayores evasoras de impuestos.
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Los economistas nos advierten de que se avecina una crisis económica sin parangón. En los medios de comunicación los políticos nos hablan de impuestos, y los de izquierdas también de la creciente desigualdad que la pandemia de covid-19 propicia. No es difícil imaginar que esta crisis nos pueda llevar por un camino mucho más oscuro. Puede ser que algunos gobernantes la usen para conseguir más poder, restringir libertades y avivar las llamas del racismo y el odio. Si hay un dogma que define al neoliberalismo, es que la mayoría de las personas son egoístas. Y de esa concepción cínica de la condición humana ha derivado todo lo demás: privatizaciones, una desigualdad creciente y la erosión de la esfera pública.
Durante este encierro he leído dos libros que deberían ser lectura obligada para todo aquel que aspire a crear un mundo mejor. Empezaré hablando del primer libro: El estado emprendedor, de la economista italiana Mariana Mazzucato, publicado en lengua castellana (Editorial RBA, Economía). Su autora no solo es una invitada habitual en el Foro Económico Mundial de Davos donde los poderosos del mundo se reúnen cada año, también ha asesorado a personas como a la senadora Elizabeth Warren y a la congresista Alexandria Ocasio-Cortez en Estados Unidos, así como a la primera ministra Nicola Sturgeon en Escocia. Cuando el Parlamento Europeo votó la aprobación de un ambicioso programa de innovación el año pasado, también fue Mazzucato quien lo redactó. “Quería que el trabajo tuviera un impacto”, comentó la economista en ese momento. “De lo contrario, es socialismo de campaña: entras, hablas de vez en cuando y no pasa nada”. Mazzucato pertenece a una generación de economistas, predominantemente mujeres, que creen que con limitarse a hablar de impuestos no basta. “La razón por la cual los progresistas a menudo pierden el debate”, nos explica, “es que se centran demasiado en la redistribución de la riqueza y no lo suficiente en la creación de riqueza”. De lo que nos habla Mazzucato es nada más y nada menos que de una revolución en el pensamiento económico, pero vayamos paso a paso.
Una de las cuestiones que se plantea es de dónde se supone que viene todo el dinero. ¿Dónde se crea realmente la riqueza? Ella nos lo explica admirablemente. Medios como el Financial Times (un diario conservador, sin duda alguna) a menudo han afirmado, siguiendo las consignas neoliberales, que la riqueza la crean los empresarios, no los Estados. Los gobiernos son, en su mayoría, simples moderadores. Su función es proporcionar una buena infraestructura y atractivas exenciones de impuestos, y luego apartarse del camino. En su libro, nos demuestra que no solo la educación y la atención médica, la recogida de basura y el reparto de correo comenzaron con el gobierno, sino también otras innovaciones reales y financiables. Por ejemplo, el iPhone. Los investigadores que desarrollaron cada una de las tecnologías que hacen del iPhone un teléfono inteligente estaban en nómina del gobierno. Y, por supuesto, lo que se aplica a Apple se aplica también a otros gigantes tecnológicos. A Google, por ejemplo, que recibió una nutrida subvención del gobierno para desarrollar un motor de búsqueda. También Tesla estuvo buscando inversores hasta que el Departamento de Energía de EEUU le entregó 465 millones de dólares. Y no solo Tesla ha sido consumidora de subvenciones desde el principio, sino también SpaceX y SolarCity, que han recibido entre las dos 5.000 millones de dólares aproximadamente. ¿De dónde salen esos millones? Es, sin duda, dinero de los contribuyentes. “Cuanto más miro”, nos dice Mazzucato, “más me doy cuenta de que la inversión estatal está en todas partes”. Añade que es cierto que a veces el gobierno invierte en proyectos que no dan resultado, pero de eso se trata, de invertir. La base de cualquier empresa es asumir riesgos, y el problema con la mayoría de los capitalistas privados, señala Mazzucato, es que no están dispuestos a aventurarse tanto. Después del brote del SARS en 2003, los inversores privados rápidamente cerraron el grifo a la inversión en investigación sobre los coronavirus. Simplemente no era lo suficientemente rentable. Mientras tanto, la investigación financiada con fondos públicos siguió en marcha, con una aportación por parte del gobierno de los EEUU de 700 millones de dólares.
Por otro lado, tenemos la industria farmacéutica. Casi todos los avances médicos comienzan en laboratorios financiados con fondos públicos. Los gigantes farmacéuticos principalmente compran patentes y comercializan medicamentos antiguos con marcas nuevas. Luego usan los beneficios para pagar dividendos y recomprar acciones: una táctica ideal para aumentar los precios de las acciones. Todo esto ha permitido que los pagos anuales a los accionistas de las 27 compañías farmacéuticas más grandes se multipliquen por cuatro desde el año 2000.
¿No están ustedes de acuerdo en que esto tiene que cambiar? ¿No debería el gobierno recuperar su desembolso inicial con intereses? Esto es lo que Mazzucato nos propone. Es una paradoja que las corporaciones que reciben las subvenciones más cuantiosas también sean las mayores evasoras de impuestos. No hay duda de que estas compañías deberían pagar la parte de impuestos que les corresponda. Sin embargo, corporaciones como Apple, Google y Pfizer, que tienen decenas de miles de millones de dólares escondidos en paraísos fiscales distribuidos por todo el mundo, evaden impuestos a punta de pala, pero para Mazzucato lo que aún es más importante, si cabe, es que el gobierno reclame el crédito por los logros conseguidos por dichas empresas, es decir: los gobiernos deben partir de la idea de que los servicios públicos son inversiones, y no pasivos. Por tanto, el dinero subvencionado debería ser en realidad un crédito, y como tal, retornable.
En la actualidad nos enfrentamos a enormes desafíos que exigen innovación por parte de un Estado emprendedor. Para empezar, uno de los problemas más acuciantes que acecha a la especie humana es el cambio climático. El 5 de junio es el Día Mundial del Medio Ambiente, una efeméride para recordarnos que el cambio climático, aunque la pandemia lo haya desplazado, es una realidad punzante. La crisis climática sigue existiendo. No ha desparecido. No es casualidad que Mazzucato, junto con la economista británico-venezolana Carlota Pérez (asesora de innumerables empresas e instituciones), se convirtiera en la madre intelectual del Green New Deal, el plan más ambicioso del mundo para abordar la crisis climática. Ninguna de estas mujeres está satisfecha con la mera conversación elucubrativa. Quieren resultados y defienden que por muy “difícil” que ello parezca es posible lograrlos. Lo he podido comprobar en el segundo libro que al principio de este articulo comentaba que he leído durante este confinamiento que aún dura: Difficult women: A History of Feminism in 11 Fights, de la periodista británica Helen Lewis. Narra la historia del feminismo en Gran Bretaña, absolutamente generalizable y de lectura indispensable. Su texto no tiene desperdicio. Me parece de una sinceridad y de un acierto abrumadores. Lewis califica de “difíciles” distintas cosas. Nos dice que es muy difícil cambiar el mundo. Que para ello se tienen que hacer sacrificios. Que el progreso tiende a iniciarse con personas obstinadas, por naturaleza desagradables y deliberadamente folloneras. Por tanto, muchos revolucionarios son “difíciles”. Que hacer el bien no significa que seas perfecto. Los héroes de la Historia rara vez eran tan limpios como luego se ha querido defender. La crítica de Lewis es que muchos activistas parecen ignorar esta complejidad, y eso los hace notablemente menos efectivos. La idea que defiende con magisterio es que en cualquier movimiento de cambio entran en juego muchos roles, muchos cometidos y relaciones diferentes, y que esos roles, esos papeles, esos intereses diferentes a menudo requieren alianzas y compromisos incómodos, como ocurrió en el caso del movimiento de las sufragistas británicas, que reunió a toda una serie de “mujeres difíciles, desde esposas de peces gordos hasta aristócratas, trabajadoras textiles y princesas indias”. Esa compleja alianza sobrevivió el tiempo suficiente para lograr en 1918 que se otorgara el derecho al voto a las mujeres propietarias mayores de 30 años. Es cierto que solo inicialmente las mujeres privilegiadas podían votar, pero ese primer paso condujo a la inevitabilidad del siguiente: en España, el sufragio universal llegó en 1931. No obstante, ni siquiera ese éxito pudo lograr que todas las mujeres luchadoras, feministas o no, entablaran amistad. Según Lewis, “incluso las sufragistas vieron agriado el recuerdo de su gran triunfo por los enfrentamientos personales”. Y es que resulta que el progreso es complicado.
Todas las personas tenemos roles que desempeñar en este cambio de paradigma social y económico que tanto urge. Tanto el profesor como el anarquista. El trabajador online y el agitador. El provocador y el pacificador. Las personas que escriben en jerga académica y quienes la traducen para un público más amplio. Las personas que hacen lobby entre bambalinas y los que son arrastrados por la policía antidisturbios. Sin embargo, tanto en los programas de entrevistas en radio y televisión, como en los artículos de opinión en los diarios, en las conversaciones diarias en el trabajo o en las cenas con amigos, adoptamos posicionamientos que se reducen al blanco o al negro y olvidamos que necesitamos todos esos distintos roles. Le damos nuestra decidida aprobación, por ejemplo, a Greta Thunberg, pero nos exaltamos por los bloqueos de carreteras organizados por Rebelión contra la Extinción (también abreviado como XR). O admiramos a los manifestantes del movimiento de los Indignados, pero despreciamos el Movimiento Naranja. Una cosa es cierta: ha llegado el momento de elevar a los centros de poder a través de las instituciones las ideas que se han ido fraguando, para muchos ideas radicales y sin sentido. Podemos imaginar otras formas de vida más igualitarias. La pandemia del coronavirus podría desviar nuestro camino hacia una senda de nuevos valores más acorde con la naturaleza humana. Hemos evolucionado a través de la cooperación. Y esa realidad es el punto de partida para todo lo demás: un gobierno basado en la confianza, un sistema tributario basado en la solidaridad y las inversiones sostenibles necesarias para asegurar nuestro futuro. Todo ello justo a tiempo para poder estar preparados para la prueba más grande de este siglo, la pandemia que avanza a paso de tortuga, pero imperturbable: el cambio climático.