Un lugar llamado futuro
Los grupos más jóvenes van a estar más expuestos que ningún otro segmento de edad a los efectos del cambio climático.
Me interesa el futuro porque es el lugar donde voy a pasar el resto de mi vida, decía Woody Allen hace ya unos años, no sé exactamente en qué momento de su vida, pero ya era talludito. “Me interesa el futuro” es también el mensaje que lanzan a su manera Greta Thunberg y otros líderes adolescentes, y ha interpelado con eficacia a la fibra sentimental y solidaria de millones de niños jóvenes. El futuro no es el mismo lugar para las personas que hemos cumplido ya cuarenta, o para quienes acumulan cincuenta, sesenta o más primaveras, y ocupan espacios de poder y privilegio desde los cuáles se puede influir sobre la opinión pública o se toman las grandes decisiones.
De manera creciente, adolescentes y jóvenes ven el futuro como un lugar inhóspito. En ese porvenir que tienen por delante les va resultar cada vez más difícil alcanzar el estatus de sus padres y peligran algunas certidumbres que el desarrollo del Estado de bienestar había garantizado en los países occidentales (como la vivienda en propiedad o una pensiones dignas). Es también un destino en el que van a tener que lidiar dramáticas consecuencias sociales y económicas del cambio climático de no producirse trasformaciones sustanciales y inmediatas en la forma en qué producimos energía, nos desplazamos o consumimos.
Millones de adolescentes y de jóvenes se han movilizado en los últimos años en distintos países contra el aumento de los precios de las tasas universitarias, de los bonos de transporte, o contra el desmantelamiento de los servicios públicos. La fractura entre jóvenes y mayores ha cobrado relevancia para explicar el comportamiento electoral en muchos países, entre otros el nuestro. Desde 2015 nuestros jóvenes votan de modo muy distinto a nuestros mayores, contribuyendo a engendrar un nuevo sistema parlamentario multipartidista.
El referéndum británico sobre el Brexit enfrentó a dos generaciones, las que van a sufrir sus consecuencias durante décadas, y las que se exponen a la separación de Europa en el ocaso de sus vidas, con sus espaldas aparentemente cubiertas por trayectorias laborales que les están asegurando o asegurarán un futuro más corto, pero relativamente blindado (en forma de estabilidad en el empleo, protección social frente a eventualidades o una pensión adecuada).
Las movilizaciones contra el cambio climático también tienen un claro sello juvenil. Adolescentes y jóvenes no solo entienden, sino que siguen con devoción a Greta Thunberg, mientras recibe burlas y censuras feroces por parte de buena parte del mundo adulto. Lo sintetizaba a la perfección el digital humorístico El Mundo Today, titulando: “Un hombre adulto aparentemente normal se siente amenazado por Greta Thunberg”. Paradójicamente, la acusan de “niña marioneta” después de dar sobradas muestras su propia impotencia generacional.
Como denuncia Greta, el tiempo para actuar de esta generación se ha acabado sin que hayan sido capaces de demostrar que podían arbitrar medidas para poner freno a la deriva climática. Tampoco han conseguido parar otras derivas sociales que también violan principios básicos de justicia intergeneracional. El llamamiento de Greta al cambio y la acción inmediata –su recordatorio de que el tiempo se agota y los poderes del mundo no están tomando las medidas necesarias– es implícitamente un reproche a una generación que no logra pensar en el futuro del mismo modo en que lo hacen niños de 16 años.
Los grupos más jóvenes van a estar más expuestos que ningún otro segmento de edad a los efectos del cambio climático. El mes pasado un informe publicado en la prestigiosa revista The Lancet señalaba que la infancia en todo el mundo se encuentra entre los colectivos más afectados por el cambio climático. En los países menos desarrollados los efectos sobre el clima amenazan la estabilidad y seguridad en el suministro de cosechas, siendo los niños el grupo que más riesgos corre por desnutrición en los períodos críticos. El cambio climático también propicia la trasmisión de ciertas enfermedades infecciosas (como la malaria y el dengue), que encuentran en los niños a víctimas especialmente vulnerables. En todo el mundo, la contaminación provocada principalmente por los combustibles fósiles daña corazón, pulmones y otros órganos vitales. Y lo hace incrementalmente. El efecto acumulativo de estos procesos desde la infancia en adelante precipita la muerte prematura de millones de personas. Los niños son también especialmente vulnerables en períodos de calor extremo, en los que experimentan mayores riesgos de sufrir desequilibrios electrolíticos, fiebre, problemas respiratorios y enfermedades renales.
La investigación especializada sobre pobreza y exclusión en la infancia en el mundo desarrollado ha evidenciado, además, que son los niños que provienen de las capas más humildes de la sociedad los más expuestos a condiciones de presión medioambiental. Los entornos en los que viven son, muchas veces, menos saludables debido a emisiones contaminantes de vías de circulación o instalaciones industriales contaminantes cercanas, o por la ausencia de espacios verdes. Sus viviendas están peor acondicionadas frente a olas de calor.
Nos enfrentamos, por lo tanto, a un reto que no todos vamos a experimentar igual. El cambio climático es un fenómeno indefectiblemente unido al aumento de desigualdades, y en particular en su dimensión intergeneracional. Y como nos dice Piketty en su último libro, la desigualdad tiende a generar movimientos de “perdedores” que la impugnan, e ideologías y discursos que la legitiman y sostienen. Greta nos está invitando a elegir en qué lado de este conflicto distributivo nos queremos situar.