Un gol por la escuadra
A veces - sólo a veces- un político puede convertirse en un ser extraño. En una contradicción, en un sinsentido. Hable o calle. La política también vive de no hablar. De callarse. De aullar pero sin apenas ruido. Lo ha hecho Pedro Sánchez durante meses. Esta semana ha roto su voto de silencio. Y ha hablado mucho. No siempre para decir lo mismo que en semanas o meses anteriores. Pero lo ha hecho. El lunes para romper abruptamente la negociación con Podemos. Firme y ofendido. No se sabe si porque Pablo Iglesias estiró demasiado la cuerda con la leyenda del hombre rico hombre pobre -“tú tienes mucho más que perder que yo, Pedro”, le dijo en su última conversación- o porque seguía creyendo firmemente en un escenario de win-win para el PSOE si se repetían las elecciones. El jueves mutó y retomó su oferta. No la última, ni la anterior, ni la anterior a la anterior, sino la primera de todas. La del gobierno de coalición, pero con un nuevo aviso en forma de ultimátum. Con Podemos, sí; con Iglesias, no.
Era su ¿última? palabra. Hasta el próximo jueves, cuando el Congreso de los Diputados vote en segunda vuelta su candidatura a la Presidencia del Gobierno, podía pasar una cosa y la contraria. Que Sánchez saliera investido con los votos de Podemos y los independentistas o que su candidatura decayese porque Iglesias se negase a dar un paso al lado. La pelota estaba en el tejado del líder de Podemos.
A las puertas de su investidura y tras una apuesta negociadora errática y tardía, Sánchez tenía dos opciones. Ratificarse en la ruptura o entrar en contradicción consigo mismo para que Podemos pudiera mover ficha en este tablero laberíntico. Optó por lo segundo. Al fin y a la postre, sólo los muy cafeteros recordarían pasados unos días las últimas incongruencias: que dijera que Iglesias nunca le pidió una presidencia y que sostuviera lo contrario en 72 horas: que el secretario general de Podemos no era de fiar, pero sí sus correligionarios; que quisiera de socio preferente a alguien que no defiende la democracia española o que cayera ahora en que el líder de los morados tiene una posición difícilmente compatible con la de los socialistas respecto a Cataluña…
Pasase lo que pase, el final perseguido era sacar de la escena a Iglesias. Así que si hubiera que ponerle título a ese penúltimo movimiento, el de Matar a un ruiseñor valdría como glosa. Un clásico de la literatura del siglo XX en el que la trama también giraba en torno a los prejuicios y la desconfianza hacia el diferente. Si Iglesias no se echaba a un lado, quedaría ante la opinión pública como responsable de haber llevado a España a unas nuevas elecciones porque no le dieron un puesto en el Consejo de Ministros. Si, por el contrario, aceptaba el ultimátum y se quedaba fuera del Gobierno, quedaría diluido por la acción de gobierno que desempeñarán sus compañeros de partido, a quienes Sánchez, dicho sea de paso, podría cesar al menor desliz.
El PSOE ya estaba en todo caso en modo elecciones porque no daba un duro por la retirada de Iglesias. Sánchez había sido firme y convincente ante la dirección de su partido al respecto y había incluso explicitado el que sería el eje de su campaña electoral para responsabilizar a los morados del fracaso y ocupar así el espacio de la centralidad: “No me he sometido al eje Podemos-independentistas”. Esa sería la idea fuerza para volver a movilizar a un electorado que, para entonces y con la triple derecha ya gobernando en Murcia y Madrid, volvería a movilizarse. El presidente era el único que no veía riesgo alguno para el PSOE ante una nueva convocatoria electoral mientras que vaticinaba una auténtica debacle para los de Iglesias.
Sea como fuere, todo cálculo saltó por los aires cuando el líder de los morados se descolgó con un mensaje en su cuenta de Twiiter en el que anunciaba que daba un paso al lado. “Mi presencia no va a ser un problema”, solemnizó un día después de que el presidente dijera que su nombre era el principal escollo para un gobierno de coalición y reabriera la puerta, con poco entusiasmo, para el acuerdo. El “ruiseñor” desconcertó al socialismo en pleno, aunque oficialmente dijeran desde Ferraz que esperaban el movimiento y que en los últimos días les hizo sospechar que circulara el nombre de Irene Montero como propuesta a incorporar al Ejecutivo.
El gol entró por la escuadra unas horas después de que Adriana Lastra, la vicesecretaria general del PSOE, les diera el pase decisivo a los morados con unas declaraciones en RNE en las que abría la puerta a que Montero pudiese formar parte del Consejo de Ministros. Sus palabras irritaron sobremanera en Moncloa y en un sector del PSOE, que ya había construido el relato de la culpabilidad para las elecciones. El veto a Iglesias no podía ser extensivo a su número dos porque el presidente quedaría retratado y su estrategia de preferir elecciones a un gobierno de coalición con los morados, al descubierto. Si hubiera leído a la estadounidense Harper Lee en el que fue su premio Pulitzer sabría que los ruiseñores “no estropean los frutos de los huertos, no anidan en los arcones del maíz, no hacen nada más que derramar su corazón, cantando para nuestro deleite. Por eso es pecado matar a un ruiseñor”. Iglesias ha cantado para su regodeo. Se inmola por segunda vez. Y ahora es el presidente quien tendrá que decidir tras escuchar la melodía. De momento, medita, sopesa y avisa que sigue sin aceptar vetos ni imposiciones. Escuchará y solo él decidirá los equipos, después de acordar el programa.
Conclusión: la vida es una tómbola y la política, un sinsentido. Eso sí, Sánchez tiene hoy más complicado que ayer dar un portazo a un gobierno progresista.