Un enemigo del pueblo: ¿economía o salud?
Una historia trágica, un drama, escrito en el XIX, pero que bien podría haber sido escrito hoy.
El año pasado se pudo ver en Argentina una nueva adaptación de Un enemigo del pueblo, la clásica obra de Henrik Ibsen. Obra que tuvo muchos premios, incluido el de mejor obra del año y el de mejor protagónico, según la Asociación de Cronistas del Espectáculo (Premios ACE) de aquel país. Obra que se puede ver ya en la plataforma Teatrix y que, en la situación pandémica actual, adquiere una relevancia especial por el debate que plantea. ¿Es mejor proteger la salud o proteger la economía de una sociedad? ¿Qué es más saludable? Ante la dificultad para que haya un equilibrio ¿qué se debería priorizar? Y ¿quién prioriza en una democracia?
La historia es simple. El Dr. Stockmann, médico del balneario de un pequeño pueblo o una pequeña ciudad, observa que los usuarios enferman de peste más de lo habitual por lo que decide analizar las aguas termales del mismo. En ese análisis descubre que dichas aguas están contaminadas y que la forma de arreglarlo es cerrar el balneario para buscar otra fuente de aguas. Idea que pronto adquiere el beneplácito de los más progresistas, que ven en la defensa de la salud pública, la salud del pueblo, entre otras cosas, una manera de minar al contrario político y posicionarse.
Tan buena noticia, porque supondrá una mejora en la salud, cae como un jarro de agua fría entre las fuerzas vivas, el poder económico y político del lugar, en la que nacieron el médico y el alcalde que son hermanos. El cierre del balneario supone, por un lado, la pérdida de los ingresos turísticos que han desarrollado el sector inmobiliario, y, por otro, la necesidad de incurrir en gasto. Invertir en quitar cañerías viejas y poner nuevas supondrá mucho dinero para el ayuntamiento y para los propietarios y el aumento de impuestos que a los votantes gusta poco o nada.
Los más progres, poco a poco, también van cambiando de opinión a medida que esas fuerzas vivas les hacen ver el impacto económico y las consecuencias en el empleo de los asalariados, los que creen que son sus posibles votantes naturales, y en los ingresos del pequeño comercio y de los autónomos que pululan a su alrededor.
Así que el entusiasmo por un profesional comprometido con la salud que va a mejorar a medio plazo la vida de sus paisanos gracias a un balneario realmente saludable, que lo hará atractivo para sus potenciales clientes y para el turismo, se va tornando en animadversión. De tal manera, que pasa de amigo del pueblo a enemigo de este. Y donde se le ensalzaba y se promovía la difusión de su conocimiento, se le acaba denostando y prohibiéndole hablar de lo que sabe y entiende. Lo que lleva a su protagonista a otro conocimiento. Menos científico, pero, tal vez, más humano. Una revelación sobre quién y cómo se gobierna.
Nada de lo anterior es un spoiler. No lo es porque lo interesante es ver el proceso, el procedimiento por el que la economía impone su lógica, con mano de hierro en guante de terciopelo. Cómo se hace con los discursos y el favor y fervor de un pueblo. Cómo la emoción se impone a las evidencias, por mucha ciencia que se le ponga a esta. Cómo la razón y el pensamiento palidecen ante lo mayoritariamente razonable. Cuál es la intervención y responsabilidad individual de que esto suceda.
Circunstancias, mecanismos y debate que siguen estando en la sociedad argentina como en muchas de las imperfectas democracias de medio mundo, que, como la española, se está argentinizando. Por eso Lisandro Fiks, el adaptador, director y actor en este montaje y compositor de la música, localiza la obra en la Argentina actual. En la que sus personajes toman mate, usan heladera y el habla se tiñe de giros, modismos y el sonido del decir de allá.
Un montaje y una interpretación a la antigua. A la manera que una inmensa mayoría de personas sigue pensando que es cómo se debe hacer el teatro. No excesivamente alejada en como José Bódalo (que por cierto nació en Córdoba, Argentina) e Irene Gutiérrez Caba hicieron para Estudio 1 de rtve en los ochenta. O de la versión de Juan Mayorga que Gerardo Vera dirigiera en el Centro Dramático Nacional no hace tanto.
Una actualidad que la temporada pasada también le vio Alex Rigola que la montó en el Pavón Teatro Kamikaze con Israel Elejalde e Irene Escolar, entre otros, con una propuesta muy moderna y centrada en la escena de la asamblea. Un montaje que, en otras circunstancias, en otra época, pareció una boutade. O Les Antonietes que mostraron su particular y minimalista versión en el Teatro Fernán Gómez, a la que llamaron Stockmann.
Obra que suscita, como se ve, mucho interés entre los profesionales del teatro. No solo porque les permite lucirse, sobre todo a sus intérpretes pues es un teatro que está escrito para ser dicho y hecho en un escenario. Más cuando se puede hacer un montaje a lo grande, con todos los personajes y con la asamblea, convirtiéndose en un gran montaje. También interesa porque es un espectáculo popular, que entusiasma al público a poco que se cuide la propuesta y se recurra a buenos actores y actrices.
En este caso, se trata de un montaje modesto, puesto que el número de personajes se ha reducido y agrupado, mostrando facetas contradictorias en varios de ellos, en cierto modo como sucede en la vida, haciéndola más realista que el original. Aunque se mantiene en un número suficiente para que no se eche en falta a nada y a nadie, ya que todos los discursos están presentes.
A lo que se añade un uso inteligente del público de la sala para montar la siempre interesante escena de la asamblea del pueblo, en el que el acoso del poder junto con la vehemencia, entusiasmo y enfado que desata en el doctor protagonista, permiten mostrar todas las contradicciones de su pensamiento. Así como las dificultades para hacerse entender, ser entendido, haciéndole parecer lo que no es.
Una historia trágica, un drama, escrito en el XIX, pero que bien podría haber sido escrito hoy. Pues debajo de la capa de tecnologías de la información, con Internet a la cabeza, y el relajo en las costumbres sociales, con Tinder como bandera, en la sociedad actual sigue latiendo una estructura social y económica decimonónica. Y una sociedad de hombres y mujeres que antes de pensar (por sí mismos), prefieren ser pensados (por otros).
Quizás, todo esto tenga que ver con la educación. Una educación, que al igual que pasa con la sanidad, los poderes políticos y económicos tienden a controlar para usarla en su propio beneficio.
Se está, pues, en las circunstancias actuales, ante una obra que deja una pregunta en el aire. ¿Podrían pasar los profesionales de la salud, a los que tanto se aplaude cada tarde, de ser amigos del pueblo a ser sus enemigos cuando esgriman la razón y la evidencia para hacer los cambios necesarios para acabar con esta pandemia y evitar las siguientes que se anuncian? La evolución de las bolsas y los discursos de los poderes políticos que las cuidan, defienden y apoyan parecen indicar que los sanitarios de hoy podrían convertirse en el Dr. Stockmann de mañana. La señal la ha dado Trump, cancelando la financiación que Estados Unidos da a la Organización Mundial de la Salud (OMS).