Tuve un aborto y descubrí que todo lo que sabía era mentira
Una de cada cuatro mujeres sufrirá un aborto espontáneo a lo largo de su vida.
Iba empujando el carro de la compra por el pasillo de los cereales del súper cuando noté que me pasaba algo.
Me había despertado con calambres esa mañana, al igual que todas las mañanas desde que apareció la segunda línea rosa en el test de embarazo, pero esta vez no tenía náuseas.
En el desayuno, esa mejoría me había proporcionado alivio. Ahora, mientras llevaba a mis hijas a la estantería de cajas de colores vivos, supe que algo no iba bien.
“Mamá, nos estamos saltando todo”, se quejó la mayor cuando pasé de largo de la sección de desayunos y fui directa al baño. Me temblaban las manos cuando les hice pasar al cubículo y cerré la puerta. Me miraron asustadas mientras yo dejaba caer la cabeza y lloraba en silencio tras confirmar mi sospecha: tenía sangre en las bragas.
Esa misma mañana, al limpiarme, había visto una minúscula mancha roja en el papel higiénico y había pensado: Anda, esto debe de ser ese sangrado que muchas mujeres tienen en el primer trimestre. No me había preocupado. Había llevado dos embarazos a término sin ningún problema y ningún familiar había sufrido un aborto. Daba por hecho que eso me brindaba cierta inmunidad contra la tragedia. Estaba equivocada.
Mi marido y yo ni siquiera estábamos buscando otro hijo cuando descubrí que estaba embarazada. Queríamos otro bebé, pero todavía estábamos centrados en terminar de pagar nuestras deudas. Cuando le conté que estaba embarazada, nos alegramos, pero también nos preocupamos.
Hicimos un repaso mental de las preguntas que se nos pasaron por la mente: ¿Podíamos permitirnos un bebé? ¿Teníamos suficiente espacio? ¿Necesitaríamos mudarnos? De ser así, ¿adónde? ¿Cómo íbamos a hacer que funcionara todo? Y, por turnos, respondíamos con optimismo.
Al final, llegamos a la conclusión de que todo iba a salir bien porque este bebé estaba destinado a existir. Sin intentarlo, ahí estábamos.
Este bebé estaba destinado a existir. Me lo repetí para intentar controlar mi llanto en ese baño, apenas tres semanas después de enterarme de que estaba embarazada.
Tras salir del baño y llamar a mi médica, me enviaron a hacerme un análisis. Las 24 horas que pasaron desde que vi esa minúscula mancha de sangre hasta que me dieron los resultados me parecieron mil vidas. Mis pensamientos alternaban entre convencerme de que no iba a perder a mi bebé y asumir que no iba a llevar ese embarazo a término. Fue complicado decidirme por cualquiera de esos dos desenlaces porque sabía muy poco sobre los abortos espontáneos.
A la mañana siguiente, la médica me dijo que mi HCG —la hormona que sirve de indicador de un embarazo— no estaba tan alta como cabría esperar por la edad gestacional de mi bebé.
“Por desgracia, tenemos que hacerte otra prueba dentro de unos días para ver si tus niveles de HCG suben o bajan aún más”. Me sorprendió y me enfadó que no pudieran darme una respuesta ya, o al menos sugerir qué podía significar todo esto.
Pasó una semana hasta que me pudieron hacer el siguiente análisis de sangre para descubrir por qué mi embarazo ya no era viable. Una semana larga y agonizante durante la cual mi marido y yo volvimos a plantearnos una y otra vez si el futuro que con tanta ilusión habíamos planificado llegaría a producirse.
Durante esa espera de siete días, aprendí que prácticamente todo lo que sabía sobre los abortos espontáneos estaba basado en mitos o en lo que había visto por la tele. El hecho de no tener ningún historial familiar de abortos no significaba nada. Le puede pasar a cualquier mujer en cualquier momento.
Lo que había visto toda mi vida por la tele eran versiones muy suavizadas de la realidad. No tienen tiempo para mostrar todo lo que se puede alargar el proceso ni la complejidad de las emociones que puede provocar.
Cuando me di cuenta de que todo lo que sabía era mentira, empecé a investigar en internet. Pasé largas noches sola buscando en Google todos mis síntomas en busca de respuestas. No tenía ni idea de qué debía esperar. Mi médica no me había explicado nada sobre el proceso del aborto espontáneo. Solo me había dicho que la llamara si empezaba a sangrar más o si tenía fiebre.
Todo lo que me ocurría era una sorpresa.
No podía ni imaginarme cuánta sangre perdería ni sabía que seguiría saliendo aparentemente sin fin. Las páginas que leí por internet decían que un aborto espontáneo podía parecer una menstruación “más intensa de lo normal”, pero yo me pasé dos semanas sangrando abundante e incesantemente, lo que supera por mucho la regla más fuerte que he tenido. Parecía que las webs lo contextualizaban como un problema “que sucede”, pero en mi caso fue más bien un proceso continuado que empezó aquella mañana en el baño y que siguió en un plano emocional después de que terminara la hemorragia.
Gran parte de la hemorragia eran coágulos y tejido, pero a las siete semanas de embarazo, aún me parecía que era mucho menos sustancia de la que debería haber habido. Pese a que sabía que mi bebé técnicamente era solo un amasijo de células, quería conocer el momento exacto en el que saldría de mí. Pero nunca lo supe.
Aprendí a raíz de mis exhaustivas investigaciones por internet que estaba pasando por un proceso de observación y espera. Algunas personas toman algún medicamento para acelerar el proceso o se someten a una intervención médica llamada dilatación y legrado, por la cual eliminan manualmente el tejido restante del embarazo.
Me dijeron que era normal sentirme más sensible, pero no me dijeron hasta qué punto ni qué emociones podía esperar. Di por hecho que serían tristeza y rabia, pero me sorprendió sentir también confusión (¿por qué me pasaba esto a mí?), miedo (¿era ya demasiado mayor y había tenido ya a mi último bebé?) y, lo que más me sorprendió, alivio, porque tener una respuesta, aunque fuera terrible, era mejor que la agonía de seguir esperando.
Sabía que los abortos espontáneos se suelen producir por anomalías en el desarrollo, no por algo que haga la madre. Sin embargo, saberlo no me impedía hacerme esas preguntas igualmente. ¿Fue por ese saco de abono que insistí en cargar yo misma hasta el jardín? ¿Fue por no haberme habituado todavía a tomarme mis vitaminas prenatales? ¿Fue por la cafeína? ¿O quizás porque ese día que hizo tanto calor no tomé suficiente agua? ¿Tal vez por aquella noche que pasé trabajando? ¿Había sido yo? ¿Había provocado yo mi aborto?
Una de cada cuatro mujeres sufrirá un aborto espontáneo a lo largo de su vida. En las semanas posteriores a mi pérdida me di cuenta de que sabía tan poco sobre los abortos espontáneos porque nosotras, las mujeres, no hablamos de ello.
No sé por qué no hablamos sobre los abortos espontáneos, pero sí sé por qué no lo hice yo. La mía fue una pérdida muy temprana. Poca gente sabía que estaba embarazada, de modo que antes de hablar de mi aborto, tenía que hablar de mi bebé, y no iba a soportar esa conversación. Me pareció más fácil no dar explicaciones, no tener que decir que había concebido un bebé, que había perdido a ese bebé y ahorrarme los lloros.
Ahora que han pasado meses, me doy cuenta de que hablar con alguien que ya ha estado en mi situación probablemente habría sido mejor que sufrir en silencio.
Desde que empecé a hablar abiertamente sobre mi aborto espontáneo, me ha sorprendido darme cuenta de que estoy rodeada de mujeres que han sufrido pérdidas como la mía. Algunas tuvieron hijos después y otras lo siguen intentando, varapalo tras varapalo.
Creo que compartir nuestras experiencias nos da poder porque nos hace ver que no estamos solas. Desestigmatiza el proceso y a otras mujeres les da una idea más verídica de lo que pueden esperar si les sucede a ellas. Ninguna mujer debería pasar sola y confusa por una pérdida así, sobre todo cuando está rodeada de mujeres que ya han pasado por eso. Los abortos espontáneos suceden, pero no hay por qué pasarlos en silencio.
Este post fue publicado originalmente en el ‘HuffPost’ Estados Unidos y ha sido traducido del inglés por Daniel Templeman Sauco.