Tus muertos
“Aquellos que controlan el presente, controlan el pasado; aquellos que controlan el pasado, controlan el futuro” (George Orwell, 1984).
Desde hace muchos miles de años, prácticamente desde la hominización, antes de que los sapiens fueran sapiens y ellos sin saberlo, antes incluso de que llegaran los sapiens sapiens a joderlo todo; cuando se cazaba por necesidad, no por ocio; cuando se recolectaba para subsistir, no para acumular, cuando no había minas pero se extraía sílex y la avaricia no era pecado; cuando no existían los pecados; cuando la capacidad de pensar era constante y no cesaba, cuando el entretenimiento era inquietud y la inquietud entretenía; cuando el aprendizaje era forzoso como nunca y necesario como siempre; cuando el fuego unía y reunía y el parvo lenguaje aún más; cuando la luna apaciguaba y ya las musas existían y poseían; cuando, sin saber nada del futuro y mucho menos del pasado, ya dejaban registros sin querer, pero como queriendo que supiéramos que sabían; cuando la vida era tan corta que rara vez los nietos conocían a sus abuelos y tan intensa que cada individuo dejaba, de manera inconsciente o no, legados a los siguientes aunque fueran cosas tan simples y valiosas como mejorar afilados. Ya por entonces.
Cuando se sabía mucho pero no se entendía nada, cuando las únicas certezas eran las necesidades básicas y la muerte; cuando el dolor y el respeto eran ya tan intensos que requerían duelos, hace ya cincuenta mil años, los enterramientos eran intencionales y las prácticas funerarias complejas.
Y así y hasta hoy en todas y cada una de las partes del planeta, desde el Polo Norte hasta el Polo Sur, desde la cima del Everest a lo más abisal de la Fosa de las Marianas; en todas y cada una de las religiones, en todas y cada una de las culturas, de las civilizaciones. Si bien hay otros animales que parecen lamentarse cuando muere uno de los suyos, que podrían consolarse y hasta comprender que lo sucedido es irreversible, ninguno llega a ser tan consciente ni a estar tan prevenido como para asumir una pérdida y honrar a sus muertos con la debida dignidad, no siempre, como nosotros los humanos.
Los ritos pueden ser más o menos solemnes, dramáticos, ceremoniosos, teatrales, festivos, tristes o alegres, largos o cortos, colectivos o individuales, paganos o píos, conclusivos o iniciáticos; pueden estar rodeados de una mística y una parafernalia difícil de comprender para otros. Pueden amputarse dedos como signo de dolor, más aún, y regalar al muerto un collar de falanges para que luzca divino. De la muerte, claro. Pueden pasear huesos en coloridas procesiones, pueden bailar con el cuerpo, desenterrar cadáveres cada equis años para mantenerlos acicalados y elegantes, cri-cri, pueden ser descuartizados y servidos a los carroñeros de los cielos, pueden beberse sus fluidos, hacer sopa con sus cenizas, compost, decorarlos con mantillas, impregnarlos en orina de toro, colgarlos de las rocas, pueden reutilizar sus virtudes en vidas ajenas, exorcizar sus demonios en su muerte.
Pueden apoyarse en cualquiera de los cinco elementos de la naturaleza: en la tierra madre, en el fuego incinerador, en el agua limpiadora, en el metal protector o en el aire transportador. O pueden ser vikingos saqueadores y ansiosos que, al no ser capaces de quedarse con un solo elemento, elegían todos y sanseacabó, para llevar a cabo una de las liturgias más poéticas, bellas y místicas que han trascendido nunca, y decir así, adiós a sus más nobles. Para ello, el cadáver era depositado en una cama inflamable dentro de un barco de madera que se echaba a la mar y, mientras las olas, el viento y las valquirias al galope lo alejaban de la tierra, varios arqueros lanzaban flechas de fuego. Poco después de que las cenizas se hubieran mezclado con el agua, el muerto cruzaba las puertas de Asgard y entraba en el Valhalla para ser recibido por Odín, su dios. Y adiós muy buenas.
En cualquier caso, sea el que sea y sea lo que sea, todos los rituales fúnebres mantienen una característica común: el protagonista es el muerto y, este, por lo general, ha de estar presente. No diré en cuerpo y alma.
Desafortunadamente esto no siempre es posible, y hay personas que desaparecen sin más o fallecen en violentas o trágicas circunstancias en confines de la Tierra de difícil acceso, en aventuras y empresas individuales o colectivas con final fatal. Sin embargo, esto no es pretexto para no llevar a cabo su búsqueda de manera intensa y esperanzadora.
Que se lo digan a la madre de Blanca Fernández Ochoa, a los padres de Emiliano Salas, a los de Gabriel o a los de Miriam, Toñi y Desiré, todos devastados pero sabiendo a dónde acudir. Que se lo digan a los padres de Yeremi Vargas o de otros tantos devastados a secas sin saber dónde dejar unas flores, a qué lugar acudir a llorar, a honrar, a venerar o a hablar todo lo que se calló en vida, como Menchu con Mario. Sin saber en qué fondo los suyos alimentan a la tierra o al mar o en qué aire bailan sus cenizas.
Todo esto, que parece razonable y viste de sentido común, también se ve sometido a excepciones, siempre necesarias, a veces mezquinas y parciales. Porque ni el dolor ni la muerte se libran de juicios y se ven ponderadas con dudoso equilibrio según ideologías y colores.
Así, los mismos que gritan rabia y justicia para que aparezca este o esta, para que no cese la búsqueda de aquel o aquella, no se esconden ni se ruborizan para dar la espalda a su propia sensatez, esa de la que presumen y creen ostentar, pero no. Miran con sardónica inquina y miden con desproporcionado rasero para negar el derecho a buscar, que no encontrar, a otros tantos muertos por un tiro en la nuca y abandonados a su mala suerte, a su muerte, sin registros en cualquier secarral.
Y niegan a muchas familias el derecho a saber y a conocer; y hacen cáusticos comentarios y frivolizan cuando se habla de cunetas buscando un rédito político que, en realidad, debería ser siempre descrédito pero no, tampoco. Porque lo ovino sigue a lo ovino y la impronta en los gansos es tan fuerte que si mamá dice “cuá”, ellos responden “cuá”. Que se lo digan a Konrad Lorenz.
Quizás, si no hubiera vergüenza por el medio, mantendrían un discurso firme y creíble más allá del “para qué remover el pasado”.
Pero hay que remover el pasado, no ya para aprender de ello, que está más que demostrado que no se aprende, sino porque, como decía Shakespeare en La Tempestad, “el pasado es prólogo”.