Tres actores por los que ir al teatro
El primero, sin lugar a dudas, es Carmelo Gómez en Todas las noches de un día de Alberto Conejero, que se puede ver en el Teatro Bellas Artes dirigido por Luis Luque y acompañado por Ana Torrent. Equipo artístico que hacía presagiar lo mejor, lo que se confirma cuando se va al teatro. Obra en la que Carmelo es un simple jardinero que guarda ausencia a Silvia (Ana Torrent), la señora de la casa con la que tuvo cierta intimidad platónica, la necesaria y suficiente para su amor romántico.
Verle coger el texto y el personaje es simplemente una maravilla. Un texto que es difícil, en el sentido de que hay que hacerlo terrenal aunque es muy poético. En el sentido, de que con la mirada, la voz, la actitud y el movimiento tiene que hacer ver y hacer oír a otros personajes, que ni están ni se les oye hablar. Y no solo eso, esa misma voz, esa misma actitud, tiene que servir para completar el personaje de Ana Torrent en lo que es. Una presencia, el ser etéreo que la actriz compone tan bien que es otra razón para ir a ver la obra.
Carmelo hace todo esto desde la contención del que no puede, no debe delatarse, porque en ello le va el amor y le va la vida, la vida que ha decidido darse. La que, como las plantas que cuida, solo puede ser posible en un invernadero demodé, destartalado, tal vez, vintage, como la visión que ahora se tiene del amor romántico.
El segundo es Pablo Derqui en Calígula de Albert Camus que, dirigido por Mario Gas, se puede ver en el Teatro María Guerrero del Centro Dramático Nacional. Obra que se estrenó hace dos años en el Festival de Mérida, de donde pasó al Festival Grec de Barcelona y luego ha seguido girando. Historia que cuenta el ejercicio de la caprichosa voluntad del conocido emperador romano. Montaje que el público habitual, y no tanto, definirán como teatro-teatro, como si existiera un teatro, que por moderno y postdramático que fuera, no fuera teatro.
Pablo es el responsable de que con su actitud en escena se comprenda al tirano. De que los arrebatos de su personaje, ya sean en el brutal ejercicio del poder o de la poesía, en cierto modo cursi, que se puede permitir en la intimidad, sean, a pesar del exceso con el que están escritos, comprensiblemente humanos. De que sea creíble que esa crueldad es fruto del sufrimiento y de la necesidad de enseñar a sus administrados a rebelarse, a hacerse cargo de su propia libertad. A ser responsables y no ceder la gestión de sus vidas, sus muertes, sus familias y sus haciendas a otros. Que el tirano solo es posible cuando sus administrados se quejan, cuchichean, hacen corrillos, pero no osan ponerle en duda públicamente, es decir, políticamente. Cuando actúan emocionalmente como niños y lloriquean, patalean, insultan y acusan irresponsablemente a los otros pensando que no tienen nada que hacer. Es entonces cuando las tiranías y sus tiranos se vuelven fascinantemente insufribles por ser responsablemente irresponsables.
El tercero es el joven actor Álex Villazán, al que hay que dejar de etiquetarlo como joven y empezar a usar otros adjetivos para definir su calidad de actor. Su protagonista de El curioso incidente del perro a medianoche de Mark Haddon, dirigido por José Luis Arellano García en el Teatro Marquina, destaca frente a un elenco curtido y experimentado con el que comparte escenario para contar la historia de un autista adolescente con grandes capacidades matemáticas, hijo de padres separados, que investiga la muerte del perro de su vecina tras ser acusado de haberlo matado.
No es nada fácil hacerse con su personaje y encarnarlo con verdad. Un personaje que podría irse por cualquier camino y al que el espectador tendería a perdonar por su autismo y sus circunstancias. Sin embargo, él consigue dotarlo de la necesidad con la que todo ser humano nace. Mostrarla en escena de una forma en la que cualquier espectador se reconoce. Ese desvalimiento que acobarda a cualquiera, el mismo que está sirviendo a las personas con capacidades diferentes para poco a poco empoderarse.
No cabe duda de que este actor procede de ese proyecto social y teatral llamado la Joven Compañía por su manera de estar en escena y apropiarse del escenario. Esa forma de agarrarse a la poca vida que deja el simulacro que ha escrito Mark Haddon y convertirlo en energía para un público familiar, sobre todo para esas familias con (pre)adolescentes que están en plena batalla campal aunque no tengan problemas. Incluso la vida que es capaz de ponerle se impone sobre esa sorprendente y tecnológica escenografía que ha creado Gerardo Vera inspirada por la de los premiadísimos montajes que esta obra ha tenido en Londres y Nueva York. Una vida reconocible que recibe oleadas de empatía desde el patio de butacas estallando en aplausos y bravos al finalizar la larga función.