Transfobofobia
De cómo el miedo a ser llamado tránsfobo paraliza el pensamiento de una parte del feminismo.
Se define la transfobofobia como el miedo insuperable a ser acusado de tránsfobo, lo que lleva al transfobófobo a adoptar -a menudo inconscientemente- posiciones ideológicas que implican malograr siglos de análisis y lucha feminista contra la discriminación objetiva que sufren las mujeres, favoreciendo una visión individualista, subjetivista y neoliberal de los estereotipos sexistas, convertidos ahora en identidades de género sentidas, entronizadas como la medida de todas las cosas, previas y prioritarias a cualquier otro criterio gracias a dicho carácter sentimental.
Es este miedo que padece el transfobófobo el que le lleva a callar ante brutales intervenciones farmacológicas sobre menores de edad o piruetas legales en las que el género de un encausado muda caprichosamente, siempre bajo el presupuesto de que la persona es responsable de su situación de discriminación al haberse inclinado, en el libre ejercicio de su autodeterminación de género, por el género discriminado.
Aterrados ante la posibilidad de que alguien que se presenta como víctima les acuse de provocarles sufrimiento emocional, el transfobófobo no se atreverá a cuestionar ninguna expresión afectiva de ninguna minoría que tenga un aire de familia con las causas clásicas de la izquierda, aunque dichas expresiones tengan la consistencia teórica del terraplanismo.
Será preferible no combatir el menor acceso a la educación de las niñas y las peores condiciones laborales de las mujeres en muchísimas partes del mundo, el maltrato estructural que sufren, la prostitución y la pornografía tal y como realmente se dan en la sociedad -y no en el Mundo de las Ideas- que provocar una herida en el narcisismo de un neoliberal.
Habitualmente, la persona transfobófoba no distingue entre feminismo radical y teoría queer, y su transfobofobia no es más que la continuidad de un historial de apoyo a causas que suenen a transgresoras y anticonservadoras. Cualquier idea que pretende cargarse la historia de la humanidad y volver a empezar de cero -característica frecuente de los disfraces con los que regresan una y otra vez las ideas más rancias- ya cuenta con una simpatía de partida por parte del transfobófobo. Responde de forma pavloviana a estímulos muy elementales: “terf”, mal, “diversidad”, bien.
En realidad, por supuesto, el transfobófobo no es tránsfobo: no está en contra, ni teme, ni odia, ni defendería ningún tipo de discriminación contra las personas trans. Su miedo, por tanto, no está justificado, pero es tan intenso que le lleva a defender que estas personas puedan definirse jurídicamente tal y como su subjetividad les dicte, posibilidad de la que no goza ningún ciudadano en el registro de su sexo, edad, lugar de nacimiento, o cualquier otro dato administrativo.
Parecería que las reivindicaciones feministas podrían compatibilizarse con la agenda queer, pero difícilmente -salvo que alguien tenga una empanada conceptual superdrástica, tía-, se puede compatibilizar un análisis objetivo materialista de la realidad con otro que usa la subjetividad expresada como el criterio de verdad indiscutible, o un análisis que ve los estereotipos sexistas como formas de opresión que han de ser abolidos -incluso aunque los llamemos “género”- con otro que los asume, en el colmo del conformismo, como las formas a priori de estar en el mundo.
El valiente argumentario del PSOE en contra de las posturas queer que se filtró esta semana ha provocado un colapso mental en muchos transfobófobos, desgarrados entre la solidez del análisis feminista y la resistencia emocional a reconocer la raíz reaccionaria de un pensamiento como el queer, por mucho que enfade a los fachas. Quizá ese texto pueda tener un efecto positivo inesperado, y ayudar a que muchas personas que no son tránsfobas pierdan también el miedo a ser llamadas así.